El rei cínic (Michel Foucault).
Diògenes i Alexandre |
El rey y el filósofo, monarquía y filosofía, monarquía y
soberanía de sí, son temas frecuentes en la filosofía antigua. Pero en los
cínicos adoptan, creo, una forma muy distinta, por la sencilla razón de que
éstos plantean la afirmación muy simple, muy despojada y completamente
insolente de que el propio cínico es rey. No es el mero ideal de una ciudad en
la cual los filósofos sean reyes. No es esa suerte de juego entre la alteridad
y la superioridad del filósofo con respecto al rey. El propio cínico es un rey,
e incluso el único. Los soberanos coronados, los soberanos visibles, en cierto
modo, no son más que la sombra de la verdadera monarquía. El cínico es el único
verdadero rey. Y al mismo tiempo, frente a los reyes de la tierra, los reyes
coronados, es el rey antirrey, que muestra cuán vana, ilusoria y precaria es la
monarquía de los reyes.
Esta postulación del cínico como rey antirrey, como el
verdadero rey que, por la verdad misma de su monarquía, denuncia y pone de
manifiesto la ilusión de la realeza política, es muy importante en el cinismo.
Ella explica el hecho de que el célebre encuentro histórico (probablemente
mítico, desde luego) de Alejandro y Diógenes
constituya una de las escenas matriciales, por decirlo de alguna manera, a la
que los cínicos hacen constante referencia. (…)
No repaso toda esta discusión que es bastante larga; me
limitaré a señalar algunos elementos. En primer lugar, Alejandro es un rey, un
rey de los hombres, un rey político. Pero para consolidar esa monarquía y poder
ejercerla, está obligado a depender de una serie de cosas, y depende
efectivamente de ellas. Para ejercer su monarquía necesita un ejercito,
necesita guardias, necesita aliados e incluso una armadura (se presenta con su
espada). Diógenes, por su parte, para ejercer su soberanía no necesita
estrictamente nada. Está desnudo delante de Alejandro, metido en su tonel, no
dispone de nada, no tiene ejército, n corte, ni aliados, ni nada. La monarquía
de Alejandro es, pues, muy frágil y precaria, porque depende de alguna otra
cosa. La de Diógenes, por el contrario, es una monarquía inerradicable e
imposible de derribar, dado que, para ejercerla, él no necesita nada. (…)
En segundo lugar, ¿el verdadero rey es aquel que, para
ser rey, necesita llegar a serlo, sea por educación, sea por herencia, porque
sus padres o quienes lo hayan adoptado le impusieron esa responsabilidad? Es el
caso de Alejandro: ha recibido la monarquía de sus padres y también de le ha
impartido una formación (una paideia)
que pretende hacerlo capaz de ejercerla. A ello, Diógenes opone lo que es un verdadero rey como él. Un verdadero rey
como Diógenes, primero, tiene su
origen directo en Zeus. Es hijo de Zeus y no de un linaje monárquico. Es hijo
de Zeus en el sentido de que se ha formado directamente según el modelo del
propio Zeus. El alma del sabio se ha formado en plena y perfecta soberanía. Es
regia por naturaleza y, como consecuencia, no necesita paideia alguna. El alma del sabio no es un alma cultivada, no ha
tenido que adquirir la monarquía y la capacidad de ser monarca por la
educación. El alma regia lo es por naturaleza, sin ninguna paideia. (…)
El tercer elemento es el siguiente: lo que marca la
realeza de un soberano como Alejandro, la condición para que ejerza esa
soberanía, es que sea capaz de triunfar sobre sus enemigos. Y al triunfar sobre
ellos va a asegurar su soberanía sobre los hombres. Es lo que dice Alejandro a
Diógenes: pero, en fin, cuando yo sea, no sólo el rey de los griegos, puesto
que ya lo soy, sino también el rey de los medos y los persas, a quienes haya
derrotado en los hechos, ¿no seré en ese momento plena y completamente rey? A
lo cual Diógenes responde: ¡qué dices! Habrás vencido a los griegos, habrás
vencido a los medos, habrás vencido a los persas. Pero ¿habrás derrotado a los
verdaderos enemigos que se te oponen? Y esos verdaderos enemigos son los
enemigos interiores, tus defectos y tus vicios. El sabio no tiene ni defectos
ni vicios. El rey de la Tierra, el rey de los hombres, bien puede combatir a
todos sus enemigos. Bien puede vencerlos uno tras otro. Pero siempre le restará
librar ese combate, el primero y el último, el fundamental.
