El totalitarisme invertit.
El totalitarismo invertido es un fenómeno que sólo se centra en el Estado de manera parcial. Representa fundamentalmente la madurez política del poder corporativo y la desmovilización política de la ciudadanía.
A diferencia de las formas clásicas de totalitarismo, que se jactaban abiertamente de sus intenciones de hacer ingresar a las sociedades por la fuerza a una totalidad preconcebida, el totalitarismo invertido no está conceptualizado expresamente como una ideología ni objetivizado en políticas públicas. Típicamente, es impulsado por quienes poseen el poder y por ciudadanos que a menudo parecen no ser conscientes de las consecuencias más profundas de sus acciones o inacciones. Hay una cierta despreocupación, una incapacidad para considerar seriamente que –aun sin ser preconcebido– puede formarse un patrón de consecuencias de considerable alcance.
La razón fundamental de este descuido –tan profundamente arraigado– se relaciona con el clásico gusto de los estadounidenses por el cambio y –de manera igualmente notable– con su buena fortuna, que los ha dotado de un vasto continente, rico en recursos naturales que invitan a la explotación. Si bien es un cliché que la historia de la sociedad norteamericana ha sido de cambio incesante, las consecuencias del ritmo actual –cada vez más rápido– son menos evidentes. El cambio opera desplazando creencias, prácticas y expectativas existentes. Aunque las sociedades han experimentado el cambio a través de la historia, fue sólo en los cuatro últimos siglos que las políticas públicas se centraron en promover la innovación. Hoy, gracias a la prosecución sumamente organizada de la innovación tecnológica y de la cultura que ésta alienta, el cambio es más rápido, más abarcador, más bienvenido que nunca, y esto significa que las instituciones, los valores y las expectativas comparten una vida útil limitada con la tecnología. Estamos experimentando el triunfo de la contemporaneidad y su cómplice, el olvido o la amnesia colectiva. Dicho en palabras algo diferentes, en los comienzos de los tiempos modernos, el cambio desplazaba tradiciones; hoy el cambio sucede al cambio.
El cambio incesante socava la consolidación. Pensemos, por ejemplo, que a más de un siglo de terminada la Guerra Civil, todavía persisten los efectos de la esclavitud; que a casi un siglo de que las mujeres lograran el voto, aún se discute su igualdad; que después de casi dos siglos en los que se hizo realidad la escuela pública, la educación se está privatizando cada vez más. Para comprender plenamente el problema del cambio, podríamos recordar que en los círculos políticos e intelectuales a partir de la segunda mitad del siglo XVII y especialmente durante el siglo XVIII existió una convicción cada vez mayor de que por primera vez en la historia documentada los seres huma-nos podían modelar su futuro de manera deliberada. Gracias a los avances en la ciencia y la invención era posible concebir el cambio como “progreso”, un avance que beneficiaba a todos los miembros de la sociedad. El progreso representaba un cambio constructivo, que traería algo nuevo al mundo, para bien de todos. Los paladines del progreso creían que, si bien el cambio podía resultar en la desaparición o destrucción de creencias, costumbres e intereses establecidos, éstos merecían desaparecer porque, en su mayor parte, servían a los Pocos mientras que mantenían a los Muchos en la ignorancia, la pobreza y la enfermedad.
Un componente importante de esta concepción moderna del progreso fue que el cambio era fundamentalmente una cuestión de decisión política por parte de aquellos a quienes se podía pedir cuenta de sus decisiones. Esa concepción del cambio se vio sensiblemente excedida por el surgimiento de concentraciones de poder económico en la segunda mitad del siglo XIX. El cambio se convirtió en una empresa privada, imposible de separar de la explotación y el oportunismo, y se constituyó así en un elemento fundamental, si no el único elemento fundamental de la dinámica del capitalismo. El oportunismo implicaba una búsqueda incesante de todo cuanto pudiera explotarse, que muy pronto llegó a significar virtualmente todo, desde la religión hasta la política y el bienestar humano. Ya quedaba muy poco, si es que quedaba algo, que fuera un tabú; el cambio se convirtió rápidamente en objeto de estrategias premeditadas para maximizar beneficios.
Se señala a menudo que el cambio actual es más rápido, más abarcador que nunca. En las páginas posteriores me propongo sugerir que la democracia en los Estados Unidos nunca ha estado verdaderamente consolidada. Algunos de sus elementos clave no se han materializado o se mantienen vulnerables; otros han sido explota-dos con fines antidemocráticos. Se ha descrito generalmente a las instituciones políticas como los medios por los cuales una sociedad trata de ordenar el cambio. El presupuesto era que las instituciones políticas en sí mismas se mantendrían estables, como estaban ejemplificadas en el ideal de la constitución, como una estructura de naturaleza relativamente permanente que define los usos y los límites del poder público y la responsabilidad de los funcionarios.
Hoy, sin embargo, algunos cambios políticos son revolucionarios; otros son contrarrevolucionarios. Algunos trazan nuevos rumbos para la nación e introducen nuevas técnicas para expandir el poder de los Estados Unidos, tanto internamente –vigilancia de los ciudadanos– como externamente –setecientas bases en el extranjero–, más allá de lo que haya imaginado algún gobierno previo. Otros cambios son contrarrevolucionarios en tanto revierten políticas sociales que habían estado orientadas originalmente a mejorar la situación de las clases media y más pobre. (...)
El “totalitarismo invertido” proyecta el poder hacia adentro. No deriva del “totalitarismo clásico” del tipo que representan la Alemania nazi, la Italia fascista o la Rusia stalinista. Esos regímenes estuvieron impulsados por movimientos revolucionarios, cuyo objetivo era apoderarse del poder del Estado, reconstituirlo y monopolizarlo. El Estado estaba concebido como el principal centro de poder, que proveía la influencia necesaria para movilizar y luego reconstruir la sociedad. El gobierno tomó el control de iglesias, universidades, organizaciones empresariales, medios de prensa y opinión e instituciones culturales; los neutralizó o los suprimió. El totalitarismo invertido, en cambio, si bien explota la autoridad y los recursos del Estado, obtiene su dinámica mediante la combinación con otras formas de poder, como las religiones evangélicas, y –muy particularmente– alentando una relación simbiótica entre el gobierno tradicional y el sistema de gobierno “privado” representado por las modernas corporaciones empresariales. El resultado no es un sistema de codeterminación por socios iguales que retienen sus identidades distintivas, sino más bien un sistema que representa la madurez política del poder corporativo.
Seldon S. Wolin, Democracia S.A. La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido, Katz Editores, Buenos Aires 2008
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