Contra el populisme historiogràfic.







... mientras que la investigación histórica reivindica la distancia, dar cuenta de las diferencias y comprender el pasado desde el pasado, el populismo historiográfico incurre sin cesar en el presentismo y en otros anacronismos flagrantes. El retrato del pasado, pues, se confunde y entremezcla continuamente con lo que preocupa en el presente y, no por casualidad, aparecen los mismos sujetos políticos, los mismos enemigos, los mismos problemas que nos absorben hoy en día...

Si la historia como herramienta crítica se propone problematizar y matizar, evitar generalizaciones y deshacer prejuicios o clichés, el populismo historiográfico difunde otros nuevos o actualiza antiguos mientras ofrece grandes explicaciones generales más fáciles de vender. Además, estas explicaciones tienden a ser prácticamente monocausales, con lo que puede pretender dar cuenta de un fenómeno complejo de varios siglos desde un único factor que mágicamente lo explica todo (por cierto, muchas veces psicológico, bajo la forma de fobias, envidias, resentimientos o complejos de inferioridad o superioridad) o desde un colectivo culpable que conecta el pasado con el presente y facilita una oportuna dialéctica como la del amigo/enemigo. Por ello, son obras con una tesis clara y rotunda que anuncian, recuerdan y demuestran machaconamente. Además, la información recolectada se adapta ad hoc a esa tesis con procedimientos como una selección (cherry picking) muy voluntarista y con frecuencia cita pasajes descontextualizados, adaptados e incluso modificados, como desgrané en su momento en relación a Imperiofobia y leyenda negra (2017).

Así pues, lo que suelen faltar más son las aristas, los matices y los contraejemplos, todo aquello que pueda invalidar la tesis expuesta. En vez de abordarlo o mencionarlo, se prefiere infravalorarlo o pasarlo por alto como si no existiera. De este modo se impulsa una unidimensionalización de la historia que también pasa a serlo de la política. Por añadidura, eso conduce a revelar que lo importante de estos relatos no es solo lo que dicen sino sobre todo lo que omiten. En realidad, pueden describir episodios concretos más o menos correctamente y exponer tesis parcialmente ciertas, pero estiran esa parcialidad para convertirla en un todo exagerado o falso. Por eso, una clásica respuesta a las críticas no es “descender” al debate constructivo y sosegado sino desautorizarlas globalmente desde acusaciones generales (discurso negrolegendario, facha o las variantes correspondientes) que sustituyen a la argumentación.

A la hora de la verdad no solo se politiza la historia, también se la moraliza. En estos discursos abundan los “buenos” y “malos” y se intercalan juicios de valor, incluidas alusiones o difamaciones ad hominem para desacreditar a personajes históricos o historiadores. Con ello fomentan maniqueísmos que, pasados por el filtro de la moralización, favorecen la polarización e intolerancia contemporáneas. Además, también recrudecen los problemas políticos actuales al proyectarlos al pasado y retratarlos como si fueran fatalmente crónicos e inevitables.
Así pues, mientras que el populismo historiográfico apunta a priori a un pueblo que pretende unificar y cohesionar, lo que hace en realidad es crear división, polarización y antagonismo. En esta misma línea, reproduce visiones unilaterales que solo se preocupan por los de un lado y que lo “explican” todo desde ese lado. Las fuentes de autoridad reivindicadas también vienen principalmente de ahí. Obviamente, el autor en cuestión se alinea explícitamente con una causa y recurre con frecuencia a una retórica del “nosotros y ellos”, aunque a menudo ese mismo “nosotros” sea incompleto y tenga como sintomáticas excepciones a esos enemigos internos contra los que combatir y que al mismo tiempo ayudan a forjar y delimitar el potencial cohesivo anhelado.

Para acabar, este populismo historiográfico también se sirve de un tono apasionado y vehemente o de expresiones inflamadas con las que atrae y fideliza a la audiencia. En los tiempos actuales, esta retórica se identifica con frecuencia con una “sinceridad”, un “compromiso” y una “valentía” que se alaban públicamente. De hecho, muchas de estas obras, pese a que puedan tener gran apoyo mediático e incluso político, se presentan como osadas y sus autores son retratados desde una retórica épica como “políticamente incorrectos”.

Sin embargo, en rigor no se trata de una novedad sino más bien de una tendencia que se ha ido consolidando en el decurso de los últimos años. Desde una perspectiva semejante, Jean Sévillia creó ya en 2006 el “Premio al libro incorrecto del año” en Francia y, siguiendo varios de los aspectos mencionados, ha publicado libros exitosos como Históricamente correcto (2004), Moralmente correcto (2007) o Históricamente incorrecto (2011). En el último ha criticado lo “históricamente correcto” como forma colectiva de odio a sí mismo que entronca con la pérdida de valores comunes en una sociedad francesa “cuya cohesión cultural se tambalea por la brusca introducción del Islam”. Por ello, Sévillia proporciona una interpretación alternativa de la historia gala y propugna un olvido de los episodios divisorios, a lo que añade lamentos nacionalistas y pasajes en los que escribe que “en las escuelas de antaño, la historia tenía como finalidad formar franceses. Esto se hacía con mentiras, como hacer recitar Nuestros antepasados los galos por todos los niños. Sin embargo, era mejor que nuestra escuela actual, que se dirige a mentes que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte”.

