El mètode de coneixement científic.









Creemos a los científicos, sobre todo, por su forma de trabajar: compiten y colaboran entre ellos para encontrar las respuestas que explican mejor la realidad y que además nos resultan más útiles. Y no les creemos porque nunca se equivoquen, sino porque rectifican cuando lo hacen.

‌Veámoslo con un ejemplo clásico. Supongamos que un biólogo está escribiendo un tratado sobre los cisnes. ¿Cómo puede saber de qué color son estas aves? La forma más sencilla, al menos en apariencia, sería ver todos los cisnes que pueda. Si son blancos, puede confiar en que los demás, incluidos los que están por nacer, también son blancos.

‌Esta forma de razonar, la inducción, tiene un problema, como explicó David Hume en su Investigación sobre el entendimiento humano (1748). No podemos decir que todos los cisnes son blancos, sino que todos los cisnes que hemos observado lo son. A lo mejor hay un cisne negro (o verde) que vive en la otra punta del planeta.

‌A pesar de las reservas de Hume, los filósofos del primer tercio de siglo XX —en especial, los neopositivistas austriacos— seguían manteniendo que la inducción es el método básico de la ciencia: cada cisne blanco que vemos corrobora la teoría de que todos los cisnes son blancos, hasta que aparece un dato que contradice esta teoría y la refuta, dando paso a nuevas hipótesis. Como pasó con los cisnes: en 1697 se descubrieron los cisnes negros en Australia y se amplió lo que se sabía sobre estas aves.

‌Karl Popper (1902-1994) no estaba de acuerdo. En La lógica de la investigación científica, publicado en 1935, apunta que no podemos demostrar si una hipótesis es verdadera mediante la inducción. ¿Cuántos cisnes blancos bastan para corroborar una conjetura? ¿Uno? ¿Cien? ¿Dos millones?

‌Para Popper, el criterio debería ser justo el contrario: una conjetura es científica si es falsable. Es decir, si puede demostrarse que es falsa con datos empíricos. Por ejemplo, “todos los cisnes son blancos” es una proposición científica porque podemos encontrar un cisne negro que la refute. La ciencia debe proponer este tipo de hipótesis y hacer todo lo posible por refutarlas, no por confirmarlas.


Según Popper, las mejores teorías son las que más intentos de refutación aguantan. Si una conjetura falla no es un problema, ya que nos permite darnos cuenta de que la hipótesis es falsa y la ciencia puede buscar teorías nuevas que expliquen más observaciones o que las expliquen mejor.

Como explica Ignacio Izuzquiza en Caleidoscopios: la filosofía occidental en la segunda mitad del siglo XX, con Popper el conocimiento científico no ofrece la misma seguridad que con las interpretaciones anteriores, sino que “posee un carácter abierto y conjetural”. Hay incertidumbre, pero también “la posibilidad de un progreso constante en el desarrollo del conocimiento”. 

Cada día Es decir, la ciencia trabaja con las llamadas inferencias a la mejor explicación, que son las teorías que explican de forma más fiable unas observaciones y unos datos que sabemos que son incompletos. Esto no significa que sea imposible saber del todo cómo funciona la gravedad o por qué apretamos el interruptor y se enciende la luz. Sabemos más de lo que puede parecer por esta descripcion: solo hay que ver, por ejemplo, la mejora en esperanza y calidad de vida en los últimos 200 años más, aunque nos queda mucho por saber, no sabemos si lo podremos saber todo y además podríamos estar equivocados.

El filósofo Hilary Putnam (1926-2016) defendía la realidad de estos avances con el llamado “argumento del no-milagro”: si la ciencia tiene éxito, sus teorías deben ser ciertas; en caso contrario, el éxito de la ciencia sería un milagro y cada vez que encendemos una bombilla, tomamos ibuprofeno o llamamos por teléfono, estaría ocurriendo una casualidad increíble.

Jaime Rubio Hancock, Por qué creemos a los científicos, Filosofía inútil 31/08/2023


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