El poder i la hybris.
Analizaré todas las pruebas adicionales que confirmen la opinión que ya me he formado. (Hugh Molson, parlamentario británico)
Sospecho que muchos lectores al ver el título habrán dado la misma respuesta y con similar vehemencia.
Y es que basta echar un vistazo a la historia para comprobar la
preeminencia en casi todas las épocas y lugares de élites extractivas,
cuando no directamente criminales. Ya saben, aquello de Stalin
sobre que un muerto es un drama pero un millón es una estadística. Una
frase que refleja la indiferencia del poder ante el sufrimiento de las
masas gobernadas y cuyo único inconveniente es que su atribución es
errónea. La que sí es cierta es otra de Mussolini
acerca de que para negociar en una conferencia internacional antes
«necesitamos poner unos cuantos miles de muertos en la mesa». O la mucho
más reciente de Taro Aso,
ministro de finanzas japonés, pidiendo a los ancianos que «se den prisa
en morir» porque sale caro mantenerlos. Los ejemplos serían
innumerables, pero la constante es considerar a las personas poco más
que fichas de un juego que pueden ser utilizadas y sacrificadas al
servicio de sus líderes. ¿Por qué?
La
primera razón, y la más obvia, está en que el ascenso al poder ha sido
siempre una competición despiadada en la que triunfa aquel con menos
escrúpulos. Lo hemos visto infinidad de veces y la ficción a menudo
también se ha hecho eco de ello: ya fuera uno un emperador romano, un
aspirante al trono retratado por Shakespeare, un senador interpretado por Kevin Spacey
o un concejal de Cascajales del Páramo, la lucha por trepar siempre
acaba dejando cadáveres por el camino. Ver en un informativo a cualquier
dirigente político henchido de satisfacción en su flamante nuevo cargo
es contemplar el resultado final de una larga sucesión de zancadillas,
regates, mentiras, compromisos con unos y con sus opuestos y traición a
las propias convicciones si es que alguna vez las tuvieron. De ahí que a
menudo resulte tan poco grato verlos y escucharlos, es lo que ha
quedado tras una implacable selección de los más aptos. Aunque el
problema es determinar para qué son aptos exactamente, si para gobernar o
solo para ascender en jerarquías.
Pero
hay una segunda razón que, añadida a la anterior, termina de dibujar un
paisaje un tanto desolador. Si el resultado de tal selección es el que
vemos, si Carlos Fabra, Pepe Blanco o Miguel Ángel Rodríguez —por
poner algunos ejemplos al azar, aunque cada lector tendrá sus
favoritos— no son necesariamente las mentes más preclaras de su
generación, ni puede que tampoco estén entre lo más admirable que se
pueda encontrar en España, una vez lleguen al poder este no les hará
sacar lo mejor de sí mismos. Muy al contrario. El biólogo y psicólogo evolucionista Robert Trivers, considerado por la revista Time uno de los cien pensadores y científicos más importantes del siglo XX, sostiene al respecto que:
Cuando la gente experimenta la sensación de poder se siente menos inclinada a contemplar el punto de vista de los otros y es proclive a tomar en cuenta su propio pensamiento exclusivamente. En consecuencia, se reduce su capacidad para comprender cómo ven las cosas los demás, cómo piensan y sienten. Entre otras cosas, el poder causa una especie de ceguera hacia los otros.
Esto
es algo que cualquiera puede constatar hablando con su jefe, pero lo
interesante es poder contrastar tal afirmación bajo las condiciones
controladas de laboratorio. Un peculiar experimento que describe Trivers
al respecto consistió en organizar dos grupos; al primero se le pidió
que escribiera durante cinco minutos acerca de alguna situación que
recordasen en la que se sintieron con poder y mientras tanto se les
regalaron unas golosinas. El segundo debía rememorar una situación
opuesta y además se quedaron sin golosinas, solo podían expresar qué
cantidad de ellas esperaban recibir. A continuación se pidió a los
miembros de ambos grupos que escribieran sobre su frente la letra E y
unos participantes la pusieron en el sentido en el que ellos la verían y
otros en el sentido en el que un observador ajeno pudiera leerla. Lo
curioso es que esta última opción fue hasta tres veces más común en el
segundo grupo. Es decir, el poder te convierte precisamente en el tipo
de persona que no debería tener poder.
«Yo soy Churchill y Sadam es Hitler»
David Owen es un neurólogo, exministro y actual miembro de la Cámara de los Lores que conoció a Tony Blair
antes de que llegase al poder, mantuvo con él un contacto regular desde
entonces y observó críticamente su deriva a medida que fue implicándose
más y más en la guerra de Irak de 2003. Así que a partir de toda esa
experiencia personal y profesional ha definido lo que denomina el
Síndrome de Hybris, un mal que afectaría a muchas políticos una vez
llegan al poder y que se caracteriza básicamente por la autoconfianza
excesiva y, en último término, por la pérdida de contacto con la
realidad. Lo que suele traer finalmente consigo consecuencias
desastrosas para sus gobernados: es la némesis que viene tras la hybris,
siguiendo el símil de la mitología griega. Para ello ha definido
catorce síntomas, de los que bastaría padecer tres o cuatro para obtener
ese diagnóstico:
1º – Inclinación narcisista a ver el mundo como un escenario en el que pueden ejercer el poder y buscar la gloria, en vez de como un lugar con problemas que requieren un planteamiento pragmático.2º – Predisposición a realizar acciones que den una buena imagen de ellos.3º – Preocupación desproporcionada por la imagen y la presentación.4º – Forma mesiánica de hablar.5º – Identificación de sí mismos con la nación.6º – Tendencia a hablar de sí mismos en tercera persona o en plural mayestático.7º – Exceso de confianza en su propio juicio y desprecio por consejos y críticas ajenas.8º – Exceso de confianza en su propio poder y en lo que puede llegar a lograr.9º – Creencia de que solo deberán rendir cuentan no ante la opinión pública sino ante Dios o la historia.10º – Creencia de que en tal tribunal serán justificados.11º – Comportamiento irreflexivo e inquieto.12º – Aislamiento y pérdida de contacto con la realidad.13º – Obstinación en la creencia de la rectitud moral de su política, al margen de las consecuencias.14º – Falta de atención al detalle y a la puesta en práctica, al plantearse únicamente una visión general, lo que acaba conllevando el fracaso de su acción política.
