Doneu-li opi perquè dormi i somiï. (Unamuno)





La pasión de San Manuel Bueno es un eco de la Pasión de Cristo. El lago de Valverde de Lucerna –metáfora central de la novela– es una gigantesca pila bautismal, que limpia las almas y alivia el dolor físico y psíquico. Don Manuel cura con su presencia, con su mirada, pero sobre todo con la palabra. Unamuno nos dice que era una voz («¡qué milagro de voz!»), lo cual nos hace pensar en el primer versículo del Evangelio de San Juan, que se ha divulgado preferentemente en su versión latina: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Juan 1:1). En la versión original en griego, el Verbo es ?ó???, es decir, Logos, Palabra. Eso significa que la Palabra (o Logos) preexistía al cosmos y desempeñó un papel fundamental en su creación: «Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (1:3-4). La Palabra es Logos. Es importante enfatizar esa equivalencia, pues indica que Dios es Razón y, en consecuencia, halla un límite en la Razón, que –por ejemplo– le impide invertir el orden del tiempo o transformar el mal en virtud. Don Manuel es una voz –al igual que el Kurtz de El corazón de las tinieblas (1902)– y en esa voz fulgura la Palabra divina, con las limitaciones inherentes al Logos. Por eso sus milagros –a semejanza de los realizados por Jesús– se limitan a mitigar la aflicción de histéricos y epilépticos, no a curar patologías reales. Cuando una madre le pide que sane a su hijo, el párroco se excusa, alegando que no tiene licencia del obispo para obrar milagros. Esa confesión de impotencia no acredita tanto su condición humana (y, por consiguiente, falible, limitada) como las posibles limitaciones del mismo Dios. La paradoja atribuida a Epicuro no es una prueba irrefutable de la inexistencia de Dios, sino un razonamiento que exige una visión más adulta de Dios. La paradoja dice lo siguiente: «¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malvado. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? ¿Entonces por qué llamarlo Dios?». Unamuno, que simpatizaba con el protestantismo, habría leído con interés El Dios crucificado (1972), de Jürgen Moltmann. Según Moltmann, «Dios está incompleto hasta que experimenta la muerte y el sufrimiento». Eso significa que Dios deviene y se aflige, no es inmutable y su omnipotencia es relativa. No es un rey ni un césar. De hecho, escogió ser un paria y morir como un paria, pues la Cruz era un castigo atroz concebido para esclavos y sediciosos. Dios se limitó a sí mismo para garantizar la autonomía y dignidad del mundo. Si Dios alterara la Naturaleza y la Historia de acuerdo con su capricho, el ser humano carecería de libertad y el universo sería un teatro, que escenificaría las pantomimas de una divinidad arbitraria y ociosa. Dado que no es así, Dios ha descartado realizar milagros, pues representarían una intromisión intolerable en la autonomía del cosmos. Cristo es la buena nueva que propaga esperanza, no un sanador. Del mismo modo, don Manuel ayuda a soportar un mundo imperfecto, pero no intenta alterar su curso.

Don Manuel se mantiene al margen de la política: «Al César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios». Cuando Lázaro le propone crear un sindicato católico, rechaza la idea: «¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio…, opio… Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe». Puede interpretarse este comentario como la inequívoca prueba de un talante reaccionario pero, al mismo tiempo, don Manuel experimenta una profunda aflicción ante el dolor de los inocentes y desamparados: «Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio […] son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en cruz!» Unamuno no abraza planteamientos conservadores, pero se distancia tanto del racionalismo dogmático –que sólo acepta como real lo que puede ser verificado empíricamente– como de los movimientos revolucionarios, cuya escatología no resuelve la angustia ante la muerte. El socialismo, el comunismo y el anarquismo ignoran la dimensión espiritual del hombre, que indudablemente necesita pan y justica, pero que en su fondo más íntimo se retuerce con hambre de sentido. La muerte de un niño es particularmente trágica y hay una sola reparación posible: la existencia de un mañana ético. Sin la posibilidad de exceder el tiempo, la muerte de un niño se convierte en una objeción irrebatible contra la vida y la historia. El suicidio no resulta menos inaceptable, pues refleja una horrible desesperación individual. La desesperanza no puede tener la última palabra. En esta cuestión, don Manuel se aleja de la doctrina de la Iglesia católica. Sostiene que todos los suicidas de su parroquia se arrepintieron en el último momento, por lo cual procede darles cristiana sepultura. Lo contrario sería actuar contra la caridad, la más importante de las virtudes teologales. Está claro que el párroco de Valverde de Lucerna ha asumido la lección de San Pablo: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co. 13: 4-8).

Rafael Narbona, Miguel de Unamuno: la pasión de San Manuel Bueno, mártir (I), revistadelibros.com 21/01/2016

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