Isaiah Berlin historiador de les idees.
A quien piensa de forma filosófica ninguna historia le resultaindiferente, aunque sea la historia natural de los monos.H. M. G. Koster
Era
una de las anécdotas que le gustaba contar. En 1944, mientras trabajaba
en la embajada británica en Washington, Isaiah Berlin recibió la orden
de regresar a Londres de inmediato y el único avión disponible para
llevarlo era un ruidoso e incómodo bombardero militar. Como la cabina no
estaba presurizada, tuvo que llevar una máscara de oxígeno que le
impedía hablar. Y como además no había luz, no podía leer. Era un vuelo
largo. Después diría en broma: “no tenía más remedio que hacer la cosa
más terrible: tenía que pensar”.
Durante el vuelo, decía la historia, tuvo una pequeña epifanía. En los años treinta había enseñado filosofía en Oxford –algo que le había hecho feliz– junto a amigos como Stuart Hampshire, J. L. Austin y A. J. Ayer, con quienes compartía muchos puntos de vista. El positivismo lógico estaba en su máximo esplendor en Gran Bretaña y Wittgenstein ya estaba desarrollando ideas sobre el lenguaje que lo pondrían en duda. Parecía que estaba sucediendo algo. Pero a medida que la guerra avanzaba, Berlin se preguntaba si esa clase de filosofía era realmente para él. La historia había entrado en su vida por segunda vez (la primera tuvo lugar cuando, siendo un niño, fue testigo de la Revolución rusa en Petrogrado) y acababa de pasar varios años en Estados Unidos escribiendo para el gobierno británico influyentes informes sobre los esfuerzos estadounidenses de guerra.
¿Qué
tenían que ver con eso sus primeros escritos sobre la verificación y la
traslación lógica? ¿En qué medida afrontaban los urgentes asuntos del
momento? Cada vez se sentía más atraído por escritores rusos de mediados
del siglo XIX, como Iván Turguénev y Alexandr Herzen,
cuyas preguntas, estaba descubriendo entonces, eran más parecidas a las
suyas. Mientras pensaba en ello en la oscuridad del bombardero, llegó a
la conclusión, como afirmó más tarde, “de que lo que realmente quería
era saber más al final de la vida de lo que sabía al principio”. Cuando
la guerra terminó, abandonó la enseñanza de filosofía y empezó a
definirse como un historiador de las ideas.
Era una historia
ingeniosa y autocrítica. Con frecuencia, sin embargo, he deseado que no
la hubiera contado. La decisión de Berlin dejó estupefactos a sus amigos
y colegas en Oxford y creó la impresión, reforzada por esta historia,
de que había bajado un peldaño en la escalera intelectual. En ese
momento, a nadie se le ocurrió que pasarse a la historia de las ideas
pudiera ser, de hecho, subir un peldaño. La filosofía era la filosofía,
la historia era la historia, y eso era todo. Nadie en Gran Bretaña se
definía como historiador de las ideas y nadie escribía laberínticos
ensayos de amplio alcance que conectaban a distintos pensadores de
distintos siglos, un género que Berlin llevó a su máxima expresión. Los
académicos no sabían qué pensar de ellos y consideraban a Berlin un
diletante. Berlin era demasiado educado para defenderse o entrar en
aburridos debates sobre metodología, y llevaba su desprecio con la
ironía de un caballero. (Al menos en público. En conversaciones y cartas
no se cortaba.)
Al releer Contra la corriente, su
primera colección de ensayos y retratos sobre historia de las ideas,
publicada hace más de treinta años, es difícil comprender por qué tantos
ignoraron lo que era evidente en cada página: que Isaiah Berlin nunca
abandonó la filosofía. Las cuestiones a las que se enfrentaba en el
libro eran cuestiones sobre las que los filósofos se han ocupado durante
milenios: el alcance y los límites de la razón, la naturaleza del
lenguaje, el papel de la imaginación, los fundamentos de la moralidad,
el concepto de justicia, las afirmaciones en conflicto de la ciudadanía y
la comunidad, el significado de la historia.
