La inconsciència domina els mercats.
Ha hecho fortuna en los relatos de la crisis la imagen de los mercados como fuerzas omnipotentes que doblegan a los Gobiernos: dioses invisibles y volubles que en la mediática babel global imponen las tablas de su ley sobre nuestras minúsculas vidas. Cabe plantear si una indagación sobre quiénes son y qué hacen los mercados ayudaría a entender la verdad de nuestra situación. De entrada, convendría aclarar que en el territorio de ese abstracto plural anónimo de “los mercados” no se encuentran, en realidad, más de unas 15 grandes instituciones financieras globales; las forman, básicamente, dos clases de profesionales: traders de élite y altos ejecutivos. Los primeros suelen ser hombres en torno a la treintena, que desarrollan complicados modelos estadísticos a la vez que mueven productos financieros entre sus clientes; tipos largos de adrenalina que enfocan su inteligencia obsesivamente a hacer dinero moviendo dinero, en forma de apuestas y coberturas sobre el precio futuro de acciones y bonos.
Los segundos, los ejecutivos globales, son intermediarios de lujo
entre grandes receptores de deuda (empresas, bancos comerciales,
Gobiernos…) y ahorradores (fondos soberanos, de pensiones, de riesgo…):
directivos de bagaje jurídico y financiero que pasan 200 días al año en
un avión y que cultivan una combinación muy persuasiva de lucidez,
dominancia, astucia con los datos y humor corrosivo. El negocio de la
banca de inversión consiste, en esencia, en dedicar a miles de
profesionales bien relacionados e intelectualmente dotados a acumular,
procesar y explotar sin descanso información sobre cómo se está moviendo
el dinero en el mundo.
Una razón particular del inquietante poder presente de los bancos de
inversión ha sido que desde mediados de los noventa ha habido mucho más
dinero que mover en el mundo. Una analogía sería la siguiente: para que
se incorpore un nuevo gran jugador al tablero del comercio mundial, “la
banca” debe prestarle dinero con que jugar; así, desde los bancos
centrales occidentales, a través de bajos intereses, empezó a circular
dinero hacia Asia con el que incorporar a la economía mundial su ingente
mano de obra, que requería complementarse con máquinas, diseños y
mercadotecnia occidentales. Al cabo de unos años, sin embargo, el nuevo
jugador se reveló demasiado ahorrativo, y empezó a acumular una enorme
cantidad de efectivo, que mantenía como préstamo a disposición de otros
jugadores gastosos. Con el tiempo, la creciente producción mundial llegó
a consumir tantos materiales y combustibles que se dispararon los
precios de los recursos naturales, y otros jugadores, los dueños de esos
recursos, se encontraron de golpe con divisa occidental a espuertas
para participar en el juego, un exceso de riqueza sobrevenida que sus
economías atrasadas no podían absorber y que siguieron aportando como
financiación barata adicional.
A mover esos dineros de aquí para allá se dedica, pues, un gran banco
de inversión, taumaturgo planetario que elige por qué sectores y países
apostar al alza o a la baja. El poder que da a sus ejecutivos la
información de años y años en la arena global es incomparable. Su
influencia en la política es directa: la agenda del secretario del
Tesoro de EE UU muestra que es con ellos con quienes más tiempo
despacha; Angela Merkel gustaba de mantener largas conversaciones con el
anterior presidente de Goldman Sachs, al que telefoneó inmediatamente
después de su primera reunión con George Bush. Crucialmente, el arsenal
de información en manos de esos altos ejecutivos se halla en la misma
organización que los departamentos de trading que diariamente cruzan apuestas sobre el valor de acciones y bonos.
Fueron esos bancos de inversión con sus dos almas los que inventaron
multitud de productos financieros con los que mover los capitales sin
fronteras: los bancos europeos pudieron invertir en fondos hipotecarios subprime
de bancos de EE UU sin que un supervisor bancario europeo se lo
prohibiera por excesivo riesgo, gracias a que una aseguradora de EE UU
les vendía un seguro contra impago de esas hipotecas (con las
consecuencias históricas conocidas… Casi todos rescatados). Disponer de
influencia al máximo nivel y, simultáneamente, tomar posiciones de
compra y venta sobre valores futuros es ensayar a diario la alquimia que
convierte la información en oro: por ejemplo, los traders
pueden apostar a que el bono de un país, considerado estable, tendrá que
pagar mucho más por sus intereses un año después, y, transcurrido ese
tiempo, orquestar un masivo bombardeo de informaciones negativas sobre
las finanzas de ese país, momento en el que, ya con los inversores en
pánico, ganarán su apuesta de subida del riesgo país.
