Una situació wittgensteniana.

Aquellos aspectos de las cosas que son más importantes para nosotros permanecen ocultos debido a su simplicidad y familiaridad. (No somos capaces de percibir lo que tenemos continuamente ante los ojos.) Los verdaderos fundamentos de la investigación no se hacen evidentes ni mucho menos.
WITTGENSTEIN
Lo que Wittgenstein escribe aquí, sobre epistemología, podría aplicarse a aspectos de la propia fisiología y de la psicología, sobre todo en relación con lo que Sherrington llamó una vez «nuestro sentido secreto, nuestro sexto sentido», ese flujo sensorial continuo pero inconsciente de las partes móviles del cuerpo (músculos, tendones, articulaciones), por el que se controlan y se ajustan continuamente su posición, tono y movimiento, pero de un modo que para nosotros queda oculto, por ser automático e inconsciente.

El resto de nuestros sentidos (los cinco sentidos) están abiertos, son evidentes pero esto (nuestro sentido oculto) hubo de, digamos, descubrirlo Sherrington, en la década de 1890. Le llamó propriocepción, para distinguirlo de la «exterocepción» y de la «interocepción», y, además, por ser imprescindible para que el individuo tenga un sentido de sí mismo; porque si sentimos el cuerpo como propio, como propiedad» nuestra, es por cortesía de la propriocepción. (Sherrington 1906, 1940)

¿Hay algo que sea más importante para nosotros, a un nivel básico, que el control, la propiedad y el manejo, de nuestro propio yo físico? y sin embargo es algo tan automático, tan familiar, que no le dedicamos jamás un pensamiento.

Jonathan Miller produjo una maravillosa serie de televisión, The Body in Question, pero el cuerpo, no se pone en cuestión normalmente: nuestro cuerpo es algo que está fuera de duda, o quizás por debajo de ella... está ahí sin más, indiscutiblemente. Este carácter indiscutible del cuerpo, su certeza, es, para Wittgenstein, el principio y la base de todo conocimiento y de toda certeza. Así, en su último libro (Sobre la certeza), comienza diciendo: «Si sabes que aquí hay una mano, te otorgaremos todo lo demás». Pero luego, siguiendo el mismo razonamiento, en la misma página primera: «Lo que podemos preguntar es si puede tener sentido dudarlo...»; y, poco después: «¿Puedo dudarlo? ¡Faltan bases para la duda!».

En realidad su libro podría titularse Sobre la duda, en vez de Sobre la certeza, pues se caracteriza por la duda, tanto como por la afirmación. Se pregunta concretamente (y nosotros por nuestra parte podríamos preguntarnos, si estos pensamientos no tendrían como estímulo su trabajo con pacientes en un hospital, durante la guerra), se pregunta, repetimos, si puede haber situaciones o condiciones que priven al individuo de la certeza del cuerpo, que le den motivos para dudar del propio cuerpo, hasta llegar incluso a perder el cuerpo completo en la duda total. Esta idea parece rondar por su último libro como una pesadilla.

Christina era una joven vigorosa de veintisiete años, aficionada al hockey y a la equitación, segura de sí misma, fuerte, de cuerpo y de mente. Tenía dos hijos pequeños y trabajaba como programadora en su casa. Era inteligente y culta, le gustaba el ballet y los poetas laquistas (pero no, tengo la impresión, Wittgenstein). Llevaba una vida activa y plena, no había estado enferma prácticamente nunca. De pronto, y la primera sorprendida fue ella, a raíz de un acceso de dolor abdominal, se descubrió que tenía piedras en la vesícula y se aconsejó la extirpación de ésta

Ingresó en el hospital tres días antes de la fecha de la operación y se la sometió a un régimen de antibióticos como profilaxis microbiana. Era simple rutina, una precaución, y no se esperaba complicación alguna. Christina lo sabía muy bien y, siendo como era una persona razonable, no se angustiaba demasiado.

Aunque poco dada a sueños o fantasías, el día antes de la intervención tuvo un sueño inquietante de una extraña intensidad. Se tambaleaba aparatosamente, en el sueño, no era capaz de sostenerse en pie, apenas sentía el suelo, apenas tenía sensibilidad en las manos, notaba sacudidas constantes en ellas, se le caía todo lo que cogía.