Pero razonaba sobre
todas esas cosas de una manera adaptada a sus intereses y habilidades
particulares. Cuando los filósofos analíticos contemplan a los
pensadores del pasado, si es que lo hacen alguna vez, tratan de obtener
“argumentos” que puedan expresar en los términos que normalmente
utilizan. Su idea es que la filosofía solo puede tener lugar una vez que
las ideas echan alas y escapan del cuerpo, como las almas en el Fedro, de Platón. Esa no era la idea de Berlin. Su instinto le decía que se aprende más de una idea en tanto que idea
cuando sabes algo sobre su génesis y comprendes por qué cierta gente la
encontró atractiva y se vio impulsada a la acción por ella. Entonces
empieza el pensamiento de verdad.
El retrato intelectual tuvo en
el pasado un lugar importante en la filosofía. Los diálogos de Platón,
leídos por separado, son investigaciones directas sobre cuestiones
filosóficas únicas como “¿qué es el amor?” o “¿puede enseñarse la
virtud?”. Pero leídos juntos se convierten en el retrato de Sócrates,
cuya lección era que la filosofía es una forma de vida, no solo una
serie de argumentos o doctrinas. Lo mismo puede decirse de las Vidas paralelas, de Plutarco, o de los Anales y las Historias,
de Tácito, que exploran la psicología y la moralidad humanas por medio
de perfiles de filósofos, hombres de Estado y déspotas. Los filósofos
del Renacimiento y el principio de la Modernidad recurrían a menudo a
esas historias para ilustrar sus propias ideas, o para enmascararlas,
como hicieron Maquiavelo y sus seguidores con Tácito. Montaigne se
apoyaba más en Plutarco, que también le dio un modelo para su incursión
en la biografía filosófica, el ensayo “Sobre la amistad”, que evoca la
vida y las ideas de su amigo Étienne de la Boétie.
Berlin hizo
algo similar en sus ensayos. Aunque escribió admirados perfiles de
figuras ejemplares como Maquiavelo, Montesquieu o Marx, se sentía mucho
más atraído por pensadores marginales, a quienes podía tornar ejemplares
y a los que podía utilizar para subrayar las cuestiones que le
interesaban. Tenía debilidad por los perdedores, especialmente si, en un
principio, sus puntos de vista le habían resultado antipáticos. No
importaba si su escritura era complicada y el razonamiento, a veces,
opaco. Berlin había aprendido que, si las estudiabas con intención
filosófica, ciertas mentes de segunda categoría enfrentadas a problemas
de primera categoría podían enseñarte más que mentes de primera
categoría perdidas en los matorrales. (Otra razón, quizás, por la que
abandonó la filosofía analítica.)
Resultaba evidente que le
gustaba recoger las deslavazadas obras completas de un pensador medio
olvidado, o considerado totalmente inaceptable, y encontrar en ellas
dramas de alta filosofía. Su acercamiento era exactamente el contrario
al que realizan los historiadores intelectuales de la actualidad, que
parecen empeñados en colocar a los pensadores en contextos sociales tan
estrechos que el significado general de sus ideas desaparece. Hay un
impulso deflacionario detrás de la obra de esos autores que es difícil
de comprender. Berlin no tenía interés en clavar a los pensadores con
una tachuela para clasificarlos. Si acaso, se le podría acusar de
exagerar su importancia si creía que al hacerlo contribuía a revivir un
importante problema filosófico.
