Parlem de llibertat d'expressió.





Si hablamos de libertad de expresión, la obra de referencia es Sobre la libertad,de John Stuart Mill, que defiende que el debate público de ideas es indispensable y que no podemos silenciar las que no nos gustan solo porque nos parezcan equivocadas o repugnantes, y eso incluye los documentales que aún no hemos visto:

‌Primero, porque podríamos estar equivocados.

‌Segundo, porque incluso si no lo estamos, la opinión que intentamos silenciar podría tener algo de verdad y estaríamos renunciando a ella.

‌Tercero, porque en el peor de los casos sometemos la verdad a escrutinio público: si nuestras ideas aguantan este debate, salen fortalecidas. En caso contrario, corren el riesgo de convertirse en dogmas que repetimos como loros.

‌Da igual lo absurdo o minoritario que nos parezca un planteamiento: “Si toda la humanidad, menos uno, fuera de la misma opinión y solo una persona de la contraria, la humanidad no estaría más justificada en silenciar a esa persona que él, si tuviera ese poder, estaría justificado en silenciar a la humanidad”.

‌Los argumentos de Mill son consecuencialistas: el filósofo defiende la libertad de expresión por sus efectos. Otros, como Kant, lo hacen desde un punto de vista deontológico y creen que la libertad de expresión es un derecho que tenemos como personas autónomas e independientes. De modo similar, Spinoza defendía en su Tratado Teológico-Político (1670) que “en un estado libre todo el mundo debería poder pensar lo que quiera y decir lo que piense”. Cualquier régimen que violara este “derecho natural” sería tiránico. Como recuerda de Jacob MacHangama en Free Speech, Spinoza también hizo una distinción entre las acciones y el discurso: solo las acciones pueden estar sujetas a la acción del gobierno”.

Nadie, ni siquiera Mill, exige que no haya ningún límite a la libertad de expresión. En el caso de Mill, el límite está en el llamado principio del daño: podemos decir y hacer lo que queramos, siempre que no causemos daño a los demás.

Por ejemplo, escribía que “la opinión de que los distribuidores de maíz matan de hambre a los pobres o que la propiedad privada es un robo debería circular sin trabas en la prensa, pero podría ser castigada si se comparte en un discurso frente a una muchedumbre reunida frente a la casa de un distribuidor de maíz” (lo que viene a ser un escrache). Es decir, “la libertad del individuo debe limitarse de la siguiente manera: no debe perjudicar a otras personas”.

‌No vale cualquier daño: que una opinión me resulte desagradable u ofensiva no es suficiente. Ni siquiera si esa opinión puede afectar a mis ventas de maíz. El perjuicio tiene que violar derechos ajenos.

‌Las restricciones más evidentes son las calumnias, injurias y ataques a la privacidad: no podemos insultar a nadie de forma grave y directa, ni difundir rumores falsos o infundados, ni publicar fotografías ajenas en la ducha, amparándonos en la libertad de expresión.

‌Pero, si seguimos a Mill, es más difícil encontrarle sentido a las protecciones que ofrecen algunas leyes frente a la ofensa contra los sentimientos religiosos, las que persiguen los discursos de odio, o las que protegen figuras como la Corona y la bandera. Y tampoco tendría sentido intentar enterrar entrevistas a indeseables como Ternera. Según Mill, el discurso que nos parece odioso se combate con más discurso. Así es como se defiende y fortalece la verdad.

Recordemos además cómo algunos grupos usan estas leyes como excusa para presentar demandas que no son más que instrumentos intimidatorios para amedrentar a periodistas, artistas y cómicos. Su objetivo: silenciar los discursos que les desagradan, como vemos en el ejemplo de los presuntos Abogados supuestamente Cristianos.

‌Las amenazas a la libertad de expresión no son solo legales: Mill temía la tendencia de la sociedad a imponer la conformidad y apuntaba que la presión social puede callar tantas opiniones como la censura de cualquier gobierno. Esto significa algo obvio: no solo que nosotros podemos decir lo que queramos, sino también que los demás nos pueden contestar. Y también algo aún menos llevadero: si queremos libertad de expresión, vamos a tener que leer y escuchar opiniones que nos repugnan.

‌Recordemos además que la ética y la ley no han de coincidir siempre: que una acción o una opinión nos parezca poco ética no significa que deba ser ilegal.


Que tengamos derecho a expresarnos no significa que tengamos derecho a hacerlo donde y como queramos. Por ejemplo:

  • Si yo escribo una novela, la editorial Planeta no está obligada a publicármela.
  • Cualquiera tiene derecho a creer en la astrología, pero no a dar una charla sobre el tema en la Facultad de Física de la Universidad de Barcelona.
  • Si yo monto una red social para amantes de los relojes, puedo expulsar a gente que venga a burlarse de los coleccionistas de relojes, aunque esta burla sea legal.

Precisamente, la queja principal de los firmantes de la carta es el dónde: el festival de San Sebastián. No están a favor de prohibir la película, sino en contra de que se estrene justo ahí, ya que “el Zinemaldia es mucho más que un gran escaparate de la industria del cine. Constituye una verdadera e influyente escuela de lo que tiene valor o no en la cinematografía actual, que es tanto como decir en la cultura más popular, promoviendo a personas, ideas y modos de ver y vivir”.

‌Hay algo que es innegable: que una película participe en el festival ya supone un reconocimiento. Y es verdad que si el festival no hubiera programado el documental, no estaría censurando nada (aunque esto cambia una vez lo ha programado).

‌El problema es el que comentábamos al principio: ni los firmantes ni quienes en redes pueden decir que esta película no merece este reconocimiento o que “forma parte del proceso de blanqueado de ETA”, por la sencilla razón de que ni siquiera la han visto. Además, es un error pensar que un documental blanquea ETA solo porque entrevista a un cobarde despreciable. De hecho, esto viene a decir que los documentales y los medios de comunicación solo deberíamos entrevistar a personas maravillosas.

‌Visto así, llegamos a la conclusión de que tiene sentido criticar la película una vez vista, pero que resulta equivocado intentar ocultar o trasladar su estreno. De todas formas, conviene recordar que todo esto es mucho más ambiguo y frágil de lo que parece: no siempre podemos determinar cuándo hay un "daño legítimo" para otras personas, como proponía Mill. Por ejemplo, tiene sentido que países como Alemania sean muy estrictos con la apología del nazismo, por motivos obvios, y es más que razonable que haya más prevenciones con el estreno del documental de Évole en San Sebastián que si se hubiese programado en el Festival del Málaga.

‌No hay respuestas claras y tajantes, del tipo "la libertad de expresión llega hasta aquí y todo lo demás debería estar prohibido". Volvemos al pluralismo de Berlin, de quien hablamos hace unas semanas: este filósofo explicaba que la vida en sociedad está marcada por el conflicto y la negociación. En una sociedad plural a veces entrarán en liza valores y principios como la libertad, la seguridad, la prosperidad, la igualdad… O la libertad de expresión y el respeto a las víctimas de ETA: “Las metas humanas son múltiples, no todas son conmensurables y algunas rivalizan perpetuamente entre sí”.

‌Mill defendía que, en caso de duda, es mejor pecar por exceso de libertad de expresión que por defecto: el debate público es la mejor forma de llegar a acuerdos, de entender las posturas ajenas, de defender las propias y, llegado el caso, de aprender de nuestros errores.


Jaime Rubio Hancock, Eta, Ternera y Jhon Stuart Mill, Filosofía Inútil 20/09/2023

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