Este sueño le produjo un gran desasosiego. «Nunca había tenido un sueño así», dijo. «No puedo quitármelo de la cabeza.»... Un desasosiego tal que pedimos la opinión del psiquiatra. «Angustia preoperatoria», dijo éste. «Perfectamente normal, pasa constantemente.»

Pero luego, aquel mismo día, el sueño se hizo realidad. Christina se encontró con que era incapaz de mantenerse en pie, sus movimientos eran torpes e involuntarios, se le caían las cosas de las manos.

Se avisó de nuevo al psiquiatra, que pareció irritarse por ello, pero que parecía también, en un principio, dudoso y desconcertado. «Histeria de angustia», dijo al fin, en tono despectivo. «Son síntomas típicos de conversión, pasa constantemente.»

Pero el día de la operación Christina estaba peor aún. No podía mantenerse en pie... salvo que mirase hacia abajo, hacia los pies. No podía sostener nada en las manos, y éstas «vagaban»... salvo que mantuviese la vista fija en ellas. Cuando extendía una mano para coger algo, o intentaba llevarse los alimentos a la boca, las manos se equivocaban, se quedaban cortas o se desviaban descabelladamente como si hubiese desaparecido cierta coordinación o control esencial.

Apenas podía mantenerse incorporada... el cuerpo «cedía». La expresión era extrañamente vacua, inerte, la boca abierta hasta la postura vocal había desaparecido.

-Ha sucedido algo horrible -balbucía con una voz lisa y espectral-. No siento el cuerpo. Me siento rara... desencarnada.

Resultaba muy extraño oír aquello; era horrible, desconcertante. «Desencarnada»... ¿estaba loca? pero, ¿cuál era, entonces su estado físico? El colapso de la condición tónica y muscular, de la cabeza a los pies; la pérdida de control de las manos, de las que no parecía tener conciencia; las sacudidas y desviaciones que parecían indicar que no recibiese información alguna de la periferia, que los mecanismos de control del tono y el movimiento se hubiesen des integrado catastróficamente.

-Es un comentario muy extraño -dije a los residentes-. Es casi imposible imaginar qué podría provocar un comentario así.

-Es problema de histeria, doctor Sacks... ¿no dijo eso el psiquiatra?

-Sí, eso dijo. ¿Pero ha visto usted alguna vez una histeria como ésta? Plantéeselo fenomenológicamente... considere lo que ve como un fenómeno auténtico en el que su estado corporal y su estado mental no son ficciones, sino un todo psicofísico. ¿Qué es lo que podría dar este cuadro en que tanto la mente como el cuerpo parecen minados ? No es que pretenda ponerle a prueba -añadí-. Estoy tan desconcertado como usted. Jamás había visto ni imaginado una cosa así...

Me puse a pensar, se pusieron a pensar, pensamos juntos.

-¿Podría ser un síndrome biparietal? -preguntó uno de ellos.

-Es una situación de «como si» -contesté-: como si los lóbulos parietales no recibiesen la información habitual de los sentidos. Hagamos una prueba sensorial... y examinemos también la función del lóbulo parietal.

Lo hicimos y empezó a delinearse un cuadro. Parecía haber un déficit proprioceptivo muy profundo, casi total, desde las puntas de los dedos de los pies a la cabeza... los lóbulos parietales funcionaban, pero no tenían nada con lo que funcionar. Christina podía tener histeria, pero tenía bastante más que eso, tenía algo que ninguno de nosotros había visto ni imaginado nunca. Hicimos una llamada de emergencia, pero no al psiquiatra, sino al especialista en medicina física, al fisiatra.

Llegó enseguida, ante la urgencia de la llamada. Se quedó boquiabierto cuando vio a Christina, la examinó rápida y concienzudamente, y luego hizo pruebas eléctricas de la función muscular y nerviosa. «Esto es absolutamente inaudito.» «Nunca en mi vida he visto ni leído una cosa así. Ha perdido toda la propriocepción. Tienen razón ustedes, de la cabeza a los pies. No tiene la menor sensibilidad de músculos, tendones o articulaciones. Hay una pérdida ligera de otras modalidades sensoriales: el roce leve, la temperatura y el dolor, y una participación superficial de las fibras motoras, también. Pero lo que ha soportado el daño es predominantemente el sentido de la posición, la propriocepción. »

-¿Cuál es la causa? -preguntamos.

-Los neurólogos son ustedes. Determínenla.

