L'educació com a entrenament.





Ahora bien, si es peligroso confundir la educación y el amor, más peligroso es confundir la educación con el entrenamiento. Se educa en límites, en valores, en reglas; para conocer y eventualmente transformar el mundo. Se entrena, en cambio, para la victoria o la supervivencia: para la victoria en una carrera cuyo recorrido no se ha diseñado o para la supervivencia en una guerra que no se ha podido o querido evitar. El entrenador, al contrario que el educador, al contrario que el amante y el activista, acepta el estado del mundo, con todas sus miserias, como inevitable, y acepta, aún más, que el sufrimiento es la condición -si no la garantía- de todo verdadero aprendizaje. El que se entrena, el que entrena a otro, no puede siquiera concebir la idea de ahorrarse o ahorrar sufrimientos: busca, al contrario, mayores obstáculos, adversidades cada vez más severas, enemigos cada vez más poderosos con los que medir y robustecer unas fuerzas siempre en tensión. Sus campos naturales son, obviamente, el deportivo y el militar. Vale. Puede ser importante recibir o imponerse un buen entrenamiento en el estadio y en las trincheras (donde sería mejor no estar), pero es muy peligroso concebir la vida como un ininterrumpido entrenamiento y la educación, más aún, como el entrenamiento preventivo que los hijos reciben de sus padres. No traemos a nuestros hijos al mundo para entrenarlos; no sabemos para qué los traemos y es mejor así: ya lo decidirán ellos. Pero lo cierto es que los padres deberían evitar a sus hijos todas las guerras, no entrenarlos para vencer o sobrevivir en una batalla -o apagón o colapso- inevitable y deseable. Pues no es que el padre-entrenador cuente con que el mundo es siempre malo y dé por hecho que no se puede mejorar; es que lo desea malo, peligroso, devastador, encarnizado, porque le parece que un verdadero hombre -un verdadero macho- no necesita un maestro ni una buena educación ni un buen amor: necesita un campo de batalla, una espada y un buen entrenador. Los hijos son blanditos, como moluscos sin valvas, esperan confiadamente amor y caramelos y están siempre, por eso mismo, a punto de corromperse. Los buenos padres no son, pues, ni educativos ni amorosos; y además desprecian el activismo, que pretende disminuir el sufrimiento social del que depende el éxito adaptativo. Son realistas e implacables.

Santiago Alba Rico, ¿Educar o entrenar?, publico 24/10/2022

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