On està el futur dels llibres?
Fernando Báez |
"Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. En 2004 Fernando Báez
(San Félix, Venezuela, 1963) publicó un ensayo que se abría con esa
cita de Heinrich Heine, y su figura quedó asociada para siempre con la
del estudioso de la quema, censura y mutilación de escritos y bibliotecas. Aquel volumen que ahora cumple una década, Historia universal de la destrucción de libros
(Destino) se abría y cerraba en Mesopotamia. Se abría en la región de
Sumer, al sur de Irak, hace aproximadamente 5.300 años y se cerraba en
Bagdad en 2003 durante el saqueo de la Biblioteca Nacional iraquí que
siguió a la ocupación estadounidense. La ONU envió allí a Fernando Báez para que comprobara el resultado del pillaje y su informe no le hizo la menor gracia al Gobierno de Estados Unidos.
En la librería Rafael Alberti de Madrid, Báez cuenta que desde aquel
momento se encuentra con problemas de tanto en tanto cuando viaja. Esta
vez el “problema” fueron las 17 horas que pasó retenido en el aeropuerto
de Barajas respondiendo preguntas sobre su trabajo —muy volcado ahora
en la lucha contra la censura y el espionaje masivo— y releyendo —
“parece de película mala, ¿verdad?”— 1984, de Orwell.
El historiador venía de El Cairo, donde vive desde hace cuatro años y donde ha escrito su nueva obra, Los primeros libros de la humanidad. El mundo antes de la imprenta y el libro electrónico
(Fórcola), un ensayo que él quiere ver como la cara optimista del que
lo consagró mundialmente: “Si en el de la destrucción conté una versión
pesimista, en este quería explicar que el libro es una tecnología de la
memoria que evoluciona muy lentamente, algo especialmente útil ahora que
hay tanta prisa con el libro electrónico”. El resultado es tanto un
tratado de historia como un relato de viajes. Los viajes le llevaron de
Biblos a Pekín y de Tombuctú a Damasco. La historia, a comprobar que
todas las épocas padecen lo que él llama el síndrome de Trithemius,
una suerte de “ortodoxia de la nostalgia” que lleva a recelar de
cualquier cambio que afecte al formato de los libros. Evocado por Álex
de la Iglesia en El día de la bestia,
Johannes Trithemius fue un monje que —además de inventar la
esteganografía, “precedente de la criptografía que permite que Snowden
ande por el mundo con un montón de documentos encriptados”— en la
segunda mitad del siglo XV hizo una encendida defensa del manuscrito
frente a la imprenta, que empezaba a arrancar en Europa. Según Trithemius,
el invento de Gutenberg estaba condenado al fracaso. “El libro
impreso”, escribió, “está hecho de papel, y como papel que es
desaparecerá rápidamente. Pero el escriba que escribe con pergaminos
hará que el texto dure”. Según el monje, añade Báez, “estaba demostrado
que la escritura manuscrita es la que produce una lectura más plácida y
garantiza un mayor respeto y cuidado en la edición de los textos. Justo
lo que se dice ahora a favor del papel y en contra el libro digital,
¿no?”.
Según el historiador venezolano, mirar al pasado permite comprobar
que la evolución de los formatos es muy lenta y que unos y otros pueden
convivir durante siglos: “La escritura empezó en torno al año 5.000
antes de Cristo en tablillas de arcilla, pero esas tablillas se
mantuvieron hasta el siglo I después de Cristo. ¡Estamos hablando de
cuatro milenios de continuidad de un formato! Por otro lado, el papiro
es casi simultáneo a la escritura en arcilla y todavía se usó en los
códices: los había de pergamino, pero también de papiro. Y hablamos del
siglo IV después de Cristo. El síndrome de Trithemius debería quedar atrás, pero también las prisas de los apóstoles del libro electrónico”.
Contra esas prisas Báez subraya el espejismo que supone extender al
mundo entero la realidad de Occidente: “Hay una brecha digital enorme.