Por la tarde Christina estaba aun peor. Yacía inmóvil e inerte; hasta la respiración era superficial. Su situación era grave (pensábamos en un respirador) además de extraña.

El cuadro que nos reveló el drenaje espinal indicaba polineuritis aguda, pero una polineuritis de un tipo absolutamente excepcional: no como el síndrome de Guillain-Barré, con su complicación motora abrumadora, sino una neuritis puramente (o casi puramente) sensorial, que afectaba a las raíces sensitivas de los nervios craneales y espinales a través del neuroeje.

Se aplazó la operación; habría sido una locura dadas las circunstancias. Era mucho más urgente aclarar estas cuestiones: “¿Sobrevivirá? ¿Qué podemos hacer?"

-¿Cuál es el veredicto? -preguntó Christina con voz apagada y una sonrisa aun más apagada, después de que analizamos el fluido espinal.

-Tiene usted esa inflamación, esa neuritis... -empezamos, y le dijimos todo lo que sabíamos. Si nos olvidábamos algo, o eludíamos algo, sus preguntas precisas nos obligaban a aclararlo y a revelarlo.

-¿Qué posibilidades hay de mejora? -exigió.

Nos miramos, la miramos:

-No tenemos ni idea.

El sentido del cuerpo, le expliqué, lo componen tres cosas: la visión, los órganos del equilibrio (el sistema vestibular) y la propriocepción... que es lo que ella había perdido. Normalmente operan los tres juntos. Si uno falla, los otros pueden suplirlo... hasta cierto punto. Le hablé concretamente de mi paciente el señor MacGregor, que, incapaz de utilizar sus órganos del equilibrio, utilizaba en su lugar la vista Y de pacientes con neurosífilis, tabes dorsalis, que tenían síntomas similares, pero limitados a las piernas... y expliqué también cómo habían suplido esta deficiencia recurriendo a la vista. Y expliqué también que si se pedía aun paciente de este tipo que moviera las piernas, éste podía muy bien decir:

-Por supuesto, doctor, en cuanto las encuentre.

Christina escuchó atenta, muy atenta, como con una atención desesperada.

-Lo que yo tengo que hacer entonces -dijo muy despacio- es utilizar la vista, usar los ojos, en todas las ocasiones en que antes utilizaba, ¿cómo le llamó usted?.. la propriocepción. Ya me he dado cuenta -añadió pensativa- de que puedo “perder" los brazos. Pienso que están en un sitio y luego resulta que están en otro. Esta «propriocepción» es como los ojos del cuerpo, es la forma que tiene el cuerpo de verse a sí mismo. Y si desaparece, como en mi caso, es como si el cuerpo estuviese ciego. Mi cuerpo no puede «verse» si ha perdido los ojos, ¿no? Así que tengo que vigilarlo... tengo que ser sus ojos. ¿No?

-Sí -dije- eso es. Podría usted ser fisióloga.

-Tendré que ser algo así como una fisióloga, sí -contestó-, porque mi fisiología se ha descompuesto y puede que no se recomponga nunca de modo natural...

Era una suerte que Christina mostrase tanta fortaleza mental desde el principio, porque, aunque la inflamación aguda cedió y el fluido espinal recuperó la condición normal, la lesión de las fibras proprioceptivas persistió... de modo que no hubo ninguna recuperación neurológica en una semana, ni en un año. En realidad no ha habido mejora en los ocho años que han pasado ya... aunque haya conseguido llevar una vida, una vida especial, mediante adaptaciones y ajustes de todo género, no sólo neurológicos, sino también emotivos y morales.

Aquella primera semana Christina no hizo nada, estaba en la cama echada, pasiva, no comía apenas. Estaba en un estado de conmoción total, dominada por el horror y la desesperación. ¿Cómo iba a ser su vida si no se producía ninguna recuperación natural? ¿Qué clase de vida iba a ser si tenía que realizar todos los movimientos de modo artificial? ¿Qué clase de vida iba a poder vivir, sobre todo, si se sentía desencarnada?
Luego, como suele pasar, la vida se afirmó y Christina empezó a moverse. Al principio no podía hacer nada sin utilizar la vista, y se derrumbaba en una masa inerte y desvalida en cuanto cerraba los ojos. Al principio tuvo que controlarse con la vista, mirando detenidamente cada parte del cuerpo cuando la movía, desplegando un cuidado y una vigilancia casi dolorosos. Sus movimientos, controlados y regulados conscientemente, eran al principio torpes, artificiales en sumo grado. Pero luego, y aquí nos sorprendimos los dos muchísimo, afortunadamente, por el poder de un automatismo progresivo que crecía a diario, luego sus movimientos empezaron aparecer más delicadamente modulados, más armónicos, más naturales (aunque seguían dependiendo totalmente del uso de la vista).

