La democràcia contra la llibertat (Isaiah Berlin).
El Roto |
La democracia puede desarmar a una determinada oligarquía o a un determinado individuo o grupo de individuos, pero también puede oprimir a las personas de manera tan implacable como las oprimían los gobernantes anteriores. En un trabajo en que compara la libertad de los modernos con la de los antiguos dice que el tener igual derecho a oprimir, o a interferirse en los demás, no es equivalente a la libertad. Tampoco el consentimiento universal a la pérdida de la libertad preserva ésta de manera un tanto milagrosa porque aquél sea universal o sea consentimiento. Si consiento que me opriman, o acepto mi condición con una actitud distante o irónica, ¿estoy por ello menos oprimido? Si me vendo como esclavo, ¿soy por eso menos esclavo? Si me suicido, ¿estoy menos muerto porque me haya quitado la vida libremente? «El gobierno popular es una tiranía espasmódica, la monarquía, un despotismo más eficazmente centralizado.» Constant vio en Rousseau al más peligroso enemigo de la libertad individual porque éste había dicho que «al darme a todos, no me doy a ninguno». Constant no podía comprender por qué, aunque el soberano sea «todo el mundo», no debía oprimir a ninguno de los «miembros» de su yo invisible, si así lo decidía. Por supuesto, yo puedo preferir ser privado de mis libertades por una asamblea, por una familia, o por una clase social, en las que soy minoría. Puede que ello me dé algún día la oportunidad de convencer a los demás para que hagan por mí aquello a lo cual yo creo que tengo derecho. Pero estar privado de mi libertad en manos de mi familia, amigos o conciudadanos, es estar privado de ella de una manera igualmente efectiva. En codo caso Hobbes fue más ingenuo: no pretendía que el soberano no esclavizase, justificó su esclavitud; pero por lo menos no tuvo la desfachatez de llamarla libertad.
Durante todo el siglo XIX los pensadores liberales sostuvieron que si la libertad implicaba un límite en los poderes de cualquier hombre para forzarme a hacer lo que no quería o quisiera hacer, si yo era coaccionado, cualquiera que fuese el ideal en nombre del cual se hiciese, yo no era libre, y que la doctrina de la soberanía absoluta era tiránica en sí misma. Si quiero preservar mi libertad, no es bastante decir que no debe ser violada a no ser que su violación sea autorizada por alguien: por el gobernante absoluto, la asamblea popular, el rey en el parlamento, los jueces, una combinación de autoridades, o las leyes mismas —pues las leyes pueden ser opresivas. Tengo que establecer una sociedad en la que tiene que haber unas fronteras de libertad que nadie esté autorizado a cruzar. Se pueden dar nombres o naturalezas a las normas que determinen estas fronteras; pueden llamarse derechos naturales, la Palabra divina, la Ley natural, las exigencias que lleva consigo la utilidad, o las que llevan consigo «los intereses permanentes del hombre»; puedo creer que son válidas a priori, o afirmar que son mi propio fin último, o el fin de mi sociedad o de mi cultura. Lo que estas normas o mandamientos tendrán en común es que son aceptados por tanta gente y están fundados tan profundamente en la naturaleza real de los hombres tal y como se han desarrollado a través de la historia, que, por ahora, son parte esencial de lo que entendemos por un ser humano normal. La creencia auténtica en la inviolabilidad de un mínimo de libertad individual implica una postura absoluta de este tipo. Está claro que la libertad tiene poco que esperar del gobierno de las mayorías; la democracia como tal no está, lógicamente, comprometida con ella, e históricamente a veces ha dejado de protegerla, permaneciendo fiel a sus propios principios. Se ha observado que pocos gobiernos han encontrado mucha dificultad en hacer que sus súbditos quisieran lo que quería el gobierno. «El triunfo del despotismo es forzar a los esclavos a declararse libres.» Puede que no sea necesaria la fuerza, puede que los esclavos proclamen su libertad sinceramente; pero por eso no son menos esclavos. Quizá para los liberales el valor principal de los derechos políticos —«positivos»—, de participar en el gobierno, es el de ser medios para proteger lo que ellos consideraron que era un valor último: la libertad individual «negativa».
Pero si las democracias, sin dejar de serlo, pueden suprimir la libertad, al menos en el sentido en el que los liberales usaron esta palabra, ¿qué es lo que haría verdaderamente libre a una sociedad? Para Constant, Mill, Tocqueville y la tradición liberal a la que ellos pertenecen, una sociedad no es libre a no ser que esté gobernada por dos principios que guardan relación entre sí: primero, que solamente los derechos, y no el poder, pueden ser considerados como absolutos, de manera que todos los hombres, cualquiera que sea el poder que les gobierne, tienen el derecho absoluto de negarse a comportarse de una manera que no es humana, y segundo, que hay fronteras, trazadas no artificialmente, dentro de las cuales los hombres deben ser inviolables, siendo definidas estas fronteras en función de normas aceptadas por tantos hombres y por tanto tiempo que su observancia ha entrado a formar parte de la concepción misma de lo que es un ser humano normal y, por tanto, de lo que es obrar de manera inhumana o insensata; normas de las que sería absurdo decir, por ejemplo, que podrían ser derogadas por algún procedimiento formal por parte de algún tribunal o de alguna entidad soberana. Cuando digo de un hombre que es normal, parte de lo que quiero decir es que no puede violar fácilmente estas normas sin una desagradable sensación de revulsión. Tales normas son las que se violan cuando a un hombre se le declara culpable sin Juicio o se le castiga con arreglo a una ley retroactiva; cuando se les ordena a los niños denunciar a sus padres, a los amigos, traicionarse uno al otro, o a los soldados, utilizar métodos bárbaros; cuando los hombres son torturados o asesinados, o cuando se hace una matanza con las minorías porque irritan a una mayoría o a un tirano. Tales actos, aunque sean legalizados por el soberano, causan horror incluso en estos días, y esto proviene del reconocimiento de la validez moral —prescindiendo de las leyes— de unas barreras absolutas a la imposición de la voluntad de un hombre o de otro. La libertad de una sociedad, de una clase social o de un grupo, en este sentido de la palabra libertad, se mide por la fuerza que tengan estas barreras y por el número e importancia de las posibilidades que ofrezcan a sus miembros; si no a todos, por lo menos a un gran número de ellos.
Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad
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