La democràcia elitista de Schumpeter.
Joseph A. Schumpeter |
¿Es mejor una democracia en la que todos participemos de las decisiones públicas o es preferible que solo lo hagan unas élites preparadas? Esta tensión, antigua como la democracia misma, es fuente de inagotables controversias. Simplificando mucho, hay dos escuelas que ofrecen perspectivas opuestas sobre esta cuestión. La primera es la partidaria de la democracia participativa o «republicana». El leit motiv fundamental de esta escuela es que la ciudadanía debe implicarse en las decisiones políticas. La virtud cívica se convierte en el combustible que hace posible la vida en sociedad, siendo la ciudadanía la protagonista activa de lo que ocurre en la polis. Aquí es donde entran las ideas de Skinner, Pocock o Philip Pettit (sí, el mismo que inspiraba a Zapatero). La segunda de las grandes familias es la denominada elitista, la cual considera que la democracia es un régimen que debe quedar esencialmente en manos de unos pocos, a ser posible los mejores. La participación política no es un bien en sí mismo pero este sistema permite, al menos, que la gente pueda dedicarse a sus asuntos. Entre los defensores de esta idea estaban Pareto, Mosca o Joseph A. Schumpeter, el cual enunció la teoría elitista más acabada e inequívocamente democrática.
Schumpeter
(1883-1950) fue un conocido economista y académico. Nacido en Trest
(República Checa), fue ministro de economía de Austria tras la Primera
Guerra Mundial y, tras emigrar en 1932 a los EE. UU., profesor en
Harvard hasta su muerte. Intelectual e investigador prolífico, muchas de
sus contribuciones a la economía (como el estudio de los ciclos
económicos, el concepto de destrucción creativa o el estudio de la
innovación empresarial en el capitalismo) todavía tienen impacto. Una de
sus aportaciones más interesantes de discutir es su idea de la
democracia, muy marcada por su experiencia personal en el periodo de
entreguerras. Una noción que, de hecho, sigue teniendo gran influencia
en el debate contemporáneo.
La muerte del interés general
Schumpeter,
en sus obras, partía de una distinción clara entre lo él llamaba la
teoría clásica de la democracia y la suya propia. La primera, dominante
en el siglo XVIII (véase la visión jeffersioniana),
la caracterizó como un método de generar decisiones políticas a partir
del bien común y la voluntad popular. Según desarrolló en sus textos, el
método democrático clásico es concebido como aquel sistema
institucional que crea decisiones políticas ajustadas al bien común. Se
deja al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones en litigio mediante
la elección de los representantes que han de congregarse para llevar a
cabo su voluntad.
Sin
embargo, Schumpeter consideraba que esta visión era engañosa por una
razón: la idea de bien común es inaceptable en democracia. El economista
consideraba que las personas no solo tienen distintas preferencias sino
que también distintos valores. Los individuos y los grupos rara vez
comparten los mismos objetivos. Pero más aún, incluso aunque lo hagan,
puede haber profundas discrepancias acerca del medio apropiado para
conseguirlos. No existe congruencia universal ni en medios ni en fines.
Por eso Schumpeter argumentó que en las sociedades modernas, tan
económica y culturalmente complejas, siempre habrá interpretaciones
distintas del bien común. Existen desavenencias en cuestiones de
principio las cuales no pueden resolverse apelando a una voluntad
general universal.
Por
otro lado, consideraba que la idea de bien común implicaba que las
personas podían llegar a un acuerdo gracias a un argumento racional.
Nada más lejos de la realidad. A su modo de ver, los individuos
mantienen profundas divergencias sobre cuáles son los valores más
relevantes. Por ello Schumpeter, al igual que Max Weber, opinaba
que estas diferencias no pueden salvarse mediante la argumentación.
Existen diferencias irreductibles entre concepciones rivales sobre la
vida y la sociedad. De hecho, el economista insiste en que subestimar
estas diferencias sería muy peligroso por su deriva totalitaria. Si
asumimos la existencia de un bien común y afirmamos que es producto de
la racionalidad, entonces estamos a un paso de rechazar toda
discrepancia por sectaria e irracional. Unos adversarios sectarios e
irracionales que podrían ser legítimamente marginados o ignorados,
incluso reprimidos por su propio bien.
Pero
además, aunque el bien común pudiera definirse de forma satisfactoria,
no por ello se resolverían los problemas particulares. ¿Cómo conciliar
la voluntad general con la voluntad individual? El interés de los
individuos normalmente no es claro y definido. Para él los individuos no
tienen en cuenta las circunstancias generales y las consecuencias de
determinados cursos de acción política. Basándose en las teorías de
psicólogos de masas y en los éxitos de la publicidad cambiando
preferencias de los consumidores, sostenía enérgicamente que la voluntad
general a menudo está manipulada desde arriba. Por consiguiente, si los
problemas relacionados con los destinos del pueblo no son planteados ni
resueltos por el pueblo, sino por otras instancias, ello debe hacerse
patente. Eso es lo que intenta hacer con su teoría de democracia
elitista.
