L'obediència i el mal.
Stanley Milgram |
Adolf Eichmann, el principal responsable del plan del gobierno nazi para aniquilar a los judíos del imperio alemán, se excusó ante el tribunal que le juzgó en Jersusalén diciendo que él solo obedecía órdenes. Durante el jucio, el teniente coronel de las SS se presentó como un buen funcionario que había tratado de llevar a cabo con la mayor eficiencia posible la tarea que se le había asignado. El cazanazis Simón Wiesenthal afirmó que gracias a Eichmann sabemos que “uno no tiene que ser un fanático, un sádico o un enfermo mental para asesinar a millones; basta con ser un seguidor leal deseoso de cumplir con su deber”.
Este rasgo terrible de la naturaleza humana, lo que Hannah Arendt bautizó como la banalidad del mal, fue puesto a prueba en una serie de experimentos llevados a cabo durante los años 60 por el psicólogo Stanley Milgram. En ellos se colocó a cientos de personas, en principio decentes, ante la opción de provocar sacudidas eléctricas a otros voluntarios como parte de lo que creían era un experimento sobre el aprendizaje. A instancias del director del estudio, los participantes iban incrementando el voltaje que aplicaban a otra persona que se situaba en una habitación adyacente, fuera su vista. Poco a poco, los sujetos sometidos a las descargas, actores que fingían, incrementaban sus expresiones de dolor y acababan pidiendo que parase el experimento. Empujados por el director, más de la mitad de los voluntarios continuaban realizando su tarea pese a las súplicas que escuchaban.
Ahora, en un artículo que ha aparecido en la revista Current Biology, un grupo de investigadores liderado por Patrick Haggard, investigador del University College de Londres (Reino Unido) ha tratado de comprender los mecanismos observados por Milgram.
Este trabajo aplicaba un conocimiento que habían obtenido en estudios anteriores sobre la percepción del tiempo que transcurre entre que llevo a cabo una acción y esa acción produce un resultado dependiendo de si el resultado es positivo o negativo. En aquel experimento, se pidió a los voluntarios que presionasen un interruptor. Cuando lo hacían se escuchaban expresiones de placer o de disgusto o dolor. Después, se pidió que estimasen el tiempo transcurrido desde que activaron el interruptor hasta que percibieron sus efectos. Curiosamente, aunque el tiempo que había pasado en realidad era el mismo, los participantes en el estudio pensaban que había transcurrido menos tiempo cuando el resultado de su acción había sido positivo. De alguna manera, concluyeron los investigadores, nos sentimos más vinculados con los resultados de nuestros actos cuando no son negativos.
En el nuevo ensayo, los investigadores crearon un entorno en el que los participantes podían producir un castigo financiero a otros voluntarios o una leve sacudida eléctrica a cambio de una recompensa. En algunas ocasiones, eran los propios voluntarios los que decidían cuando aplicar su castigo y en otras lo hacían porque el director del experimento se lo ordenaba. De una manera similar a la del experimento anterior debían calcular el tiempo transcurrido desde que habían presionado el botón para aplicar un castigo y la percepción del efecto causado. En casi todos los casos, los participantes consideraban que había transcurrido menos tiempo cuando ellos mismos habían elegido castigar.
Los autores del estudio concluyen que estos resultados muestran una mayor sensación de responsabilidad cuando se realiza un acto por voluntad propia que cuando se lleva a cabo por órdenes externas, aunque el acto en sí sea el mismo. Haggard apunta que este tipo de resultados no solo limitan la responsabilidad de las personas que hacen cosas siguiendo órdenes, sino que agravan la responsabilidad de los que mandan.
Daniel Mediavilla, Seguir órdenes nos hace sentir más irresponsables, El País 23/02/2016
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