Hannah Arendt, algú que pensa, algú que dubta.
“Para los judíos, el papel que desempeñaron sus dirigentes en la
destrucción de su propio pueblo constituye, sin duda alguna, uno de los
más tenebrosos capítulos de la tenebrosa historia de los padecimientos
de los judíos en Europa”, escribió Arendt en el ensayo. La colaboración
con los verdugos, he ahí la bomba que dinamitó el trabajo de Hannah y,
como consecuencia, también su vida. Una existencia ya marcada por su
amor juvenil con el hombre que la enseñó a pensar, Martin Heidegger,
mito de la filosofía caído del púlpito tras su adhesión al Partido Nazi,
relación que también aborda la película a través de flashbacks. Son las
contradicciones del ser humano, de la vida, así de perra, así de cruel.
Von Trotta, lejos de la hagiografía, también se hace eco de las
acusaciones de ciertos círculos judíos contra la teoría, y coloca
reiteradamente a su criatura en una posición que usa como imagen clave
de la película, y que incluso le sirve como plano final: Hannah
recostada en un sofá, dormitando, cigarro perpetuo entre los dedos,
cenicero a un lado. ¿Qué muestra? Alguien que piensa, alguien que duda.
“Donde todos son culpables, nadie lo es. Las confesiones de una
culpa colectiva son la mejor salvaguardia contra el descubrimiento de
los culpables”, escribió en Sobre la violencia. En estos tiempos de
cerrazón, de palabras vanas, de corrección política y de reiteración de
esquemas faltos de personalidad, experimentar en el cine las vivencias
de alguien como ella es un agradecido volcán de sabiduría.
Se podría decir que Hannah Arendt es la película ideal para
cualquier estudiante de Filosofía, de Derecho, de Ciencias Políticas, de
Sociología, de Periodismo. ¿Solo estudiantes? No, también para los
profesionales que aún tengan la capacidad de dudar, cada vez menos, de
hacerse preguntas. Pensar, no como Eichmann, para intentar llegar a
certezas.
Javier Ocaña, Dudar, pensar, tal vez vivir, El País, 21/06/2013
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