La democracia de las élites
Dada
la inexistencia de este interés general, Schumpeter define al método
democrático como aquel sistema basado en la lucha competitiva por el
voto de los ciudadanos, del cual emergen las decisiones políticas. Según
Schumpeter esta nueva visión de la democracia es mucho más realista.
Esta concepción permite establecer una analogía entre la competencia por
el liderazgo y la competencia económica, refleja la relación entre
democracia y libertad individual —dado que la competición presupone
libertad de expresión y de prensa — y señala un criterio de distinción
entre gobiernos democráticos y autoritarios. Además, evita el problema
de igualar la voluntad del pueblo con la voluntad de una mayoría de
personas. Reconoce que el electorado tiene tanto la función de crear un
gobierno como la de despedirlo, pero reduce a esto todo el control que
pueda tener sobre ellos.
Schumpeter
creía que su visión de la democracia tenía implicaciones prácticas. Los
partidos políticos no debían entenderse como grupos persiguiendo el
bienestar público inspirados por sus ideologías, sino como mecanismos
para articular la competencia política. La estabilidad de la democracia
dependería de tener buenos líderes, probablemente una élite de expertos
profesionales, los cuales deberían ocuparse de unas pocas materias y
estar asistidos por una burocracia estable y bien cualificada. Por su
parte, el electorado no debería interferir en las decisiones de los
líderes electos ni darles instrucciones. La democracia significa tan
solo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar a los
hombres que han de gobernarle, pero no más. Dada esta división de tareas
el «elitismo competitivo» de Schumpeter sería el el modelo de
democracia más factible y apropiado.
Como
crítico de los totalitarismos de la época, el economista
austro-americano insistió en que los amantes de la democracia debían
limpiar su credo de los supuestos imaginarios de la doctrina clásica.
Por encima de todo, debían desterrar la idea de que el pueblo tiene
opiniones concluyentes y racionales sobre todas las cuestiones
políticas. Nada de plantear que solo pueden hacerse efectivas esas
opiniones actuando directamente o eligiendo representantes que llevarán
a cabo su voluntad. El régimen democrático no es más que un método
político en el que el pueblo, como elector, opta periódicamente entre
equipos posibles de líderes.
Los empresarios políticos
Su
aproximación concebía el comportamiento de los políticos de forma
análoga a las empresas compitiendo por clientes. Las riendas del
gobierno pertenecen a los que dominan el mercado. Eso sí, al igual que
el poder de los clientes está limitado a lo que les ofrece el
fabricante, los votantes no definen las cuestiones políticas centrales
del día ni tienen una capacidad ilimitada de elección. A quién terminan
eligiendo depende de las iniciativas de los candidatos que se presentan y
de las poderosas fuerzas que hay detrás de esas candidaturas. Para
Schumpeter el hecho de que los partidos estén nominalmente ligados a
unos valores ideológicos no es central. La explicación de por qué todos
los gobiernos terminan haciendo políticas similares radica en que,
después de todo, los partidos no son más que máquinas ideadas con el fin
de ganar la lucha competitiva por el poder. Solo esto último les
interesa.
En
consecuencia, los partidos son la respuesta al hecho de que la masa
electoral solo es capaz de actuar de forma cruenta. Los partidos son un
intento de regular la competencia política, exactamente igual que
pasaría con una asociación de comerciantes. Son como empresas que ponen
orden en la provisión de bienes y servicios. De ahí que para él las
técnicas de sugestión psicológica, la propaganda, los eslóganes y las
melodías características de las organizaciones no sean complementos
accesorios. Para él son la esencia misma de la política partidista. Al
igual que lo es el jefe político, que proporciona orden y la capacidad
de gobernar la complejidad.
Eso
sí, deben quedar bien claros los roles de líderes y votantes. Los
electores no solo deben abstenerse de tratar de instruir a sus
representantes acerca de lo que deben hacer, sino que deben desistir de
cualquier intento de influir en su opinión. ¡Hasta llegó a pedir que se
acabara por ley con la práctica de bombardear a los representantes con
cartas y telegramas! La única forma de participación política abierta a
los ciudadanos en la teoría de Schumpeter es la discusión y el voto
ocasional.
Democracia, libertad y socialismo
En
sus obras, Schumpeter señala que la democracia puede ser un campo
abonado para la ineficiencia. Entre otras cosas por lo mismo con lo que
él la caracteriza; la lucha incesante por la ventaja política y la toma
de decisiones basadas en los intereses a corto plazo de los políticos.
Sin embargo, considera que los problemas pueden minimizarse si se
cumplen determinadas condiciones.
La
primera de ellas es disponer de unos políticos de gran capacidad, de
gran cualificación. La segunda, que la competencia entre los líderes
rivales (y los partidos) tenga lugar dentro de un abanico de cuestiones
relativamente restringido. Insiste en que debe haber consenso sobre la
dirección general de la política nacional, sobre qué es un programa
razonable y sobre los asuntos constitucionales básicos. La tercera es
que haya una burocracia independiente bien formada, de buena reputación y
tradición, para ayudar a los políticos en todos los aspectos de la
administración. Y por último, la presencia de cierto autocontrol
democrático, con el compromiso de no caer en la crítica excesiva al
gobierno o un comportamiento impredecible y violento.
