La innocència dels experts i el saber polític.
El pasado 15 de febrero se hizo público el informe de la comisión de 9 personas —8 profesores y un vicepresidente del Banco Santander— nombrada por el ministro José Ignacio Wert para la reforma universitaria. Desde el llamado Informe Universidad 2000, esta fórmula ha sido la elegida para el avance de las reformas neoliberales de la Educación Superior en España por unos y otros gobiernos. Son “expertos objetivos”, pero detrás de cada comisión siempre encuentras algún banco o gran empresa.
Este viernes una
comisión de expertos sobre la reforma de las pensiones ha presentado su
informe final en el Ministerio de Empleo. Se trata de 12 personas,
de las cuales dos están vinculadas a la patronal de las cajas de
ahorro, una a un banco, mientras cuatro han trabajado en aseguradoras o
para su patronal. De 12, únicamente hay una mujer. Solo tres expertos
—un representante de UGT, otro de CC.OO y un miembro afín al PSOE—
parecían estar a favor de un sistema público de pensiones. Finalmente,
aunque estos tres emiten un voto particular, el representante de UGT es el único que ha votado en contra del informe.
Parece así evidente que la conformación de las comisiones de expertos
no son inocentes, ni plurales, ni equitativas. Pero aunque lo fueran,
seguiría siendo antidemocrático fijar reformas de leyes fundamentales
partiendo del criterio de estos denominados “expertos”. El problema no
reside solo en que sean instancias extraparlamentarias. En democracia
corresponde a la ciudadanía discutir las leyes, deliberar conjuntamente
sobre ellas y decidir. Desde el primer momento, es decir, desde la
fijación de la agenda y los temas a tratar, desde la formulación de los
problemas. Hay mecanismos participativos posibles para ello, otra
cuestión es que haya voluntad de ponerlos en marcha. Que exista un apoyo
técnico puntual que informe sobre lo que es o no posible no tiene nada
que ver con estas comisiones. El que los representantes con
responsabilidad de gobierno cedan este poder a los expertos vinculados
con patronales y bancos muestra, por enésima vez, que el vínculo que
estos establecen no es democrático sino oligárquico.
La tradición teórica occidental no ha sido ajena a la entronización de
los expertos. Hasta un autor que solemos considerar el adalid de la
participación directa moderna como Jean Jacques Rousseau, una vez que se
le lee despacio, muestra en realidad un sibilino desprecio por el
pueblo. Dice Roussseau en el Contrato Social que
antes de que se constituya la comunidad política, el pueblo —que no ha
tenido la oportunidad de educarse políticamente con buenas leyes— ha de
fiarlo todo a encontrar un Gran Legislador cuasidivino que redacte una
arquitectura legislativa sobre la que decidir. No es un lapsus de
Rousseau, pues luego nos dirá que en la Asamblea legislativa ciudadana
no es bueno deliberar en exceso, ya que enseguida se forman facciones
que arrasan con la voluntad general consensuada. En una metáfora
terrible para las minorías, la del “cuerpo” político, el ginebrino nos
viene a decir también que un dedo no puede ir por su lado mientras
cabeza y corazón están ordenando el camino.
Pero no
solo el pensador que tanto influyó en las revoluciones burguesas de
fines del XVIII pensaba de esta manera. En nuestro terrible siglo XX el
elitismo competitivo no se cansó de dibujar masas ignorantes para el
trabajo político, justificando así que fueran los “profesionales”
quienes tuvieran las manos libres en este terreno, al menos cada cuatro
años.
Con razón Jaques Rancière afirma, en El odio a la democracia,
que en nuestro “Estado oligárquico de derecho” se despolitizan las
cuestiones básicas de la vida pública cuando, al mismo tiempo, se niegan
las formas de dominación que recorren la sociedad. Esto es lo que
sucede con las “soluciones” técnicas, objetivas, que se nos ofrecen para
resolver los problemas políticos. Como prosigue Rancière, contra la
radical transgresión del “gobierno de cualquiera” siempre se alzará el
odio interminable contra la democracia de los que quieren mostrar
títulos para justificar su dominación, sea desde el nacimiento, la
riqueza o la ciencia.
En esta discusión se dan dos
distinciones que resulta preciso enfatizar. La primera afecta a la
diferencia entre lo objetivo y lo imparcial. El primer concepto suele
esgrimirse como garantía de neutralidad y asepsia por expertos que se
vanaglorian de estar libres de prejuicios. En realidad sufren la
omnipotencia de creerse seres casi divinos en su formulación de verdades
evidentes, verificadas y mayúsculas. Frente a ello, aquel que busca
desarrollar un juicio imparcial no oculta su nombre y apellidos, sus
experiencias de vida, su clase o su género. Su posición ideológica. En
definitiva, es consciente de su condición humana, y de que su combate
contra los prejuicios nunca le traerá una victoria total. Ser imparcial
supone una actitud honesta que se encamina a la escucha de diversos
puntos de vista, a la deliberación externa e interna a partir de datos
empíricos, informaciones plurales, testigos y testimonios verosímiles; a
la decisión meditada, pausada e informada.