Cualquiera que haya tratado de
escribir retratos filosóficos sabe lo fácil que es fracasar. La
paciencia es necesaria. En lugar de abalanzarse sobre ideas que saltan
de la página, uno debe inicialmente suspender el juicio crítico y
rendirse al autor –reculer pour mieux sauter, como dicen los
franceses–. Berlin lo describía como algo parecido a “sentirse-uno-en”
la mente de alguien que lidia con un puñado de ideas, la misma clase de
simpatía que a Herder le parecía necesaria para comprender una cultura
ajena. En Contra Sainte-Beuve, Proust ofrecía una metáfora musical para descubrir cómo leía de joven:
En cuanto leía a un autor, enseguida percibía debajo de las palabras una especie de melodía que en cada autor es distinta que en los demás, y sin darme cuenta empezaba a “cantar con él”, acelerando o ralentizando o interrumpiendo las notas mientras leía, marcando sus medidas y regresos como hace uno cuando canta, y esperando un cierto tiempo, dependiendo del tempo de la canción, antes de pronunciar el final de una palabra [...] Y creo que el niño que había en mí y se divertía así debe ser el mismo que tiene un oído sensible y preciso para oír la sutil armonía que otros no oyen entre dos impresiones o ideas.
Berlin
tenía este mismo don. No solo oía afinidades entre argumentos
aparentemente no relacionados de una misma obra, sino que detectaba
motivos intelectuales que aparecían en pensadores que escribían en
tiempos y lugares muy distintos. Como frases melódicas que migran
imperceptiblemente de canciones tradicionales a sinfonías, donde se
libera su potencial musical, estos motivos reflejan problemas que los
pensadores han tratado de articular con un éxito solo parcial. Son
pistas. Y, si las sigues, como hacía Berlin, descubres dónde están las
más profundas dificultades filosóficas.
Las recompensas de esta
clase de investigación pueden verse en los influyentes escritos de
Berlin sobre la Contrailustración. Para ser estrictos, la
Contrailustración no existió, no hubo un club al que afiliarse ni una
serie de doctrinas que profesar. Fue un término que Berlin utilizó para
identificar a un grupo de pensadores modernos disidentes, consternados
por las tendencias dominantes en el pensamiento europeo desde el siglo XVII,
que consideraban equivocadas y potencialmente destructivas.
Giambattista Vico, que escribió en el Nápoles provinciano de principios
del siglo XVIII, se expresaba de manera muy diferente a
Hamann y Herder, que lo hacían en la Gran Prusia de Federico el Grande, o
Bonald y Joseph de Maistre exiliados tras la Revolución francesa. Pero
su convicción compartida de que algo horriblemente malo le había pasado a
la filosofía les inspiró a plantear desafíos relacionados, y muy
serios, a la reinante perspectiva ilustrada. En parte gracias a Berlin,
hoy los lee gente interesada en problemas filosóficos relacionados con
la mente, el lenguaje, la ciencia, la epistemología, la cultura, la
historia y la autoridad política. Pero los escritos de Berlin sobre
ellos señalan asuntos aún más profundos.
Leyendo amplia y
afectuosamente sus escritos, Berlin empezó a comprender que lo que en
última instancia estaba en juego para ellos no era el lenguaje o la
epistemología, ni siquiera la política en un sentido estricto. Era el
bien humano en su sentido general. Lo que la Contrailustración veía en
las obras de Bacon y Descartes, Hobbes y Locke, Kant y Lessing, Voltaire
y los editores de la Enciclopedia era un acto ciego de
reafirmación humana cuyas consecuencias nadie se había tomado la
molestia de calcular (con la posible excepción de Rousseau).
Aunque
uno admitiera que sus obras establecían sólidos fundamentos para el
conocimiento humano y el progreso científico, seguían pendientes
cuestiones mucho más fundamentales. ¿Para qué sirven el conocimiento y
la ciencia? ¿Qué función deberían desempeñar en las vidas de los seres
que en realidad somos, no las criaturas que imaginamos ser? La gente que
está convencida de tener cierto conocimiento, ¿qué se hace a sí misma y
a los demás? ¿Qué costes psicológicos y sociales implica subvertir las
creencias establecidas? ¿Puede el escéptico vivir su escepticismo?
¿Pueden sociedades enteras –que deben unir a personas distintas
(incluidos los jóvenes y los analfabetos) para fines comunes y mandar a
algunos de ellos a la muerte– vivir con incertidumbre sobre asuntos
decisivos?
