Contra la mentida pietosa.



... junto con la utilidad del arte de mentir pronto surge un dilema ético más profundo: ¿qué hacer cuando el engaño tiene utilidades positivas y «preferibles» a las que podría provocar decir la verdad? Son las llamadas «mentiras blancas», una particularidad de la singularidad ética del «mal menor». La situación es sencilla: existen unas circunstancias en las que, al analizar todas las posibilidades, se descubre que idear un engaño genera más beneficios hacia quienes va dirigido que asumir una realidad que, desnuda, podría causar grandes daños. Es el caso de enfermedades terminales donde el paciente puede sufrir gran angustia ante su terrible pronóstico. En las parejas, ante asuntos obviados, infidelidades e ocasiones en las que pueden existir enfrentamientos. O cuando sufrimos un trauma, para permitirnos continuar con renovada ilusión, convenciéndonos de que algo grave que ha sucedido no ha sido tan importante, por poner algunos ejemplos entre miles posibles.

El problema es que todas estas estratagemas acaban por enfrentarse con la realidad. La verdad, como reconocimiento conciso y objetivo de la naturaleza de las cosas que existen, es ineludible. Más allá de que las mentiras se descubran o no como tales, es el devenir de los acontecimientos que sí existen y son consecuencia los unos de los otros los que acaban por revelarse. Al obrar conforme una visión desfasada de los hechos que existen se producen disonancias que invitan o bien a reconsiderar su postura al mentiroso o bien a revisar la narración que hemos asumido como cierta y que no lo es.

Aprender a aceptar las cualidades de nuestros semejantes, a encajar los acontecimientos y a actuar en consecuencia es indispensable para aspirar a lo que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer denominó «eudemonología», o la ciencia de aspirar a conservar un espíritu feliz. Si bien la filosofía debe ocuparse de la felicidad política (o sea, de la que afecta al conjunto, de las condiciones que permitan a los ciudadanos desarrollar su propia felicidad individual), esta es imposible sin atender al estudio de aquellos elementos de la condición humana que intervienen en la génesis de la felicidad. La psicología moderna acepta las o
bservaciones de filósofos, científicos y diletantes desde la antigüedad: profundizar en una ética, construir un sistema de valores (propio y social) y practicar el bien ayuda a mantener la mente y el cuerpo sanos.

No se trata, en consecuencia, de un gesto estratégico, porque de hacerse mediante esta mira implicaría un fin egoísta y, por tanto, la imposibilidad de alcanzar un beneficio personal y común significativos, hundiendo el modelo. La práctica del bien ha de realizarse desde un estado superior del pensamiento humano como es una conciencia superior a la asumida por contexto social y cultural de que realizar ese bien es el camino correcto. Bajo esta perspectiva, la mentira blanca o piadosa resulta un obstáculo, ya que si bien nos auxilia a corto plazo nos impone una pesada carga para nuestro desarrollo perceptivo en tiempos algo más generosos.

¿Hasta dónde se reduce el valor de la mentira piadosa? Como la situación de mal menor sigue motivando esta clase de mentira «beneficiosa», su límite queda reducido a aquellas situaciones extremas en las que sirva para aliviar un sufrimiento inevitable previo a un resultado devastador. En el resto de los casos, decir la verdad, con tacto y con inteligencia, por dolorosa que resulte, siempre acaba por ser la opción más justa y favorecedora para quien la reciba. De igual manera que un antiséptico puede llegar a escocer en la herida, pero, a la larga, será clave para su curación.

David Lorenzo Cardiel, ¿Puede ser más ético mentir que decir la verdad?, ethic.es 16/02/2023

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