En
España esta clase de extravío mental lo hemos conocido bien en
sucesivos gobernantes, lo que popularmente se denomina como «síndrome de
la Moncloa». En ese sentido resultan llamativos los paralelismos entre
Blair y Aznar a partir del perfil que describe Owen del primero en su libro En el poder y en la enfermedad.
Nuestro expresidente, por su parte, quería situarnos en la historia, un
propósito alejado de los mucho más mundanales intereses de buena parte
de sus gobernados. Como en la imagen que abre el artículo, estos pasan a
convertirse en una masa cada vez más amorfa y lejana que solo sirve de
telón de fondo para un gobernante situado en primer plano. Blair
mientras tanto se comparaba a sí mismo delante de los funcionarios nada
menos que con Churchill: ya no era la opinión pública quien lo juzgaba,
sino la historia. Dijo Aznar en cierta ocasión que admiraba de Bush
su utilización sin complejos del poder. Es decir, que fuera capaz de
desatar una guerra, que es la demostración máxima del poder. Ya
conocemos lo que vino después. Proclives a tomar en cuenta su propio
pensamiento exclusivamente, el presidente estadounidense y sus aliados
imaginaron una guerra quirúrgica sin apenas dificultades, ¿Acaso alguien
o algo podría obstaculizar su exhibición de fuerza? Pero finalmente
acabarían provocando, según coinciden varias estimaciones, más de cien
mil muertos. La guerra de Irak fue un fenómeno claramente identificable
de hybris, de ceguera provocada por el poder, aunque por supuesto no ha
sido el único en la historia reciente. Es gradual, afecta en mayor o
menor medida a cada uno y con diferentes consecuencias en cada caso.
Como dice Owen:
El poder es una droga dura que no todos los líderes políticos tienen el firme carácter necesario para contrarrestar: una combinación de sentido común, sentido del humor, decencia, escepticismo e incluso cinismo que trate el poder como lo que es, una privilegiada oportunidad para servir y para influir —y en ocasiones determinarla— la marcha de los acontecimientos.
¿Pero
cómo podríamos distinguir a sus potenciales víctimas? ¿Cómo
neutralizarlos antes de que acaben causándonos daño? ¿Hay otras opciones
aparte de pedirles que se escriban una E en la frente? Las democracias,
con su división de poderes y su elección y escrutinio público de los
gobernantes limita el problema, pero como vemos no lo elimina. Podemos
escoger entre unos pocos candidatos —a menudos solo dos—
pero como señalábamos al comienzo el proceso de selección por el que
han llegado a ese papel de candidatos escapa a nuestro control, y a la
vista de los resultados no parece que fomente la excelencia. Por ello a
menudo se reclaman listas abiertas y primarias en los partidos. Los
candidatos se verían menos doblegados a sus jerarquías partidistas,
podrían sentir entonces una mayor afinidad a los intereses no de su
partido, sino de los ciudadanos. Podrían llegar a lo alto habiendo
resultado menos corrompidos por el camino. Aunque podría suponer también
un aumento de la impostura, de la pose. Queriendo evitar a los
profesionales de la burocracia partidista, acabamos en manos de
profesionales de la interpretación. El mencionado Blair en cierta
ocasión se presentó en público con lágrimas en los ojos para hablar de
un trágico suceso en el que un perturbado disparó a varios niños en un
colegio. El país entero quedó conmovido por la noticia y por la cercanía
que mostraba su primer ministro con las víctimas. Pero unos cuantos
días después, para abordar si no recuerdo mal unas preguntas en el
parlamento por dicho asunto, Blair volvió a mostrarse lloroso. Lo que
antes parecía empatía ahora sonaba a impostura, a representación
mediática. Mucho más recientemente y ya en nuestro país, tuvimos la
ocasión de oír a Elena Valenciano, vicesecretaria del PSOE: «Cuando acabé de visitar la valla de Melilla me tuve que esconder detrás de un árbol
porque me puse a llorar, porque lo que allí se ve es terrorífico».
¿Realmente alguien puede echarse a llorar por ver una valla? Tanta
ostentación de humanidad acaba resultando sospechosa… En fin, la cuestión no es sencilla.
Querría concluir mencionando un experimento realizado en 1964 por el investigador Jules H. Masserman con
monos rhesus. Pusieron al alcance de uno de ellos una cadena que si
tiraba de ella le proporcionaba comida, pero también una descarga
eléctrica a uno de sus compañeros. Los monos al descubrirlo simplemente
dejaron de tirar de la cadena. Uno de ellos llegó a estar doce días sin
usarla, muriéndose de hambre, con tal de no perjudicar con su acción a
otro macaco. De manera que sentir algo de empatía no debe de ser
entonces tan complicado, incluso para las personas que ostenten el
poder, así que no todo está perdido.
Javier Bilbao, ¿Preocupan a los dirigentes políticos los problemas de los ciudadanos?, jot down, 21/01/2014
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