Podemos
así aspirar a ser imparciales en nuestros juicios políticos, pero a
menos que nos consideremos marcianos, nunca lograremos ser neutralmente
objetivos.
La segunda de las distinciones es triple. No es lo mismo saber de política que tener una determinada información, ni que gozar de un conocimiento experto
de algún asunto concreto. Son tres cosas distintas. A menudo se
muestran estudios sobre desigualdades en el acceso a la información
política entre hombres y mujeres, o entre clases sociales. Quien goza de
menos tiempo para informarse, también de manera injusta suele tener
menos tiempo para actuar políticamente. Pero desconocer el nombre de un
ministro, o no estar al tanto de la última reforma educativa, no quiere
decir que no se sepa de política.
De la misma manera
hay gente que estudia y se forma en aspectos concretos de un asunto,
desde el comportamiento de un virus hasta el análisis de la
financiarización en Francia. En el caso especial del estudioso de la
política, este será como mucho experto en su campo académico —los
partidos, la conducta electoral o las teorías de la democracia, por
ejemplo—, del que conocerá aspectos puntuales que el resto de no expertos desconocerá; pero no sabrá
más de política que cualquier otro ciudadano. Y es que saber de
política es algo más profundo, y a la vez más cotidiano. Ya desde la
antigua Atenas se consideraba la sabiduría práctica ( phrónesis) como algo más complejo que el mero conocimiento.
Contaba Protágoras en el diálogo platónico del mismo nombre que hasta
que Hermes, por orden de Zeus, no repartió equitativamente entre los
seres humanos el respeto por el otro, el sentido de la justicia y los
lazos de amistad política, no fue posible la política ni
consecuentemente la construcción de las ciudades. Antes del reparto, las
gentes andaban aisladas, atemorizadas y por tanto amenazantes. El mito
nos recuerda así que aquellas capacidades políticas habitan en cada
persona desde tiempo inmemorial. El desarrollarlas es lo que nos
convierte en animales de polis, en ciudadanos plenos. El silenciarlas,
obviarlas o despreciarlas nos convierte en meros consumidores, votantes o
burócratas, si no en algo peor.
Saber de política
nos lo trae la propia experiencia, la reflexión, el tiempo del
pensamiento y del diálogo, también de la lectura; del contacto cotidiano
con los demás. A cada cual le vendrá de formas distintas. Recordemos
que en última instancia la democracia consiste en decidir entre todos
sobre lo que nos afecta a todos, es decir, sobre lo público. Y de eso,
queramos o no, sí que sabemos.
Saber de política nos
viene dado por nuestra condición humana y cívica, y en democracia se
deben cultivar las capacidades que lo posibilitan para tener ciudadanos
efectivamente demócratas. El mejor modo de hacerlo reside en fomentar la
participación política más allá de los rituales electorales. También es
importante cultivar la educación cívica, esas humanidades cada vez más
despreciadas por los currículos oficiales marcados por los expertos. Las
matemáticas sirven, y mucho; pero como ya dijera Aristóteles, son para
otra cosa. A la vez es preciso fomentar la cultura popular, el acceso
gratuito a sus representaciones, el autogobierno en los centros de
trabajo, y por supuesto cuidar en todo momento las libertades civiles y
políticas.
Marco Fabio Quintiliano afirmaba que “la
justicia, la equidad y el bien” estaban entre las principales
preocupaciones de la gente que frecuenta los campos, la plaza y el
mercado tanto como entre aquellos que pasan la vida en palacio. Y no le
faltaba razón. ¿Quién sabe mejor lo que necesita un barrio, las
pensiones o la universidad? ¿Aquellos que lo experimentan cada día, o el
“experto objetivo” de turno?
Cada asamblea, acto o
movilización nos lo está demostrando. Una persona desahuciada, parada,
estafada o expulsada del hospital por no tener papeles ni dinero sabe
mucho más de la crisis, de sus causas, injusticias y posibles salidas,
que el más docto de los llamados “sabios” o “expertos” de nuestra época.
Alguien con la sensibilidad de saber escuchar tiene tan solo
posibilidades de acercarse a esta sabiduría práctica. Quien participa en
una asamblea o un encierro logra una formación cívica de la que carece
cualquier ratón de biblioteca, por no hablar del experto a sueldo de las
grandes corporaciones. Erigirse por encima del resto con arrogancia,
servir de vocero del poder mostrando el curriculum
científico, arrogarse el privilegio de fijar los borradores que luego
serán leyes bajo el mantra del bien común, el patriotismo o la evidencia
empírica significa en última instancia, como diría Rancière, ahondar en
el profundo odio a la democracia que cada día pone en marcha la
oligarquía de este país.
Es por ello que el informe
final de la comisión de expertos sobre la reforma del sistema público de
pensiones habrá que leerlo, analizarlo y discutirlo con calma. Pero
desde su propia génesis resulta ilegítimo democráticamente hablando. No
nos sirve. Como todas las decisiones tomadas durante esta crisis, se ha
gestado a espaldas de la ciudadanía y sus conclusiones, por lo que vamos
conociendo, van una vez más contra esta misma ciudadanía.
Víctor Alonso Rocafort, Expertos, objetividad y odio a la democracia, el diario.es, 09/06/2013
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