L'escepticisme modern i el dogmatisme antic.
Según Diógenes Laercio (Vidas de los filósofos ilustres, I-16) existían básicamente dos tipos de filósofos en el mundo helénico: los dogmáticos y los escépticos. Los dogmáticos eran aquellos que “se expresan sobre las cosas como si fueran comprensibles”. En constrate, los escépticos antiguos negaban que podamos comprender la verdad y, mediante el empleo de la retórica y de la oratoria, aparentemente mostraban que la razón humana era capaz de defender un mismo “dogma” y el contrario. Este método escéptico acarreó la expulsión de los filósofos griegos de Roma en el siglo II d.C, acusados de pervertir a la juventud, después de que el escéptico Carnéades defendiera en dos discursos sucesivos ante los jóvenes romanos la importancia de la justicia y… de la injusticia. En la tradición islámica, el escepticismo está ligado al declive de la misma filosofía, una vez que se impusieran las tesis de Al-Gazhali contra “la incoherencia de los filósofos” en el siglo XII de nuestra era.
La historia de la duda y el escepticismo es apasionante, profunda, compleja, y poco conocida fuera de un diminuto grupo de especialistas que
no siempre trabajan en la universidad, y no es posible hacerla justicia
en este post. Lo que sí es imprescindible destacar aquí es el
importante giro en el significado de “dogma” y de “dogmático” debido a
la influencia de la teología cristiana. En su libro sobre la crisis de
la ciencia en la sociedad contemporánea, el periodista científico Carlos
Elías [*] explica que las oposiciones populares entre escépticos y
dogmáticos, y el estereotipo negativo asociado con el dogmatismo surgen,
en realidad, del desconocimiento de la tradición:
Por una serie de derivaciones históricas y filosóficas que exceden el contenido de este libro, la Iglesia católica realizó una traducción muy libre del término griego dogma. Para la Iglesia, dogma identifica aquellos postulados que deben ser creídos sólo porque así lo ordena la autoridad eclesiástica. Por tanto, jamás deben ser sometidos a debate, a examen, a demostración empírica o a cualquier variante de pensamiento racional. Dogma, para la Iglesia, es una verdad absoluta revelada por Dios que no es susceptible de ser discutida. A partir de aquí, el adjetivo dogmático adquiere connotaciones -al menos par la población con escasos conocimientos de filosofía- relacionadas con la superstición, la intransigencia, religión, irracionalidad, autoritarismo e, incluso, pedantería. Como antónimos de dogmático o dogmatismo tenemos flexibilidad, escéptico, sencillo e incluso racional o científico.
Probablemente los “escépticos” más distinguidos de la cultura
científica contemporánea serían reconocidos en el mundo antiguo como
filósofos dogmáticos. Para poner algunos ejemplos de sobra conocidos,
Carl Sagan, Richard Dawkins, o James Randi son escépticos con respecto a
la astrología, el creacionismo o la parapsicología, pero ninguno ha
cuestionado nunca la capacidad de la ciencia natural para alcanzar
juicios (“dogmas” en el sentido originario) verdaderos. Bien al
contrario, son justo estos “dogmas” y teorías los que les permiten
desmarcarse rigurosamente de las opiniones pseudocientíficas.