De un modo progresivo ya, semana a semana, a la retroacción inconsciente normal de la propriocepción fue sustituyéndola una retroacción igualmente inconsciente a través de la visión, mediante un automatismo visual y unos reflejos cada vez más integrados y fluidos. ¿Era posible también que estuviese sucediendo algo más trascendental? ¿Era posible que el modelo visual del cuerpo del cerebro, o imagen del cuerpo, normalmente bastante débil (falta, claro, en los ciegos) y subsidiaria normalmente del modelo proprioceptivo del cuerpo, era posible, en fin, que ese modelo, ahora que el modelo proprioceptivo del cuerpo se había perdido, estuviese adquiriendo, por compensación o sustitución, una fuerza extraordinaria, excepcional, potenciada? Y a esto podría añadirse también un incremento compensatorio de la imagen o modelo vestibular del cuerpo... en una cuantía superior ambas a lo que habíamos supuesto o esperado.

Hubiese o no un mayor uso de la retroacción vestibular, había sin duda un mayor uso de los oídos, retroacción auditiva. Lo normal es que ésta sea subsidiaria y un poco intrascendente al hablar... El habla se conserva normal si estamos sordos debido a un resfriado, y algunos sordos congénitos pueden adquirir un dominio del habla prácticamente perfecto. Esto se debe a que la modulación del habla es normalmente proprioceptiva, se halla gobernada por impulsos que afluyen de todos nuestros órganos vocales. Christina había perdido este aflujo normal, esta aferencia, y había perdido su postura y tono vocales proprioceptivos normales, y tenía que recurrir por ello a los oídos, retroacción auditiva, como sustitutos.

Además de estas formas nuevas compensatorias de retroacción, Christina empezó a desarrollar también (fue en principio deliberado, consciente pero fue haciéndose inconsciente y automático) varias formas de «acción positiva» nueva y compensatoria (contó en todo esto con la ayuda de un personal médico de rehabilitación inmensamente comprensivo y capaz).

Así, en el momento que se produjo la catástrofe, y durante un mes después, más o menos, Christina permaneció tan inerte como una muñeca de trapo, no era capaz siquiera de mantenerse sentada erguida. Pero tres meses después me quedé estupefacto al verla sentada muy correctamente... demasiado correctamente, esculturalmente, como una bailarina sorprendida a media pose y pronto comprendí que se trataba, en realidad, de una pose, adoptada y sostenida de modo consciente o automático, una especie de posición forzada o premeditada o histriónica, para compensar la carencia constante de una postura natural auténtica. Como había fallado la naturaleza, Christina recurría al «artificio», pero el artificio lo sugería la naturaleza y pronto se convirtió en «segunda naturaleza». Lo mismo con la voz... al principio se había mantenido casi muda.

También la voz era algo proyectado, como para un público desde un escenario. Era una voz artificiosa, teatral, no por histrionismo o perversión en las motivaciones, sino porque aún no había postura vocal natural.y lo mismo pasaba con la cara, que aún tendía a mantenerse un tanto lisa e inexpresiva (aunque sus emociones interiores fuesen de una intensidad plena y normal), debido a la falta de postura y de tono facial proprioceptivo, a menos que recurriese a una intensificación artificial de la expresión (lo mismo que los pacientes con afasia pueden adoptar inflexiones y énfasis exagerados).

Pero todas estas medidas eran, como mucho, parciales. Hacían la vida posible, pero no normal. Christina aprendió a caminar, a coger un transporte público, a desarrollar las actividades habituales de la vida, pero sólo ejercitando una gran vigilancia y haciendo las cosas de un modo que resultaba extraño, y que podía descomponerse si dejaba de centrar la atención. Así, si comía mientras hablaba, o si su atención estaba en otra parte, asía el tenedor y el cuchillo con terrible fuerza, las uñas y las yemas de los dedos se quedaban sin sangre debido a la presión; pero si aflojaba un poco aquella presión dolorosa, podía muy bien caérsele el cubierto... no había punto intermedio, no había modulación alguna.

