El mite del "jo dominador" i el govern tirànic (Isaiah Berlin).
Isaiah Berlin |
Una manera de aclarar esto es hacer referencia al carácter de independencia que adquirió la metáfora del ser dueño de uno mismo, que en sus comienzos fue, quizá, inofensiva. «Yo soy mi propio dueño»; «no soy esclavo de ningún hombre»; pero ¿no pudiera ser (como tienden a decir los platónicos o los hegelianos) que fuese esclavo de la naturaleza, o de mis propias «desenfrenadas» pasiones? ¿No son éstas especies del mismo género «esclavo», unas políticas o legales y otras morales o espirituales? ¿No han tenido los hombres la experiencia de liberarse de la esclavitud del espíritu o de la naturaleza y no se dan cuenta en el transcurso de esta liberación de un yo que domina, por una parte, y por otra, de algo de ellos que es sometido? Este yo dominador se identifica entonces de diversas maneras con la razón, con mi «naturaleza superior», con el yo que calcula y se dirige a lo que satisfará a largo plazo, con mi yo «verdadero», «ideal» o «autónomo», o con mi yo «mejor», que se contrapone por tanto al impulso racional, a los deseos no controlados, a mi naturaleza «inferior» y a la consecución de los poderes inmediatos, a mi yo «empírico» o «heterónomo», arrastrado por todos los arrebatos de los deseos y las pasiones, que tiene que ser castigado rígidamente si alguna vez surge en toda su «verdadera» naturaleza. Posteriormente estos dos yos pueden estar representados como separados por una distancia aún mayor: puede concebirse al verdadero yo como algo que es más que el individuo (tal como se entiende este término normalmente), como un «todo» social del que el individuo es un elemento o aspecto: una tribu, una raza, una iglesia, un Estado, o la gran sociedad de los vivos, de los muertos y de los que todavía no han nacido. Esta entidad se identifica entonces como el «verdadero» yo, que imponiendo su única voluntad colectiva u «orgánica» a sus recalcitrantes «miembros», logra la suya propia y, por tanto, una libertad «superior» para estos miembros. Frecuentemente se han señalado los peligros que lleva consigo usar metáforas orgánicas para justificar la coacción ejercida por algunos hombres sobre otros con el fin de elevarlos a un nivel «superior» de libertad. Pero lo que le da la plausibilidad que tiene a este tipo de lenguaje, es que reconozcamos que es posible, y a veces justificable, coaccionar a los hombres en nombre de algún fin (digamos p. e. la justicia o la salud pública) que ellos mismos perseguirían, si fueran más cultos, pero que no persiguen porque son ciegos, ignorantes o están corrompidos. Esto facilita que yo conciba coaccionar a otros por su propio bien, por su propio interés, y no por el mío. Entonces pretendo que yo sé lo que ellos verdaderamente necesitan mejor que ellos mismos. Lo que esto lleva consigo es que ellos no se me opondrían si fueran racionales, tan sabios como yo, y comprendiesen sus propios intereses como yo los comprendo. Pero puedo pretender aun mucho más que esto. Puedo decir que en realidad tienden a lo que conscientemente se oponen en su estado de ignorancia porque existe en ellos una entidad oculta —su voluntad racional latente, o su fin «verdadero»—, que esta entidad, aunque falsamente representada por lo que manifiestamente sienten, hacen y dicen, es su «verdadero» yo, del que el pobre yo empírico que está en el espacio y en el tiempo puede que no sepa nada o que sepa muy poco, y que este espíritu interior es el único yo que merece que se tengan en cuenta sus deseos. En el momento en que adopto esta manera de pensar, ya puedo ignorar los deseos reales de los hombres y de las sociedades, intimidarlos, oprimirlos y torturarlos en nombre y en virtud de sus «verdaderos» yos, con la conciencia cierta de que cualquiera que sea el verdadero fin del hombre (la felicidad, el ejercicio del deber, la sabiduría, una sociedad justa, la autorrealización) dicho fin tiene que identificarse con su libertad, la libre decisión de su «verdadero» yo, aunque frecuentemente esté oculto y desarticulado.
Esta paradoja se ha desenmascarado frecuentemente. Una cosa es decir que yo sé lo que es bueno para X, mientras que él mismo no lo sabe, e incluso ignorar sus deseos por el bien mismo y por su bien, y otra cosa muy diferente es decir que eo ipso lo ha elegido, por supuesto no conscientemente, no como parece en la vida ordinaria, sino en su papel de yo racional que puede que no conozca su yo empírico, el «verdadero» yo, que discierne lo bueno y no puede por menos de elegirlo una vez que se ha revelado. Esta monstruosa personificación que consiste en equiparar lo que X decidiría si fuese algo que no es, o por lo menos no es aún, con lo que realmente quiere y decide, está en el centro mismo de todas las teorías políticas de la autorrealización. Una cosa es decir que yo pueda ser coaccionado por mi propio bien, que estoy demasiado ciego para verlo; en algunas ocasiones puede que esto sea para mi propio beneficio y desde luego puede que aumente el ámbito de mi libertad. Pero otra cosa es decir que, si es mi bien, yo no soy coaccionado, porque lo he querido, lo sepa o no, y soy libre (o «verdaderamente» libre) incluso cuando mi pobre cuerpo terrenal y mi pobre estúpida inteligencia lo rechazan encarnizadamente y luchan con la máxima desesperación contra aquellos que, por muy benévolamente que sea, tratan de imponerlo.
Esta transformación mágica o juego de manos (por el que con tanta razón se rió William James de los hegelianos) sin duda alguna puede también perpetrarse tan fácilmente con el concepto «negativo» de libertad en el que el yo, que no debiera ser violentado, ya no es el individuo con sus deseos y necesidades reales tal como se conciben normalmente, sino el «verdadero» hombre por dentro, identificado con la persecución de algún fin ideal, no soñado por su yo empírico. Al igual que en el caso del yo «positivamente» libre, esta entidad puede ser hinchada hasta convertirla en alguna entidad superpersonal —un Estado, una clase, una nación o la marcha misma de la historia—, considerada como sujeto de atributos más «verdaderos» que el yo empírico. Pero la concepción «positiva» de la libertad como autodominio, con la sugerencia que lleva consigo de un hombre dividido que lucha contra sí mismo, se ha prestado de hecho, en la historia, en la teoría y en la práctica, a esta división de la personalidad en dos: el que tiene el control, dominante y trascendente, y el manojo empírico de deseos y pasiones que han de ser castigados y reducidos. Este hecho histórico es el que ha tenido influencia. Esto demuestra (si es que se necesita demostración para una verdad tan evidente) que las concepciones que se tengan de la libertad se derivan directamente de las ideas que se tengan sobre lo que constituye el yo, la persona, el hombre. Se pueden hacer suficientes manipulaciones con las definiciones de hombre y de libertad para que signifiquen todo lo que quiera el manipulador. La historia reciente ha puesto muy en claro que esta cuestión no es meramente académica.
Las consecuencias que lleva consigo distinguir dos yos se harán incluso más claras si se consideran las dos formas más importantes que históricamente ha tomado el deseo de autodirigirse —dirigirse por el «verdadero» yo de uno mismo—: la primera, la de la autoabnegación con el fin de conseguir la independencia; la segunda, la de la autorrealización o total autoidentificación con un principio o ideal específico, con el fin de conseguir el propio fin.
Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad
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