De hecho, este moderno “escepticismo cientifico”, caracterizado por
su intolerancia dogmática contra las pseudociencias y las supersticiones
(desde luego los científicos deben mostrarse a su vez tolerantes con
las hipótesis razonables y contrastables) no deriva únicamente de los
filósofos dogmáticos griegos, también es deudor de los teólogos
dogmáticos cristianos que lucharon abiertamente, a diferencia de los
filósofos antiguos, contra la pseudociencia y la superstición. Esto no
es asombroso, considerando las raíces históricas religiosas en las que
arraiga la tradición científica occidental. En efecto, los politeístas
griegos o romanos eran mucho más tolerantes con las supersticiones que
los monoteístas judíos y cristianos, cuya tradición prohibía
expresamente las después llamadas “pseudociencias” como verdaderas
abominaciones (Deuteronomio, 18, 9-12). No debe olvidarse que, en un
principio, la lucha contra la magia (especialmente contra la magia
“negra” a la que se atribuía un origen demoníaco) y las supersticiones
paganas poseía una razón teológica muy alejada del racionalismo. Agustín
de Hipona, por otra parte el gran ideólogo de la inquisición, se reía
con Cicerón de los augures, y se burlaba de la “turbamulta de dioses”
romanos, a cuya adoración culpaba de la decadencia del imperio. Sobre la
astrología escribía (La ciudad de Dios, V-I):
¿Qué posibilidad se le deja a Dios, dueño de los astros y de los hombres, para juzgar los actos humanos, sometidos a la fatalidad astral? “No son las estrellas -dirán, quizás- quienes deciden a su arbitrio tales acontecimientos, con el poder recibido, naturalmente, el Dios supremo, ellas no hacen más que cumplir puntualmente las órdenes divinas al tomar esas fatales determinaciones.” En este caso ¿habrá que atribuir al mismo Dios lo que nos pareció indigno de la voluntad de las estrellas? (…) Concedamos que no hablan con propiedad y que deberían tomar de los filósofos su lenguaje a la hora de predecir lo que creen encontrar en las posiciones astrales: ¿Qué es lo que sucede, que nunca han podido explicar por qué en la vida de los mellizos hay tal diversidad en sus actos y sus resultados, en sus habilidades, en los honores recibidos y demás circunstancias de la vida humana, incluso en la misma muerte, hasta el punto de que se encuentran casos mucho más parecidos en este aspecto entre extraños que entre los mismos gemelos, separados al nacer por un insignificante espacio de tiempo, y concebidos los dos en un mismo instante, por un sólo acto de sus padres?
La intolerancia de los teólogos contra las supersticiones aumentó
dramáticamente a partir del siglo XVI, sobre todo a causa de la reforma
protestante, asfaltándose el camino hacia lo que mas tarde se llamaría
“secularización” y “desencantamiento”. Con su insistencia en una
sociedad racionalmente organizada, basada en una piedad austera y menos
sacramental, la cultura reformada fué haciéndose cada vez más
intransigente contra las formas consideradas “entusiastas” e
irracionales de religiosidad (de ahí que las más histéricas cazas de
brujas prendieran preferentemente en los países protestantes del norte,
mucho más intolerantes con la irracionalidad que los católicos). Como
explica Charles Taylor, y
en su momento se lamentaban los críticos católicos, el “deísmo
providencial” protestante contribuyó (aunque no de forma intencional) al
desarrolló del racionalismo, del naturalismo y aún de la impiedad, en
mayor medida quizás que los naturalistas griegos, vindicados a partir
del renacimiento, y aún más que el desarrollo de la misma ciencia
moderna experimental con su promesa de ir plus ultra de la ciencia y mentalidad medievales.
Si examinamos la historia de la ideas, no debe llevar a escándalo que
los escépticos modernos también les deban cosas a los dogmáticos
griegos, a los teólogos, y aún a los inquisidores cristianos, antes que a
los “verdaderos” escépticos antiguos. También es un hechos conocido que
la astronomía científica procede en buena medida de la astrología, o la
química científica de la alquimia, sin que nadie informado se rasgue
las vestiduras ni se le ocurra equiparar el laboratorio de un alquimista
con las instalaciones del CERN.
Eduardo Robredo Zugasti, Escépticos y dogmáticos, Cuaderno de cultura científica, 11/10/2011
Sobre el autor: es licenciado en Filosofía y autor del blog La revolución naturalista
[*] Elias. C. 2008. La razón estrangulada. La crisis de la ciencia en la sociedad contemporánea. Debate
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