Así, aunque no había rastro de recuperación neurológica (recuperación de la lesión anatómica de las fibras nerviosas) había, con la ayuda de terapia intensiva y variada (estuvo en el hospital, o en el pabellón de rehabilitación, casi un año), una recuperación funcional muy considerable, es decir, la capacidad de funcionar utilizando varios sustitutos y otras artimañas. Christina pudo al fin dejar el hospital, irse a casa, volver con sus hijos. Pudo volver a su terminal de ordenador casera, que pasó a manejar con una eficiencia y una destreza extraordinarias, dado que había que hacerlo todo a través de la vista y no del tacto. Había aprendido a arreglárselas para seguir viviendo... pero, ¿cómo se sentía? ¿Habían eliminado los substitutos aquella sensación desencarnada de que hablaba al principio?

La respuesta es que no, en absoluto. Sigue sintiendo, con la pérdida persistente de propriocepción, el cuerpo como muerto, como algo no real, no suyo... algo que no puede apropiarse y no es capaz de encontrar palabras que expresen ese estado, Sólo puede recurrir a analogías derivadas de otros sentidos: «Tengo la sensación de que mi cuerpo es ciego y sordo a sí mismo... no tiene sentido de sí mismo». Son palabras suyas. No encuentra palabras, palabras directas, para describir esta privación, esta oscuridad (o silencio) sensorial emparentado con la ceguera ola sordera.

Ella no tiene palabras y nosotros carecemos de ellas también y la sociedad carece de palabras, de comprensión, para estados como éste. A los ciegos se los trata al menos con solicitud: podemos imaginar cuál es su estado y los tratamos de acuerdo con ello. Pero cuando Christina, torpe y laboriosamente, sube a un autobús, sólo provoca comentarios furiosos e incomprensión: «¿Qué le pasa a usted, señora? ¿Está ciega... o borracha?». ¿Qué puede contestar ella: ¿«No tengo propriocepción»? La falta de comprensión y de apoyo social es una prueba más que ha de soportar: inválida, pero con la naturaleza de su invalidez poco clara (no está, después de todo, claramente ciega o paralítica, no se le aprecia nada claramente) tienden a tratarla como a una farsante o a una estúpida. Esto es lo que les sucede a los que tienen trastornos de los sentidos ocultos (también les pasa a pacientes con insuficiencia vestibular o a los que se les ha practicado una laberintectomía).

Christina está condenada a vivir en un mundo indescriptible e inconcebible... aunque quizás fuese mejor decir un «no mundo» una «nada». A veces se desmorona... no en público, sino conmigo:

-¡Ay si pudiese sentir! -grita-. Pero he olvidado lo que es eso... Yo era normal, ¿verdad que sí? Me movía como los demás...

-Sí, claro que sí.

-No está tan claro. No puedo creerlo. Quiero pruebas.

Le muestro una película en que aparece con sus hijos, hecha unas semanas antes de la polineuritis.

-¡Sí, claro, soy yo! -dice Christina y sonríe, y luego grita- ¡Pero no puedo identificarme ya con esa chica tan agradable! Ella se ha ido, no puedo recordarla, no puedo imaginarla siquiera. Es como si me hubiesen arrancado algo, algo que estuviese en el centro de mí... eso es lo que hacen con las ranas, ¿verdad? Les quitan lo del centro, la columna vertebral, les quitan la médula... Así es como estoy yo, sin médula, como una rana... Vengan, suban aquí, vean a Chris, el primer ser humano desmedulado. No tiene propriocepción, no tiene sentido de sí misma: ¡Chris la desencarnada, la chica desmedulada!

Y se ríe descontroladamente, con un timbre de histeria. Yo la calmo:

-¡Vamos, vamos!

Pero pienso: «Tiene razón».

