La noció de continuum i la matèria viva en els presocràtics.
Estamos familiarizados con la idea del continuum,
o así lo creemos. No lo estamos con la enorme dificultad que este concepto
representa para la mente, a menos que hayamos estudiado las matemáticas más
modernas (Dirichlet, Dedekind, Cantor). Los griegos tropezaron con estas
dificultades, fueron perfectamente' conscientes de ellas y se sintieron pro
fundamente turbados. Así se puede apreciar en su des concierto ante el hecho de
que «ningún número» corresponda a la diagonal del cuadrado de lado 1 (sabemos
que es √2); puede apreciarse en las conocidas
paradojas de Zenón (el Eléata), la
paradoja de Aquiles y la tortuga, la de la flecha al vuelo, al igual que en
otras paradojas acerca de la arena y en las cuestiones recurrentes sobre si la
línea consiste en puntos y, de ser así, cuántos contiene. El que nosotros (al
menos los no matemáticos) hayamos aprendido a sortear estas dificultades (y
seamos en consecuencia incapaces de entender este aspecto del pensamiento
griego) creo que se debe, en gran parte, a la notación decimal. En algún
momento de nuestra época escolar se nos hace tragar la píldora de que uno puede
operar con fracciones decimales cuyas cifras se suceden hasta el infinito, y
que cada una de ellas representa un número, incluso cuando no es posible indicar
la recurrencia de las cifras. La píldora en cuestión pasa mejor gracias a nuestro
conocimiento previo de que números muy sencillos, como 1/7 (un séptimo), no
poseen una sucesión decimal finita correspondiente, sino una infinita, con
recurrencia:
1/7 = 0 , 142857 I 142857 | 142857 |…
la enorme diferencia entre este caso y, por ejemplo,
√2 = 1 ,4142135624...,
aparece cuando constatamos que √2 conservaría
su especificidad cualquiera que fuera la «base de numeración» que eligiéramos
en lugar de nuestra convencional base 10, mientras que en base 7*, por supuesto,
tenemos para 1/7 la «fracción séptima»
1/7 = 0,1.
En cualquier caso, tras habernos tragado la píldora, nos damos cuenta de
que estamos ya en condiciones de asignar un número definitivo a cualquier punto
de la línea recta entre cero y uno, así como entre cero e infinito, e incluso
entre menos infinito y más infinito, siempre que hayamos marcado previa mente
en la recta el punto cero. Nos sentimos en posesión y control del continuum.
Además, nosotros conocemos el caucho. Sabemos que podemos estirar una tira
de caucho dentro de unos límites amplios, o incluso una superficie de caucho,
como hacemos cuando inflamos un globo. No tenemos dificultad en imaginar que
podemos hacer algo similar con una masa sólida de caucho. Por ello no tenemos
problemas para conciliar un modelo continuo de la materia con cambios
considerables de forma y volumen; ciertamente, muy pocos físicos del siglo XIX
encontraron dificultad en ello.
Los griegos, por las razones mencionadas, no tenían esta facilidad. Tarde o
temprano se veían obligados a interpretar los cambios de volumen como una
prueba de que los cuerpos constan de partículas discretas, inalterables en sí
mismas, pero que se mueven alejándose o aproximándose entre sí, dejando más o
menos espacio vacío entre ellas. En esto consiste su teoría atómica, que es también
la nuestra. Parece como si hubiera sido precisamente una deficiencia —una
laguna de conocimiento acerca del continuo— lo que les condujo al camino
correcto. A finales del siglo pasado uno todavía podría haber aceptado esta
conclusión, pese a su improbabilidad intrínseca. La última fase de la física
moderna, inaugurada en 1900 con el descubrimiento del quantum de acción de
Planck, apunta en dirección opuesta. Pese a aceptar el atomismo griego en lo
relativo a la materia ordinaria, nos damos cuenta de que hemos hecho un uso
impropio de nuestra familiaridad con el continuo. Hemos utilizado este concepto
para la energía; sin embargo, el
trabajo de Planck ha proyectado dudas sobre su adecuación. Todavía usamos el
continuo en relación con el espacio y el tiempo. Será difícil eliminarlo de la
geometría abstracta, pero podría perfectamente revelarse fuera de lugar en
relación al espacio y al tiempo físicos. Esto en lo que se refiere al
desarrollo de las ideas físicas de la escuela de Mileto, que, estimo,
constituyen su contribución más importante al pensamiento occidental.