¿Qué ocurriría en una liga de fútbol donde los árbitros fueran los
mayores apostantes de quinielas, tuvieran además acceso exclusivo a las
listas de jugadores lesionados y pudieran cambiar el calendario de
partidos? El fútbol sería un deporte francamente complicado de seguir.
El propio sistema, eso sí, tampoco carece de ironía sobre sí mismo. El
millonario inversor Warren Buffett resumía el ciclo de vida de un
producto de inversión en tres “íes”: lo crean los innovadores, lo
popularizan los imitadores y termina en manos de los inconscientes. Paul
Volcker, expresidente de la Reserva Federal, decía que la única
innovación beneficiosa que ha hecho la industria financiera en los
últimos 30 años es el cajero automático. En cuanto a la opacidad de los
mecanismos, en la hemeroteca se encuentra que, en 2006, un ministro con
la veteranía de Pedro Solbes manifestaba que, cuando en España se
consiguiese transparencia sobre la financiación exterior del sector
inmobiliario, ese día habríamos “dado un paso de gigante como país”.
Nada de todo esto, sin embargo, explica el fondo de lo que sucede en
Europa. Por mucha distorsión que induzcan esos árbitros-apostadores, en
el largo plazo no pueden ir contra la realidad, o perderán sus apuestas.
Para entender no basta con identificar los villanos convenientes.
Suele narrarse la creación del euro como fruto de un acuerdo entre
Francia, proclive a la moneda única, y Alemania, reticente a perder el
marco, con el fin de asegurar que la integración europea continuase
avanzando tras la unificación alemana. El historiador Tony Judt apunta
que, después de que Alemania y Francia llegaran a un acuerdo,
incrementaron enormemente los fondos estructurales para que las élites
políticas y empresariales de otros países como España tuvieran un
interés en la moneda única. Corrían principios de los noventa: después
llegaron la revolución industrial china, la avalancha de liquidez
mundial y un punto decisivo: un país exportador como Alemania debía
evitar que su tendencia a acumular el ahorro proveniente de sus saldos
comerciales positivos se tradujera en excesivo crédito interior, o la
subida de precios y salarios le restaría competitividad a su industria;
por eso los bancos y cajas alemanes tienden a apoyar sus exportaciones
nacionales moviendo financiación hacia los países compradores e
invirtiendo en activos de estos.
La conjunción de exceso de ahorro y multiplicación de productos
financieros transnacionales, típicamente intermediados por los bancos de
inversión, acabó en la sobredosis letal de sistemas financieros
enteros. El esfuerzo de los dirigentes europeos se concentra ahora en
pergeñar una unión bancaria: un esfuerzo ingente porque, como explican
los alemanes, en tanto en cuanto no haya reglas sólidas de control no
darán más solidaridad clara.
¿Qué aprenderemos los españoles de esto? A estas alturas, antes que
más culpables en los que desahogar más rabia, necesitamos sobre todo
encontrar palabras y tomar decisiones para ser más sociedad, más
democracia, más Europa. Quizás todo habría ido mejor si en vez de
deslumbrarnos por nuestro milagro hubiéramos seguido llamando
“endeudamiento” a “apalancamiento”, “intermediarios avispados” a los traders
de élite y “comisionistas de operaciones” a los banqueros de inversión.
Cuando la lección esencial es que todos somos más vulnerables y menos
dueños de un futuro imperfecto, podríamos simplemente discutir mejor
sobre qué hace que una sociedad sea una sociedad y una vida merezca la
pena ser vivida, hasta dar con las ideas que necesitamos hallar o
recuperar. Seguro que todavía nos quedan muchas palabras que encontrar
en las lenguas de España.
Emilio Trigueros, Los dioses del desorden, El País, 13/06/2013
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