El propósito de estos populismos historiográficos es patrimonializar el agravio. Se nutren de un victimismo movilizador que se propone reconquistar la memoria y restaurar así la autoestima colectiva. Por ello, cada uno de estos relatos populistas compite por ser la verdadera y mayor víctima, a la vez que deniega los agravios sufridos por los demás, en especial por los antagonistas políticos. El problema es que estos relatos rivalizan entre sí y a la postre se retroalimentan de manera conflictiva, pues para salvar la memoria nacional deben recurrir a comparatismos ventajistas que, además de destacar las injusticias padecidas, se centran en resaltar que las otras naciones eran peores. En otras palabras, lo paradójico es que las leyendas negras denunciadas por los nacionalismos son justamente creaciones que proceden en gran medida de otras historiografías nacionalistas y que, al mismo tiempo que se las combate, no se las deja de imitar.

No es extraño, pues, que encontremos estos populismos en muchos otros países, especialmente en aquellos que se proponen hacer una nueva historia oficial del pasado. En Polonia se intenta eximir al siempre heroico pueblo polaco de toda responsabilidad en el exterminio judío y culpar únicamente a los alemanes, algo materializado en leyes mordaza para silenciar a aquellos historiadores que damnifiquen la imagen nacional. En la Hungría de Viktor Orbán se ha reivindicado la memoria de un dictador como el almirante Horthy y, mientras se retrata a los húngaros como víctimas, héroes o al menos inocentes, también se culpa en exclusiva a los alemanes del Holocausto. En Alemania, Alternative für Deutschland ha llegado a calificar a la etapa nazi como una simple minucia o nadería histórica (Alexander Gauland la llamó Vogelschiss, literalmente “mierda de pájaro”), ha impulsado una cruzada contra lo que desdeñosamente llaman el culto a la culpa (Schuldkult) y fomenta frente a este una memoria nacional de la que enorgullecerse. En Rusia, Putin ha rehabilitado parcialmente la memoria de Stalin y promueve relatos que centran la culpa de la Segunda Guerra Mundial en Francia y Gran Bretaña y que sirven para justificar históricamente el Pacto Molotov-Ribbentrop y la ocupación de Polonia oriental como una necesidad de una Unión Soviética retratada como víctima. Para ello se ha basado mucho incluso en textos producidos por Stalin y su entorno como Los falsificadores de la historia (1948), mientras ha preferido no mencionar la guerra contra Finlandia de 1939-1940 o las anexiones de Besarabia y los Países Bálticos en 1940.

En Francia, un gran best-seller como Le suicide français (2014) de Eric Zémmour –quien ahora se ha apuntado a la carrera presidencial– aporta una reinterpretación nacionalista y revisionista de un gobierno de Vichy que habría tenido el mérito de “salvar a un 90% de los judíos franceses”. Critica a Robert Paxton y su demonizada “doxa paxtoniana”, la cual deriva de la exhaustiva investigación acerca de Vichy promovida y realizada por este historiador, tachada por Zemmour de antifrancesa por haber dejado desvalido al Estado francés frente a la actual “amenaza migratoria”. En su opinión, y mezclando de nuevo pasado y presente, el Estado francés ya no puede “mantener sus fronteras contra la avalancha de inmigrantes del sur, por miedo a ser acusado de enviar a los judíos a campos de exterminio”.

La conclusión común de este tipo de retóricas es la promoción de una historia afirmativa que salga en defensa de la autoestima del pueblo o la nación y que elimine aquello que pueda hacerle sombra. De ahí que apunten hacia una suerte de reconstitución moral nacional en un contexto como el actual, tan influido por la importancia de las redes, la crisis de las mediaciones o el auge de la posverdad. Además, coincide en una época marcada por una crisis de futuro que, caracterizada por la dificultad del presente de imaginar y creer en un porvenir sustancialmente distinto y mejor, contribuye a la actual ubicuidad de estos pasados que no pasan y de una memoria deformada e instrumentalizada. La consecuencia lógica fue advertida por Zygmunt Bauman en su libro Retrotopía (2017): las utopías propugnadas en la actualidad no residen tanto en el futuro como en el pasado, pues este se ha convertido ahora mismo, en tiempos de posverdad, en un espacio mucho más manipulable que un futuro poco promisorio y que ya no brinda grandes esperanzas de cambio.

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