L'art de la mentida política.




El manejo de la percepción, desde antes de que tuviera este nombre, ha sido una pieza imprescindible del instrumental que tiene el político para hablarle a los ciudadanos, así ha sido siempre pero hoy, en esta era de la transparencia, ya es más difícil hacernos creer que eso que trae en la mano el político no es un puñal, sino un destello de luz.

En 1712 comenzó a circular en Inglaterra un panfleto titulado The art of political lying, El arte de la mentira política, un explosivo texto que, de entrada, se presentaba arropado por una mentira; se le atribuía a Jonathan Swift, incluso en su traducción, años más tarde, al francés, cuando en realidad era obra de John Arbuthrot, un escritor que era verdad que compartía con Swift, dicho sea esto para atenuar la mentira, el exclusivo cenáculo Scriblerus Club, un antro londinense donde los hombres de letras de orientación conservadora, se reunían para destripar la movediza realidad de la política inglesa. Aunque este panfleto, en el que sin duda abundan las ideas de Jonathan Swift, fue publicado hace más de trescientos años, tiene en el siglo XXI una actualidad y una vigencia, digamos, ofensivas.

Para empezar el autor llama pseudology, seudología, a la mentira de la que se valen los políticos para conseguir sus objetivos, un término que el diccionario de la RAE define como: “trastorno mental que consiste en creer sucesos fantásticos como realmente sucedidos”. Esta patología corre en dos direcciones, se ajusta tanto al político que miente como al ciudadano que cree lo que le dice. La mentira política, dice el panfleto, es “el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo a buen fin”. No olvidemos que Jonathan Swift, que contribuyó con algunos elementos a la hora de la concepción del texto, fue el autor de Los viajes de Gulliver, esa historia donde, entre otras cosas, los políticos tienen la estatura de un enano de Liliput.

La mentira política es un arte, nos dice el autor, porque es más difícil “convencer al pueblo de una verdad saludable, que hacer creer y aceptar una falsedad saludable”, de lo cual se entiende que la clave de estas mentiras es que no hagan daño al pueblo, como lo hacen las mentiras tóxicas, que en este milenio abundan en el discurso de los políticos, de aquí y de todo el mundo.

El pueblo tiene derecho a la verdad privada, nos dice el panfleto, “pero no tiene derecho alguno a pretender ser instruido en la verdad de la práctica del gobierno”.

Las mentiras que suelen utilizar los gobernantes se dividen, en el texto, en tres tipos que parecen francamente tóxicos; tenemos la mentira difamatoria (detractory), que no requiere mayor explicación; la mentira por anexión (additory), que es aquella en la que el gobernante agrega a su persona “mayor reputación de la que tiene”; y la mentira por traslación (translatory), que es la que transfiere los méritos de una persona a otra”.

El político que dice mentiras, recomienda el autor, debe procurar que “sus cometas, ballenas o dragones mantengan siempre un tamaño razonable”, pues “cuando el anzuelo está demasiado cargado de lombrices resulta difícil pescar al gobio”.

En una clasificación más amplia el escritor propone un tipo que ha ido ganando protagonismo a lo largo de los siglos: las mentiras de comprobación, (proof-lies), que son aquellas que se dejan caer para “sondear la credibilidad de los presentes”, para ver cómo respira la parroquia y ver si tiene cabida o no una mentira tóxica.

Sobre la forma en la que interaccionan unas con otras, dedica todo un capítulo a esclarecer “si una mentira se contrarresta mejor con una verdad o con otra mentira y concluye que, como hace cualquier político desde entonces, y desde antes también, “la mejor manera de destruir una mentira consiste en oponerle otra” ...

Jordi Soler, El arte de la mentira, El País 11/02/2024

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