Otra conocida afirmación procedente de esta escuela es la de que toda la
materia está dotada de vida. Aristóteles,
tratando acerca del alma, nos cuenta que algunos la consideraban confundida con
«el todo». Así, Tales pensaba que
todo se hallaba repleto de dioses; se nos dice también que atribuía poder
motriz al alma y adscribía un alma incluso a la piedra, ya que ésta movía el
hierro (refiriéndose, por supuesto, a la piedra imán). Esta y la propiedad
similar otorgada al ámbar (elektron)
al cargarse eléctricamente por frotamiento se aducen siempre como las razones
por las que Tales adscribe un alma
incluso a lo inanimado (= sin alma). También se dice que concebía a Dios como
el intelecto (o mente) del universo, y pensaba que todo él estaba animado
(dotado de alma) y lleno de deidades. Más tarde se inventaría el nombre de
«hylozoístas» (hyle, materia; zo-os, vivo) para los miembros de la
escuela de Mileto, en referencia a su punto de vista, entendido como bastante
excéntrico e infantil. En efecto, ya Platón
y Aristóteles estipularon una clara
división entre lo vivo y lo inanimado: lo vivo es aquello que se mueve por sí
mismo, como un hombre, un gato o un pájaro, o como el Sol, la Luna y los
planetas. Ciertas teorías modernas se aproximan a lo que los hylozoístas creían
y sentían. Schopenhauer extendió su
noción fundamental de «Voluntad» a todo, adscribió voluntad a la piedra que cae
y a la planta que crece, así como a los movimientos espontáneos de los animales
y del hombre. (Consideraba el conocimiento consciente y el intelecto como
fenómenos secundarios, accesorios, perspectiva que no se trata de discutir
aquí.) El gran psicofisiólogo G.Th. Fechner desarrolló, aunque sólo en sus horas
de asueto, algunas ideas sobre las «almas» de las plantas, de los planetas y
del sistema planetario, que constituyen una interesante lectura y pretenden
proporcionar algo más que entretenidas ensoñaciones. Finalmente, permítaseme
evocar las Conferencias Gifford de Sir Charles Sherrington (1937-1938),
publicadas en 1940 bajo el título de Man
on his Nature (Hombre versus Naturaleza). Una discusión de varias páginas
sobre el aspecto físico (energético) de los acontecimientos naturales, y de la
actividad de los organismos en particular, se re sume destacando la posición
histórica de nuestra visión actual: «... en la Edad Media, y después ... así
como anteriormente en Aristóteles, se daba el problema de lo animado y lo
inanimado y el de hallar los límites entre ambos. El esquema actual hace ob vio
el porqué de esta dificultad y la anula. No hay frontera». Si Tales
pudiera leer esto, diría: «Eso es justamente lo que yo sostuve doscientos años
antes de Aristóteles».
Esta idea de que la naturaleza orgánica e inorgánica están unidas
inseparablemente no era para los Milesios una simple y estéril declaración
filosófica, como lo fue, por ejemplo, para Schopenhauer,
cuyo principal error consistió en oponer (o quizá mejor, ignorar) la evolución,
pese a que la evolución biológica estaba, en la versión de Lamarck, establecida en su tiempo y tuvo una gran influencia sobre
algunos filósofos contemporáneos. En la escuela de Mileto se extrajeron
inmediatamente sus consecuencias, dando por sentado que la vida debía originarse
de alguna manera a partir de la materia inanimada, y obvia mente de un modo
gradual. Hemos mencionado antes que Tales
decidió considerar el agua como sustancia primordial, probablemente porque
creyó haber sido testigo de que la vida surgía espontáneamente en me dios
húmedos. En esto, por supuesto, se equivocaba. Pero su discípulo Anaximandro, reflexionando sobre el
origen y desarrollo de los seres vivos, llegó a conclusiones notablemente
correctas, y, lo que es más, a través de un agudo sentido de la observación y
la inferencia. A partir de la indefensión de los animales terrestres recién
nacidos, incluidos los bebés huma nos, concluyó que ésta no podía ser la
primera forma de vida. Los peces, por el contrario, no prestan mayor atención a
su progenie. Sus pequeños tienen que salir adelante solos y —debemos añadir—
pueden manejarse con mayor facilidad dado que su peso queda compensado en el
agua. La vida, pues, debe provenir del agua. Nuestros ancestros tuvieron que
ser peces. Todo esto coincide tan sorprendentemente con los descubrimientos
modernos y es tan intrínsecamente sensato que uno lamenta los detalles
novelescos añadidos. Se creía —en contraste con lo que acabamos de decir— que
ciertos peces, quizás una especie de tiburón (γαλεός), criaban a sus pequeños
con particular ternura, guardándolos en su seno (o incluso reintroduciéndolos
en él) hasta que alcanzaban el estadio en que eran enteramente capaces de
valerse por sí mismos. Se dice que Anaximandro
mantenía que peces de este tipo, cariñosos con sus crías, habrían sido nuestros
ancestros, en cuyo seno nos habríamos desarrollado hasta ser capaces de
alcanzar la tierra firme y sobrevivir durante cierto tiempo. Leyendo esta
novelesca e ilógica historia uno no puede evitar recordar que la mayor parte de
estos relatos, si no todos, provienen de autores vigorosamente enfrenta dos con
la teoría de Anaximandro, que ya
había sido ridiculizada por el gran Platón de manera poco ele gante. Estaban,
pues, difícilmente dispuestos a entenderla. ¿Es posible que Anaximandro apuntara, muy
consistentemente, a un estadio intermedio entre los peces y los animales
terrestres, concretamente a los Anfibia
(la clase a la que pertenecen las ranas), que engendran en el agua, comienzan
su vida en el agua y después, tras una considerable metamorfosis, salen a
tierra para vivir ya siempre en ella? Alguien que encontrara demasiado ridícula
la idea de que un pez pueda gradualmente desarrollarse hasta convertirse en
hombre pudo fácilmente distorsionar esta hipótesis convirtiéndola en esa
historia «explicativa» que haría crecer al hombre dentro de un pez. Esto tiene un gran parecido con otras ficciones
literarias sobre la historia natural con las que el círculo socrático-platónico
tenía por costumbre entretenerse. (85-92)
Erwin Schödinger, La
naturaleza y los griegos, Tusquets Editores, Metatemas, Barna 1997
* La raíz cuadrada de dos en base 7 es: 1,2620346 …
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