No es pot ser tolerant amb els enemics de la llibertat vertadera.
Vaya por delante que la corrección política o la sensibilización ante cierta clase de injusticia, fenómenos definitorios de eso que ha venido a llamarse «ideología woke», presentan aspectos positivos. Hay que saludar el mayor respeto con que se trata a minorías antes discriminadas o cuando menos estigmatizadas, un cambio de lenguaje que debe contarse como una ampliación del círculo de consideración moral. Pero cuando la sensibilidad se convierte en dogmatismo y quienes creen estar en posesión de la verdad se arrogan la potestad de decidir lo que está bien y lo que está mal, reclamando el derecho a prohibir las formas de vida que les disgustan, los denominados social justice warriors se convierten en víctimas de sus propios excesos. Y si bien esta indeseable disposición —que encuentra en las redes sociales el terreno abonado para su desarrollo— puede intentar explicarse de muchas maneras, yo quisiera aquí vincularla con la ideología posmarxista tal como se conforma en las sociedades posindustriales durante la segunda mitad de los Trente Glorieuses.
Partamos de una tesis: solo se comporta como un puritano agresivo quien cree estar en posesión de una verdad moral incuestionable que excluye puntos de vista alternativos. Ocurre que la sociedad liberal se define por la coexistencia —protegida constitucionalmente— de puntos de vista alternativos. De ahí que el activista deba convencerse de que la pluralidad liberal es una falsa pluralidad; el individuo que opera en ella solo en apariencia es un sujeto autónomo, ya que su vida carece de la autenticidad necesaria. Y es que la subjetividad ha sido capturada por las fuerzas del sistema; volvemos así a aquel obrero de Marx que sufre una «falsa conciencia» inoculada por el Estado burgués. ¡No somos libres! Aunque nos parezca serlo más que nunca; por aquí asoma la incongruente tesis de Foucault según la cual el nacimiento de las sociedades liberales conduce a la minoración de la libertad individual. Se trata de una subordinación invisible, que solo el ojo experto —el ojo de quien ha despertado y se mantiene woke— sabe detectar.
Y dado que no cabe ser tolerante con los enemigos de la verdadera libertad, como proclamó Herbert Marcuse, el revolucionario tiene el derecho de suprimir la falsa libertad del otro. Su propósito, desde luego, es edificante: procurar la emancipación del oprimido que se cree libre. Por eso puede decirse que el neopuritano se figura estar salvando al individuo alienado cuando lo empuja a vivir una vida auténtica, igual que los viejos puritanos rescataban el alma del réprobo. Hay así un hilo que conecta el aparente libertarismo sesentayochista con el neopuritanismo contemporáneo: ya que las masas no supieron sumarse a la revolución, habrá que imponerles la forma de vida correcta en nombre del progreso de la humanidad. Si seguimos tirando del hilo, nos encontraremos con Robespierre —la salud pública exige sacrificios— e incluso con Lenin: libertad ¿para qué? En una democracia, afortunadamente, hay límites a lo que puede hacerse con los demás: el neopuritano ladra y a menudo no puede morder. Asegurémonos, por tanto, de que esa democracia sigue en pie. Si van a darnos lecciones, que al menos no puedan castigarnos.
Manuel Arias Maldonado, Los nuevos puritanos, ethic.es
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