Porque, en cierto sentido, ella está «desmedulada», desencarnada, es una especie de espectro. Ha perdido, con el sentido de la propriocepción, el anclaje orgánico fundamental de la identidad... al menos de esa identidad corporal, o «egocuerpo», que para Freud es la base del yo: «El ego es primero y ante todo un ego cuerpo». Cuando hay trastornos profundos de la percepción del cuerpo o imagen del cuerpo se produce indefectiblemente una cierta despersonalización o desvinculación. Weir Mitchell comprendió esto, y lo describió insuperablemente, cuando trabajaba con pacientes amputados y con lesiones nerviosas durante la Guerra de Secesión estadounidense y decía en un famoso informe, seminovelado pero aun así el mejor, y fenomenológicamente el más preciso, de que disponemos, a través de su paciente médico George Dedlow:

Descubrí horrorizado que a veces tenía menos conciencia de mí mismo, de mi propia existencia, que antes. Esta sensación era tan insólita que al principio me desconcertaba profundamente. Sentía continuamente deseos de preguntarle a alguien si yo era de veras George Dedlow o no lo era; pero, como tenía clara conciencia de lo absurdo que parecería que preguntase algo así, me reprimí y no hablé de mi caso y me esforcé aun más por analizar mis sentimientos. Aquella convicción de que no era ya yo mismo resultaba a veces abrumadora y muy dolorosa. Era, en la medida en que puedo describirlo, una deficiencia del sentido egoísta de individualidad.

Christina tiene también esta sensación general (esta «deficiencia del sentido egoísta de individualidad») que ha decrecido con la adaptación, con el paso del tiempo y tiene también esa sensación de desencarnamiento específica, de base orgánica, que sigue siendo tan grave y misteriosa como cuando la sintió por vez primera. Esta sensación la tienen también los que han sufrido cortes transversales de la médula espinal... pero éstos están, claro, paralíticos; mientras que Christina, aunque «desencarnada», anda y se mueve.

Experimenta un alivio y una recuperación, breves y parciales, cuando recibe estímulos en la piel, sale fuera cuando puede, le encantan los coches descapotables, en los que puede sentir el aire en el cuerpo y en la cara (la sensación superficial, el roce leve, sólo está ligeramente deteriorado). «Es maravilloso», dice. «Siento el aire en los brazos y en la cara, y entonces sé, vagamente, que tengo brazos y cara. No es lo que debería de ser, pero es algo... levanta este velo mortal y horrible durante un rato

Pero su situación es, y sigue siendo, una situación «wittgensteiniana». No sabe que «aquí hay una mano», su pérdida de propriocepción, su desaferentación, la ha privado de su base existencial, epistémica, y nada que pueda hacer o pensar alterará este hecho. No puede estar segura de su cuerpo... ¿qué habría dicho Wittgenstein en esta situación?

Christina ha triunfado y ha fracasado a la vez de un modo extraordinario. Ha conseguido alcanzar el obrar pero no el ser. Ha triunfado en una cuantía casi increíble en todas las adaptaciones que permiten la voluntad, el valor, la tenacidad, la independencia y la ductilidad de los sentidos y del sistema nervioso. Ha afrontado, afronta, una situación sin precedentes, ha luchado contra obstáculos y dificultades inconcebibles, y ha sobrevivido como un ser humano indomable, impresionante. Es uno de esos héroes anónimos, o heroínas, de la enfermedad neurológica.

Pero aun sigue y seguirá siempre enferma y derrotada. Ni todo el temple y el ingenio del mundo, ni todas las sustituciones o compensaciones que permite el sistema nervioso pueden modificar lo más mínimo su pérdida persistente y absoluta de la propriocepción, ese sexto sentido vital sin el cual el cuerpo permanece como algo irreal, desposeído.

La pobre Christina está «desmedulada» hoy, en 1985, igual que lo estaba hace ocho años y así seguirá el resto de su vida. Una vida sin precedentes. Es, que yo sepa, la primera en su género, el primer ser humano «desencarnado».

Postdata
Christina tiene ya compañía. El doctor H.H. Schaumburg, que ha sido el primero que ha descrito el síndrome, me ha comunicado que están apareciendo gran número de pacientes en todas partes con neuropatías sensoriales graves. Los más afectados tienen alteraciones de la imagen del cuerpo como Christina. La mayoría son maniáticos de la salud, o víctimas de la moda de las megavitaminas, y han ingerido cantidades enormes de vitamina B6 (piridoxina). Así que hay ya unos centenares de hombres y mujeres «desencarnados»,... aunque la mayoría, a diferencia de Christina, pueden mejorar en cuanto dejen de envenenarse con piridoxina.

Oliver Sack, El hombre que confundió su mujer con un sombrero, La dama desencarnada

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