Adolf Eichmann, l'agent predilecte del mal.
Cualquiera que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha
comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la
libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de
los derechos humanos y la soberanía individual, son esos individuos sin
cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas
de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de
los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír,
actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este
modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas
posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus
oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos
los rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores
sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal
que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un
Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.
Kafka ya lo identificó en esos invisibles personajes que juzgan y
ejecutan a inocentes como K. por crímenes fantásticos e inexistentes,
pero el gran mérito de Hannah Arendt es haber sacado de la literatura a
ese hipócrita y darle el protagonismo que merece como secuaz
indispensable de los verdugos y haberlo tipificado como el agente
predilecto del mal en el universo totalitario.
Eichmann “no era ni un Yago ni un Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni
tampoco un estúpido. “Fue la pura ausencia de pensar —lo que no es poca
cosa— lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes
criminales de su época. Esto es ‘banal’ y hasta cómico, pues, ni con la
mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor
hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es que no era un
hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que
todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura
hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.
Algo de esto había dicho años antes Georges Bataille, comentando el
prontuario criminal del valeroso compañero de batalla de Juana de Arco
al que se le descubrió más tarde que asesinaba niños en serie porque era
un pervertido sexual: que, nos guste o no, en el fondo de todos
nosotros, no sólo los “malos”, también los “buenos”, se esconde un
pequeño Gilles de Rais.
Mario Vargas Llosa, El hombre sin cualidades, El País, 16/06/2013
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