Los filósofos de los primeros tiempos de la Modernidad
que se enfrentaban a la resistencia de la autoridad religiosa se vieron
obligados a pensar en estas cuestiones. La mayoría, imaginando que la verité vaut bien une messe,
se arrodillaban en público mientras trabajaban en su obra
revolucionaria en privado; unos pocos, como el osado Bacon,
desarrollaban con precisión militar argumentos morales y políticos para
el avance del conocimiento. Pero a medida que la Ilustración ganaba
partidarios en los siglos siguientes y una parte más amplia de la
sociedad advertía los beneficios de la libre investigación, la presión
sobre los nuevos filósofos y científicos para que abordaran las
implicaciones más amplias de su trabajo disminuyó y dejó a quienes se
habían enfrentado a ellos como reaccionarios irracionales y
antifilosóficos. Al darle una importancia suprema a la pregunta ¿qué podemos saber?, suprimieron la más inquietante: ¿Por qué y qué deberíamos querer saber?
Lo
que Berlin consiguió fue utilizar la historia de las ideas para
recuperar esta última pregunta y hacerla de nuevo urgente. Si eso no
cuenta como actividad filosófica, es difícil saber para qué cuenta la
filosofía. Pero Berlin hizo más que eso, como demuestra el índice de Contra la corriente.
El libro se abre con su estudio de amplio alcance, “La
Contrailustración”, y termina con ensayos sobre el nacionalismo y
Georges Sorel, el francés defensor de la violencia revolucionaria. Es un
libro que puede leerse con provecho del principio al final o del final
al principio. De ambas formas muestra que los asuntos intelectuales
centrales de la Contrailustración han sido también centrales en la
experiencia histórica moderna, hasta los cruciales, horribles
acontecimientos que se entrometieron en la vida de Berlin en el siglo XX.
En el ensayo sobre Herzen y sus memorias, El pasado y las ideas, somos arrojados a una espiral de actividad revolucionaria en la Europa y la Rusia del siglo XIX,
en la compañía de un lúcido pesimista comprometido con el socialismo,
pero que desconfía de violentos fanáticos convencidos de que han
vislumbrado el definitivo final de la historia. Vemos lo que puede
pasarle a esa gente en el ensayo sobre Sorel, que reconstruye la
ensangrentada política de la voluntad desde el anarquismo de la Belle
Époque al fascismo italiano, después a la Revolución Cultural china e
incluso a los Panteras Negras. (Fue escrito en 1971.) Otros ensayos nos
presentan a Moses Hess y Benjamin Disraeli, cuyas muy distintas vidas
judías ilustran las complejidades morales y psicológicas de reconciliar
una pertenencia comunitaria heredada con ideales políticos universales.
El libro termina con una aleccionadora reflexión sobre cómo el legítimo
sentimiento nacional, que Berlin comprendía y creía que iba a persistir,
podía hacer metástasis en ideologías nacionalistas tendentes a borrar
la identidad de los demás.
Isaiah Berlin era un liberal, un hijo
de la Ilustración. Pero también era un adulto. Sabía que el exceso de
confianza de la Ilustración era un error, y que sus adversarios habían
planteado objeciones, especialmente sobre el valor del conocimiento, que
cualquier persona rigurosa debe tomar en serio. Pocos liberales son
liberales cuando se enfrentan a sus críticos. Berlin lo era. Les dejaba
hablar y escuchaba, aunque lo que los críticos expresaran tuviera la
forma de gritos o lamentos, o aunque en última instancia sus puntos de
vista, como los de Joseph de Maistre, le parecieran completamente
odiosos. Se convertían en “casos” que ofrecían lecciones de las que la
filosofía podía aprender, aunque sus escritos parecieran muy alejados de
la filosofía. Esto es lo que Berlin escribió sobre J. G. Hamann, cuyos
escritos airados, brillantes, casi místicos, inspiraron a los románticos
alemanes y el antirracionalismo filosófico moderno:
Hamann habla por los que oyen el grito del sapo debajo de la grada [...] Su propio grito procedía de una sensibilidad colérica: hablaba como un hombre sentimental ofendido por una pasión hacia el acercamiento cerebral; como un moralista que comprendía que la ética tiene que ver con relaciones entre personas reales [...] como un alemán humillado por un Occidente arrogante y, le parecía, espiritualmente ciego; como un humilde miembro de un orden social moribundo [...] Si Hamann no hubiera anunciado, aunque fuera de una manera peculiar, verdades demasiado desdeñosamente ignoradas por las escuelas racionales triunfantes, no solo en su propio siglo, sino en el gran progreso victoriano y su continuación en países que llegaron relativamente tarde a este festín de la razón, el movimiento que inició no habría tenido las formidables consecuencias que tuvo tanto en el pensamiento como en la acción, también en nuestro terrible siglo.
