Rars.
El extraordinario libro de Joseph Henrich que nos llega ahora, Las personas más raras del mundo, editado por la dinámica Capitán Swing, expone la solución al dilema entre naturaleza y crianza con una deslumbrante elocuencia. Resolver una dicotomía suele exigir subir la escalera y percibir que, desde el balcón del piso de arriba, la contradicción se desvanece y las dos ideas opuestas se revelan como meras partes de una realidad más abstracta, más profunda y fructífera. No es naturaleza o crianza, sino naturaleza luego crianza y crianza luego naturaleza.
Sin los genes humanos no podemos aprender a leer y escribir. Pero leer y escribir modifican el cerebro. Es el argumento esencial del que emerge este libro de 799 páginas. Las personas más raras del mundo a las que se refiere el título somos los ciudadanos occidentales. Una de las principales razones es la alfabetización extensiva de la población de los países desarrollados, que por desgracia sigue siendo una rareza entre las mil culturas del planeta Tierra. Y ello no se debe a que los occidentales seamos más listos de nacimiento, sino a que nuestras sociedades y sistemas políticos nos han alfabetizado. Y a que esto ha modificado nuestro cerebro. Crianza luego naturaleza.
Aprender a leer y a escribir modifica el cerebro, y de un modo bien interesante. Un poco por encima y por detrás de la oreja izquierda —la región occipitotemporal izquierda del córtex cerebral— moran de forma innata los procesadores especializados en interpretar el lenguaje hablado y reconocer los objetos. El lenguaje hablado está íntimamente asociado a la naturaleza humana y ha representado un papel protagonista en la evolución de nuestra especie durante cientos de miles de años. La escritura, en cambio, es un invento con poco más de 6.000 años. La genética no ha tenido tiempo de adaptarse y, por tanto, el cerebro no nace con un órgano de la escritura incorporado. Pero la cultura crea ese órgano, allí en medio del lenguaje y el reconocimiento de objetos, un nuevo procesador que se encarga de percibir las letras y las palabras, esos objetos tan especiales.
Las diferencias de las poblaciones occidentales con otras culturas son más amplias que todo eso. Los rasgos distintivos se extienden al razonamiento espacial, la atención, la memoria, la equidad, la disposición al riesgo, el reconocimiento de pautas, el pensamiento inductivo y hasta la susceptibilidad a las ilusiones ópticas. La cultura cambia el cerebro, y por eso los occidentales somos las personas más raras del mundo.
Javier Sampedro, 'Las personas más raras del mundo': una explicación de cómo la cultura cambia el cerebro, El País 09/11/2022
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