Y para terminar, el último elemento entre el rey de los
hombres y el filósofo rey, el cínico rey, es que el rey de los hombres está,
como es obvio, expuesto a todas las desventuras y todos los vuelcos de la
fortuna. Puede perder su monarquía. En cambio, el filósofo rey, el cínico rey,
no dejará jamás de ser rey. Lo es para siempre, porque lo es por naturaleza. (…)
Y esta idea del cínico como verdadero rey es, creo, bastante diferente de la
idea platónica de las relaciones entre monarquía y filosofía, y diferente
también de la concepción estoica.
Pero eso no es todo. Aunque es un verdadero rey, el
cínico es un rey desconocido, un rey ignorado, un rey que, voluntariamente, por
su manera de vivir, por la elección de existencia que ha hecho, por el
despojamiento y el renunciamiento a los cuales se expone, se oculta como rey. Y
en este sentido, es el rey, pero rey de la irrisión. Es un rey de miseria, un
rey que oculta su soberanía en el despojamiento. (…)
Me parece que el cinismo fue la matriz, el punto de
partida de una larga serie de figuras históricas que podemos reencontrar en el
ascetismo cristiano, un ascetismo que es a la vez un combate espiritual en uno
mismo, contra sus propios pecados, sus propias tentaciones, pero un combate,
igualmente, por el mundo entero. El asceta cristiano es quien purifica al mundo
entero de sus demonios. Idea de la suciedad combativa. Y además, claro está, en
los diversos movimientos que atravesaron, acompañaron al cristianismo a lo
largo de toda su historia, volveríamos a ver también la idea del soberano
oculto, el soberano de irrisión que lucha por la humanidad y para liberarla de
sus males y sus vicios. Aquí cabe mencionar el desarrollo de las órdenes
mendicantes en la Edad Media, los movimientos que precedieron a la Reforma y
que también la siguieron. Y en esos movimientos reaparece permanentemente el
principio de una militancia, una militancia abierta que constituye la crítica
de la vida real y del comportamiento de los hombres y que, en el renunciamiento,
en el despojamiento personal, libra el combate que debe llevar al cambio del
mundo entero. Después de todo, la militancia revolucionaria del siglo XIX sigue
siendo eso, esa especie de realeza, de monarquía oculta bajo los oropeles de la
miseria o, en todo caso, bajo las prácticas del despojamiento y el
renunciamiento, esa monarquía que es combate agresivo, combate perpetuo, combate
incesante para que el mundo cambie. Y en esas condiciones podemos decir, que el
cinismo no sólo impulsó el tema de la verdadera vida hasta su inversión en el
tema de la vida escandalosamente otra, sino que planteó esa alteridad de la
vida otra, no como la mera elección de una vida diferente, dichosa y soberana,
sino como la práctica de una combatividad en cuyo horizonte hay un mundo otro.
(…)
Tenemos aquí, en el cinismo, el núcleo de una forma de
ética que es muy característica del mundo cristiano y el mundo moderno. Y en la
medida en que es el movimiento por el cual el tema de la verdadera vida llegó a
ser principio de la vida otra y aspiración a otro mundo, el cinismo constituye
la matriz o, en todo caso, el germen de una experiencia ética fundamental en
Occidente. (287-301)
Clase del 21 de
marzo de 1984. Primera hora.
Michel Foucault, El coraje de la verdad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires
2010
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