El subterfugi de l´apolític.
Dice la Real Academia de la Lengua Española que la política es cualquier actividad que el ciudadano desarrolle para intervenir en los asuntos públicos; política es también la lucha por determinar qué es un asunto público y qué no, como bien nos demostró el movimiento feminista con su lema “lo privado es política” o como nos demuestran muchos movimientos sociales de hoy cuando intentar introducir en la agenda pública sus reivindicaciones. Política es establecer marcos de lenguaje, campos de juego donde discutir.
Política significa controversia, crítica y discusión. Aunque opinión y política sean hoy términos denostados y mal vistos, significan la ordenación de lo común. Por esta y otras razones, ciertas tendencias económicas que pretenden ser dominantes hoy se nos presentan como apolíticas, como científicas, como espacios pseudo religiosos, libres de toda controversia; y ciertas interpretaciones de la religión se presentan, a sí mismas, como únicas, doctrinales y apolíticas.
Pero ni la ciencia está libre de política, ni la economía puede entenderse sin la política que se juega en su interior y en su interacción con el espacio de lo público, con el terreno de lo político. Tampoco la religión, cuando trata de influir en el terreno de lo común está libre de política, ni puede, ni debe estarlo, y haríamos bien en reconocerlo. Tampoco están fuera de este campo de juego las formas en que se organizan las propias religiones –las iglesias– que, por sólo dar algún ejemplo, pese a compartir el cristianismo no comparten el mismo rol para la mujer en su seno o el papel del celibato, ni ahora ni en tiempos pasados.
Las creencias religiosas son individuales y respetables; no puede discutirse con ellas desde la razón. Pero, cuando la religión se utiliza para tratar de influir en las reglas comunes, se está haciendo política y hay, por tanto, que someterse a las reglas de la política que hoy nos damos en sociedades democráticas. Hay que someterse al debate, a la crítica, y no se pueden hacer trampas, como lamentablemente se hace con demasiada frecuencia planteando por ejemplo que, quien no comparte su opinión, su interpretación parcial del hecho religioso, está destruyendo la religión, la familia y persiguiendo el hecho religioso. Se pretende hacer política sin decirlo, sin reconocerlo, sin parecerlo, desde principios adulterados, con trampa, introduciendo principios morales, de autoridad, para tratar de imponer la propia opinión, la propia interpretación de la realidad y de cómo regularla.
Hay leyes sobre las que se puede opinar, por supuesto, pero en igualdad de trato que cualquier agente de la arena pública. Se deben respetar los principios básicos de la política en democracia, someterse a la crítica, estar bajo el paraguas de la ley sin esconder delitos tan deleznables o condenables como la pederastia en conductas meramente amorales o, como en tiempos pasados, desfalcos y desmanes económicos de la banca católica como meros pecados.
No es lo mismo, sin duda, la interpretación y aportación que hacen a la vida pública las comunidades religiosas de base o la teología de la liberación que la curia romana. No viven, además, con la misma coherencia y en las mismas condiciones. Unos están más cerca de los mercaderes del templo a los que echó Jesús en su momento como falsos adoradores y especuladores; los otros se comprometen con la pobreza y luchan por construir otro mundo posible y necesario. Que la alta jerarquía católica desde su boato y riqueza haga valoraciones y aportaciones fuera de lugar en estos momentos –como la condena del uso del preservativo– o retrógradas –como el intento de defender un único modelo de familia válido y real (y, al tiempo, según los datos, casi inexistente en nuestras sociedades de múltiples y muy ricos modelos familiares)– no puede servir para plantear supuestas persecuciones.
Nadie es independiente de la política, nadie es apolítico. Incluso el que pretende definirse como tal, no está más que dejando que otros decidan por él, es un idiotes en términos griegos. No se puede, por ejemplo, decir que uno pertenece a una organización apolítica si esta organización es religiosa. Este es un falso debate tremendamente maniqueo y erróneo, porque la religión, y sobre todo su interpretación mediada por las iglesias, trata de defender en el terreno público su modelo de sociedad, su forma de ordenar la vida pública, sus propuestas, todas respetables, todas discutibles, todas, como otras que vienen de otros terrenos, necesariamente debatidas y elegidas o no bajo el principio único y supremo de que cada hombre valga un voto.
Tratar de cuestionar leyes y principios legítimos como las del aborto, el matrimonio, la igualdad o la libertad sexual desde parámetros que pretenden escapar a la lógica política, presentándose como superiores, como apolíticos, como supremos, no es más que tratar de ejercer un gobierno de lo público dictatorial, autoritario, adulterado en sus términos, tramposo en sus principios. Tratar de defender por encima de cualquier evidencia científica que el aborto es, por ejemplo, un asesinato, o defender el creacionismo supone intentar imponer nuevamente criterios desde ópticas diferentes. La religión es política, lo fue siempre en la historia, la usaron los políticos y se posicionó políticamente con unos o con otros, las iglesias hicieron política y la hacen hoy, pero, con frecuencia, tratan de hacernos creer que lo suyo es otra cosa, otro terreno, otra temática. Ni siquiera en una misma religión, en una misma Iglesia, las interpretaciones de algo tan respetable y tan individualmente incontrovertible como la fe, como la creencia, son iguales, ni se llega a las mismas conclusiones para la gestión de lo público.
Guillermo Fouce, La religión es política, Público, 27/12/2010
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