La
democracia tiene muchas probabilidades de derrumbarse cuando los
intereses y las ideologías se defienden tan firmemente que las personas
no estén dispuestas a comprometerse con ella como procedimiento. Un
punto que para Schumpeter señala el fin de la política democrática. De
ahí que una de sus preocupaciones más recurrentes sea la relación entre
democracia y libertad. Si entendemos por esta última la existencia de
libertades individuales, entonces precisa que todo el mundo sea, en
principio, libre para competir por el liderazgo. Algo que a juicio de
Schumpeter permite demostrar que la democracia puede ser compatible
tanto con un sistema capitalista como con uno socialista. Eso sí,
siempre y cuando la concepción de la política no se estire en exceso.
En
una economía capitalista es difícil que ocurra esto último porque la
economía se considera fuera de la esfera directa de la política, lejos
de la actividad gubernamental. Es un esquema fundamentalmente liberal.
Sin embargo, Schumpeter señala que el modelo socialista tiene más
peligros. Este modelo, al carecer de una restricción decisiva del
ámbito de la política, deja abiertos todos los frentes a la intervención
gubernamental. De ahí que defienda que la democracia y el socialismo
tan solo pueden ser compatibles si a la primera se la entiende como
elitismo competitivo, separando claramente la política de las cuestiones
técnicas. Schumpeter afirmaba que no se podía determinar por adelantado
si una democracia socialista podría funcionar adecuadamente a largo
plazo. Pero de una cosa estaba absolutamente seguro: las ideas que
conforman la doctrina clásica de la democracia jamás podrían hacerse
realidad, por lo que un socialismo futuro no tendrá ninguna relación con
ellas. Y en eso tuvo razón.
Críticas a la visión elitista de la democracia
La
teoría de la democracia de Schumpeter señala muchas características
reconocibles en las democracias liberales de Occidente. La lucha
competitiva por el poder entre los partidos, el importante papel de las
burocracias, la relevancia del liderazgo político, la política moderna
basada en el marketing, la forma en que los votantes están
sujetos a una avalancha constante de información política y cómo muchos
votantes, a pesar de ello, permanecen pobremente informados sobre las
cuestiones políticas. Muchas de estas ideas pasaron a ser centrales en
la ciencia social de los años cincuenta y comienzos de los sesenta,
justo los años de florecimiento de la ciencia política.
Sin
embargo, a mi juicio, un punto débil de la teoría de Schumpeter es su
equivocación entre lo que es y de lo que debería ser. Es decir, asume
que la evidencia sobre las democracias contemporáneas puede tomarse
como la base para refutar los ideales normativos que encierran los
modelos clásicos; los ideales de igualdad política y participativa. Por
supuesto avanzar en la constatación empírica de que algunas de estas
ideas son irrealizables sigue siendo algo fundamental, ya sea porque no
es humanamente posible alcanzarlas, porque conllevan cataclismos
masivos o porque encarnan fines contradictorios. Todas estas críticas a
los modelos de democracia clásica me parecen necesarias.
El
problema es que el ataque de Schumpeter es distinto. Lo que hizo fue
definir la democracia en función de los regímenes que había en Occidente
en el momento en que él escribía. Al hacer esto no proporciona una
valoración de las teorías críticas, las cuales rechazan explícitamente
el statu quo y defienden un conjunto de alternativas posibles. Lo
que hace es soslayarlas para defender el sistema imperante. El modelo
del liderazgo competitivo no agota en ningún caso todas las opciones
defendibles dentro de la teoría de la democracia. Schumpeter ni siquiera
consideró, por ejemplo, la forma en la que se podrían combinar aspectos
del modelo competitivo con esquemas más participativos.
Finalmente,
quizá lo que más me chirría es su concepción del ser humano. Si
consideramos al electorado incapaz de establecer juicios razonables
sobre política, ¿por qué sería capaz de discriminar entre líderes
alternativos? ¿Cómo considerar adecuado el veredicto del electorado?
Aunque su crítica a la voluntad general me parece certera, Schumpeter
desliza la idea de que los ciudadanos no son agentes políticamente
conscientes sino que son completamente «teledirigidos» por los mensajes
mandados desde arriba. Esto está tan solo a un paso de pensar que lo que
el pueblo necesita es ingenieros capaces de adoptar las decisiones
técnicas correctas, ya que uno no sabría distinguir su interés por sí
mismo. La antesala del argumento tecnocrático. Un argumento muy en boga
últimamente y que agrieta un pilar básico de la política democrática;
una ciudadanía plural con voluntad de gobernarse a sí misma.
Pablo Simón, La democracia según Schumpeter, jot down, 12/01/2014
Comentaris