La jurisdicció de la fam i la llibertat liberal.




Una mañana cualquiera el economista jefe del Banco Mundial remite por correo electrónico un memorándum a algunos colegas. Con la árida prosa del gremio recomienda el traslado de las industrias contaminantes a los países menos desarrollados. Sus razones son diversas pero se pueden condensar en una: los ricos están dispuestos a pagar más dinero por disminuir su polución del que los pobres pedirían por aceptarla. Si la polución se pudiera exportar, se exportaría. El bienestar de todos, de los ricos y los pobres, mejoraría. Mientras no podamos exportar la polución, podemos empezar con las industrias contaminantes.

El argumento tiene anatomía, premisas: todos, ricos y pobres, se comportan racionalmente, aceptan transferencias que se ajusten a sus preferencias; todo aquello que los individuos prefieren aumenta su bienestar; debemos adoptar las políticas que mejoran el bienestar de todas las personas. La inferencia parece impecable. Sin ocasión para la discrepancia racional, para la política. Una moral del intercambio que sirve cada día para sancionar mil decisiones. La política se expulsa en nombre de la "ciencia". Si acaso, con una vaga invocación al bienestar, que se asocia a la satisfacción de los deseos, o a la libertad, de quienes escogen lo que quieren. 

Cuando se ajusta el foco el argumento resulta menos convincente. Por lo pronto, no es seguro que la satisfacción de las preferencias garantice el bienestar. Al menos, no siempre. No parece que atender a los deseos de un adolescente de disponer de una potente motocicleta sea un modo de asegurar su bienestar. Por lo demás, no faltan testimonios de que la satisfacción de las preferencias no es lo mismo que el bienestar. Sin ir más lejos, en los negocios del querer: cuando la Albertine de cada cual se marcha, es un sinvivir; cuando vuelve, cuando los deseos se cumplen, empieza la insatisfacción. En el caso del economista del Banco Mundial, que atañe a asuntos de salud, en los que las elecciones de las gentes difícilmente pueden estar bien informadas, la satisfacción de preferencias y el bienestar, con frecuencia, caminan en direcciones opuestas. Y mucho más en el caso de las elecciones sobre contaminación, cuyas opacas consecuencias no se dan de un día para otro, ni siquiera de una generación para otra. 

Pero, incluso si damos como buena la equiparación entre bienestar y preferencias, no faltan razones para dudar de la indisputabilidad de la moral del intercambio. Pensemos en otros "intercambios": la reciente propuesta del premio Nobel Gary Becker de crear un mercado de órganos para trasplantes: yo te compro un riñón que tú estás dispuesto a vender. O en otro más "clásico": el de quien a punta de pistola ofrece la transacción entre "la bolsa o la vida". Las premisas son las mismas. También aquí los dos protagonistas tienen razones para aceptar una transferencia que aumenta su bienestar, incluso, en el último ejemplo, la simple posibilidad de "estar". ¿Seguimos pensando que no hay nada que discutir? No. Lo primero que se nos ocurre es que quizá sea cosa de preguntar sobre las reglas del juego, sobre las circunstancias que hacen "racionales" las transferencias. En nuestro caso: ¿estamos seguros de que, sin tremendas disparidades de riqueza, estarían dispuestos a pagar menos los habitantes de África que los demás por aceptar la polución? 

Tomarse en serio las reglas del juego, las circunstancias previas, al valorar los intercambios no carece de implicaciones. Entre otras cosas, conlleva reconsiderar la extendida descalificación de algunas políticas nacionalizadoras de gobiernos del Tercer Mundo urgentemente despachadas como "populistas". Tales políticas, por lo común, no hacen más que interrogarse por la justicia del punto de partida de privatizaciones realizadas, unas veces, bajo amenazas y presiones, y casi siempre por gobernantes carentes de legitimidad democrática que malvendieron, en beneficio personal, empresas o recursos nacionales, a unas empresas perfectamente informadas de qué iba el negocio: sobornar a las clases políticas. Cuando las leyes se compran, no parece muy correcto justificar las compras en las leyes. (Por supuesto, la legitimidad de las políticas de revisión de las condiciones de los intercambios, de los contratos, nada asegura acerca de sus buenos resultados. Con todo, hay que andarse con cuidado con los argumentos de quienes sostienen que, cuando se llevan a la práctica, "fracasan". En realidad, nunca fracasan porque ni siquiera se llegan a aplicar. Su simple posibilidad espanta las "expectativas" de aquellos que están en condiciones de imponer el chantaje de sus esperanzas. Las de los otros, se colmen o se frustren, no cuentan). 

Es aquí donde el filósofo liberal acude a echarle una mano al economista para decirnos: "Está bien, pero usted, en el fondo, me habla de justicia y de igualdad y ya sabemos el precio: la libertad. Se está usted entrometiendo en los acuerdos libres entre las gentes. Hay un dilema inevitable entre libertad e igualdad y cada cual elige su bando". Ya lanzado, el liberal, al menos el liberal fanatizado, se descuelga en catarata: las intromisiones públicas, las leyes, la política, constituyen amenazas a la libertad. 

En esa vereda el argumento, en realidad, más que avanzar se despeña. Si fijamos pie, la pregunta se impone: ¿amenazas a la libertad de quién? Después de todo, una redistribución más justa no impediría a los que acogen las industrias contaminantes o a los que venden su riñón aceptar los intercambios. Simplemente, podrían reconsiderarlos con menos urgencias, elegir con más criterio. El que no tiene nada está obligado a aceptar cualquier cosa. Está sometido a "la jurisdicción del hambre" de la que hablara Cervantes. Las redistribuciones no atentan contra la libertad, al menos, no contra la libertad de todos. Si acaso, lo que se produciría es una redistribución de las oportunidades, de la libertad. Lo que es seguro es que a los más desprotegidos les resultaría más sencillo decir que "no". Y poder decir "no" es el requisito mínimo de la libertad. 

Es más, la "intromisión pública" también puede resultar necesaria para la propia libertad de los que están del lado ganador, de quienes parecen estar en condiciones de elegir. En una comunidad racista el comerciante "liberal" que emplee a un negro tendrá problemas para vender sus productos. Podrá contratarlo, pero no tardará en cerrar el negocio. Sencillamente, no podrá elegir lo que quiere elegir. Y, sin ir tan lejos, es muy probable que no responda a lujuria desatada la preferencia de muchos propietarios de tiendas por empleadas con ciertos patrones de belleza y escasa ropa. Es muy posible que, puestos a elegir, antepongan a la imagen la capacidad de cálculo o el talento empático. En tales casos, la intervención pública, en forma, por ejemplo, de discriminación positiva, puede ayudar a la propia libertad, a impedir elegir lo que no se quiere elegir. 

Ante los intercambios no está de más empezar por preguntarse si, en otras ocasiones, no cabe intercambiar los papeles. Puestos a escoger, lo que podremos preferir ante el que nos ofrece "la bolsa o la vida" es hacer nosotros la oferta. Las preguntas sobre las circunstancias previas al intercambio nunca están de más. Permiten reconocer los principios que inspiran las reglas de juego y, si acaso, considerar la conveniencia de cambiar el reglamento. Precisamente para asegurar que los intercambios están libres de toda sospecha.

Félix Ovejero Lucas, La moral del intercambio, El País, 29/09/2006

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