La globalización termina cuando me bajo del avión en el aeropuerto de
Bamako. Allí las únicas tabletas son las que llevan los turistas”.
Además, insiste, no hay que perder de vista la idea de que el libro es
sagrado para algunas religiones, algo que genera indirectamente un
interés que va más allá del contenido y se convierte en fetichismo por
el objeto: “Los celulares no son sagrados ni las neveras ni los coches,
pero el libro lo es para muchos pueblos, por más que nos cueste
entenderlo como occidentales laicos; 4.000 millones de creyentes en un
planeta que tiene 7.700 millones de habitantes son una mayoría y no una
minoría. En Pakistán hay un lugar para almacenar los Coranes arruinados
de tanto usarlos y en la sinagoga de El Cairo hay una especie de
cementerio de libros porque la gente cree que tirar una Biblia trae mala
suerte. Libros sagrados aparte, no hay que olvidar la influencia social
de títulos como El origen de las especies, el Manifiesto comunista o La cabaña del tío Tom. Cambiaron el mundo”.
A todo ello, dice, hay que añadir que la “aportación digital” está
todavía por ir más allá del mero almacenamiento de títulos. “Dónde meter
tanto libro ha sido un problema desde siempre. Ya Séneca se quejaba de
que tenía 1.000 volúmenes en su biblioteca. Mientras en una tablilla
caben 200 caracteres cuneiformes, con cinco petabytes —Megaupload, la web de descargas, llegó a almacenar 25 petabytes de archivos—
puede descargarse todo lo que se ha escrito en la historia de la
humanidad. Es un paso de gigante, cierto, pero la aparición de la
imprenta impulsó tres elementos clave: la difusión de la ciencia, la
reforma protestante y el redescubrimiento de los clásicos en el
Renacimiento. ¿Ha hecho algo comparable la edición digital? Todavía no.
Es muy pronto”. ¿La autoedición?
“Por ahora parece más una estrategia de captación de clientes que de
creación de lectores a largo plazo, que es lo importante”.
Fernando Báez dice que la esperanza con la que él mismo recibió al
principio la relación entre Internet y el libro se ha ido tiñendo de
desconfianza. “La cuestión es si el libro electrónico
consigue más y mejores lectores. Hoy por hoy, lo dudo”. Más dudas: “El
enorme predominio digital anglosajón en un planeta en el que hay
desequilibrios muy poderosos. También me preocupa que la iniciativa
sobre dispositivos, formatos y precios la lleven grandes corporaciones
para las que la edición es una parte mínima de sus intereses. Por un
lado hacen entretenimiento, por otro perfumes, armas, lo que sea. Sus
propósitos son muy distintos de los del editor y del librero
tradicionales. Y lo peor: todo se hace sin legislaciones actualizadas, a
la espera, recurriendo al famoso ‘que inventen ellos…’. Deberíamos
participar más en todo lo que tiene que ver con el libro digital, no se
puede dejar en unas pocas manos. ¿Podrá mi hijo heredar mi biblioteca?
¿Podrán los formatos actuales leerse en el futuro o pasará como con
tantos programas informáticos? ¿Está garantizada la privacidad de la
lectura? Esas son mis dudas. Se puede hacer el perfil de un lector a
partir de los libros que descarga, de las páginas que lee, de las frases
que subraya, y eso que, por supuesto, nos parece magnífico para hacer
estadísticas de lectura ya sabemos cómo puede acabar”.
Según el historiador, no hay que “magnificar ni degradar” el libro
digital. Le molesta, eso sí, que se imponga el discurso de la urgencia:
“La transición va a ser más lenta de lo que dicen algunos. La identidad
de los pueblos se basa en la memoria y el libro, repito, es una
tecnología de la memoria que se ha ido perfeccionando con los siglos y
con la contribución de muchas culturas. Tendremos que ver los efectos
del libro digital no en la élite, sino a nivel popular. Es temprano para
hacer exaltaciones extremas”.
Javier Rodríguez Marcos, Los libros nunca tienen prisa, Babelia. El País, 18/01/2014
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