En cierto sentido,
los “casos” de Berlin en la historia de las ideas están más cerca en el
espíritu a las ciencias modernas que mucho de lo que hoy en día pasa
por filosofía. Los científicos son empiristas. Si se les pregunta si un
artilugio mecánico se partirá bajo condiciones de congelación, su primer
instinto es meterlo en un cubo de hielo y ver qué pasa. La biografía y
la historia son para el historiador de las ideas atraído por la
filosofía lo que los laboratorios son para los científicos (aunque no se
puede hacer nada para que la historia se repita). Uno puede sentarse en
la mesa de un seminario y tratar de comprender las verdaderas
condiciones de una afirmación y las inferencias que pueden
razonablemente extraerse de ella. Uno también puede observar las
inferencias que la gente ha extraído de ella en distintas
circunstancias, lo que pensó que implicaba y qué le inspiró a hacer.
Este ejercicio puede revelar intrigantes posibilidades intelectuales que
los miembros del seminario tal vez ignoren.
Un ejemplo. Cuando
era joven y vivía solo en Londres, Hamann tuvo una crisis religiosa
después de la cual se volvió violentamente contra la Aufklärer
alemana, incluido su viejo amigo Immanuel Kant. Pero en ese viaje
también descubrió el escepticismo de Hume y se convirtió en uno de sus
principales valedores en Alemania. Esto puede parecer sorprendente.
Después de todo, los argumentos de Hume sobre la incapacidad de la razón
para discernir la causa del efecto tenían por fin socavar las
afirmaciones de la religión y la realidad de los milagros en particular.
Con todo, Hamann sostenía que, al negar a la religión el apoyo de la
razón, Hume la había protegido además del escrutinio racional y había
dejado el campo abierto a la fe. En una carta a Kant señaló
ingeniosamente que “el filósofo ático, Hume, necesita la fe si desea
comerse un huevo y beberse un vaso de agua”. Esta visión idiosincrásica
del escepticismo moderno revela una genuina debilidad que Kant advirtió
inmediatamente: podría sancionar el irracionalismo. El reto planteado
por el amargo y oscuro Hamann fue lo que le puso en el camino de la Crítica de la razón pura.
Pero
en la historia de las ideas uno estudia, sobre todo, fracasos. Lo que,
como saben los científicos, es mucho más fructuoso que estudiar el
éxito. ¿Por qué los filósofos se equivocan? Los ensayos de Berlin
sugieren que en los “casos” interesantes tiene menos que ver con
razonamientos incorrectos o falta de imaginación que con el carácter de
alguien como ser humano o el momento en que escribió. Cada argumento
viene con un argumentador, y los argumentadores viven en la historia.
La
mayoría de los filósofos se enfurecen con afirmaciones como esta, por
la comprensible razón de que la gente cree que implica que la verdad es
“relativa” o ha sido “construida” (lo que sea que eso signifique), o que
la idea de verdad es una ficción. Pero también se enfurecen con la idea
de que saber algo acerca de esos hechos contingentes aporta algo
importante a la empresa filosófica. Saber que Kant era duro con su
criado Lampe, afirmarán, no nos dice nada sobre si su deducción de las
antinomias de la razón pura es válida. Lo cual es cierto, pero engañoso.
