El futur de la democràcia.




En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, hay una palabra prohibida en el enunciado: “ajedrez”. Esta clave enigmática es sugerida por Borges en El jardín de senderos que se bifurcan. Siguiendo esa línea, podríamos decir que en un glosario sobre el acorralamiento de la democracia, la palabra prohibida sería, precisamente, “democracia”.

Su ausencia debería bastar para poner en evidencia el avance de otros términos que ocupan su espacio en este diccionario, de la misma manera que el avance de otros poderes usurpa su espacio en la política. Pero sortear la palabra “democracia” entraña un problema ético que podría colocarnos, indirectamente, dentro de una actitud contemporánea, siempre dispuesta a tratar con un desprecio frívolo a eso que, en principio, significa “poder del pueblo”.

Tal vez, la historia de la democracia es la historia de un desencuentro entre sus prácticas y su semántica. Y esto sucede también con las definiciones. Durante mucho tiempo, estas han arrastrado cierta insolencia con respecto a ese significado primigenio. De ahí la democracia como “el brutal imperio de las masas” (Ortega y Gasset), esa “forma de gobierno en la que cada cuatro años se cambia de tirano” (Lenin), “el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás” (Churchill), un “abuso de la estadística” (Borges) o una “fatalidad que está todavía por pensar” (Sloterdijk).

Hoy, cuando la democracia se encuentra en un estado menguante, y en medio de la incertidumbre, los libros con su rótulo se han multiplicado exponencialmente y desbordan los estantes de librerías y bibliotecas. Muchas de estas obras –firmadas, entre otros, por Gherado Colombo o Paolo Florais D’Arcais, Loretta Napoleoni o Manuel Monereo, Francisco Francés o Emanuel Rodríguez, Arcadi Oliveres o Juan Jesús Mora Molina– abordan la deriva peligrosa de una democracia que ha pasado a ocupar, cada vez más, un lugar lateral –cuando no marginal– de la política. Una democracia en retroceso, constreñida por la partitocracia y subordinada a la economía, que ha llevado a la gente a intentar concedérsela “en otra parte”; bien en la red, bien en la plaza pública, o en ambos.

En el primer caso, a Gilles Dauvé y Karl Nesic –en Más allá de la democracia– les preocupa el rechazo a la representación y, asimismo, un latente callejón sin salida en la medida que los movimientos sociales tiendan más a la resistencia que a la transformación. 

En el caso de Internet, no cabe duda de que ahí se abre un campo inédito para la denuncia, la exigencia de la transparencia, la reivindicación de derechos, la libre expresión o la puesta en marcha de iniciativas ciudadanas. Sin embargo, como ha alertado Paul Virilio, la ciberdemocracia genera sus propios espejismos. En particular, con la eclosión de esa “democracia emocional” en la que decimos y nos decimos de todo, pero arreglamos y nos arreglamos muy poco.

Si la democracia definía (o debía ser) el poder del pueblo, la “posdemocracia” describe una situación en la que hay muchos poderes que no son del pueblo. (Demasiada cratia, pero muy poco demos).

En esta situación, convendría quizás revisar el criterio de Gramsci sobre la hegemonía. Ante el aumento evidente de una tendencia a la homogeneidad, la democracia sólo puede resplandecer en la batalla diaria por la construcción de hegemonías. Sin dar nada por hecho o definitivo, por perdido o ganado. Sabiendo, acaso, que en ese día a día no sólo nos estamos jugando la democracia del futuro, sino el futuro de la democracia.

Iván de la Nuez, Democracia, el diario.es, 18/06/2013

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