Cualquiera que se sumerja de vez en cuando en las obras de pensadores
importantes –obras menores, manuscritos inéditos, cartas– sabe que
normalmente son un todo. Parecen estar unidas por alguna fuerza
psicológica centrípeta, aunque el autor cambiara de opinión sobre
asuntos importantes. Lo sorprendente es en qué pocas ocasiones se
sorprende uno. Hace treinta años conocí a un estudioso del mundo clásico
que había ido a la universidad con un filósofo estadounidense que poco
antes se había hecho famoso por escribir un libro de gran éxito en el
que anunciaba que la filosofía no tenía fundamentos, que era solo una
forma de literatura. Cuando le pregunté por el autor, el estudioso me
dijo: “Odia la filosofía desde los dieciocho años.”
Recuerdo haber
pensado en ese momento que, no hacía mucho, yo había aprendido algo
sobre la relación entre la conciencia de uno mismo y la búsqueda de la
verdad. En los diálogos de Platón, lo que distingue a los interlocutores
de Sócrates de él no es su inteligencia, es su conciencia de sí mismos
en tanto que criaturas que hacen preguntas. A los sofistas les gusta
hacer bellos discursos llenos de argumentos engañosos, sin reflexionar
siquiera sobre la naturaleza del argumento y sus limitaciones. A los
viejos piadosos les gusta hablar con Sócrates hasta que él hace
tambalear sus creencias, momento en el que agachan la cabeza y se van a
los templos. Los jóvenes rebosantes de confianza en sí mismos quieren
impresionarle y ganarse su aprobación; cuando no lo consiguen se vuelven
crueles. Uno de los placeres culpables de leer a Platón consiste en
distinguir tipos humanos que afirman querer la verdad, cuando en
realidad lo único que buscan es la comodidad, el reconocimiento, la
dominación, la venganza o el apoyo a sus prejuicios morales y políticos.
Y la incomodidad experimentada al leer sobre ellos se debe a que, en
ocasiones, te topas contigo mismo. Los diálogos obligan a cualquiera que
crea que se preocupa por la filosofía a mirarse en el espejo y
preguntarse et tu?
Nada en la formación de los filósofos
académicos les alienta a escrutarse a sí mismos de esta manera. Pero la
historia de las ideas tal como la practicó Isaiah Berlin ofrece algo
parecido. Leyéndolo he tenido con frecuencia la sensación de que me
tomaban por el pescuezo y tiraban de mí hasta un punto en el que
finalmente tenía suficiente perspectiva sobre el pequeño abanico de
preguntas y respuestas de las que me ocupo. No creo ser el único. Deja
una sensación que mezcla humildad y entusiasmo. Humildad porque ves lo
estrecho de miras y poco original que has sido, hasta qué punto has
estado limitado por tu tiempo y tus inclinaciones, como tantos en el
pasado. Humildad porque descubres a viejos escritores que vivieron en
tiempos difíciles cuyo estatus marginal o heterodoxas formas de
expresión enmascararon ideas importantes de las que puedes aprender.
Humildad porque ves corrientes de pensamiento más grandes que nos llevan
sin que nos demos cuenta, y lo raro es que alguien nade contra ellas.
Pero
también está el entusiasmo, el que siente la gente joven cuando se
marcha de las provincias para ir a la metrópolis. Hay muchas más cosas
que pensar y de las que hablar filosóficamente, cuestiones de
importancia duradera, no acertijos triviales. Te sientes más libre.
Rousseau lo entendió justamente al revés: es en la ciudad donde somos
autónomos, no en el campo. Al ver muchas más posibilidades y
circunstancias (y fracasos), aprendemos a dejar de lado las niñerías y a
convertirnos en nosotros mismos. En sus ensayos, que trataron de tantos
autores de tantos siglos, Isaiah Berlin creó una especie de ciudad
intelectual que podemos explorar y en la que podemos volvernos más
sabios, un lugar en el que podemos empezar al fin a pensar por nosotros
mismos. Contra la corriente es una invitación abierta a visitar esa ciudad y unirnos a las cada vez más despobladas filas de los que no se dejan engañar.
Mark Lilla, Isaiah Berlin contra la corriente, Letras Libres, Enero 2014
Traducción de Ramón González Férriz.
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