Christian De Quincey, l'ànima de la matèria.





El materialismo tiene su verdad (popular y evidente), el idealismo también la tiene (selecta y erudita), así como el dualismo (moderno y efectivo). El juego de la filosofía consiste precisamente en eso, en sacar las verdades de los diferentes modelos. “Todos me convencen”, me dice un amigo poeta, si son bien expuestos y expresados. Los jainistas de la India acuñaron un término para explicarlo: anekānta. Según esta doctrina, la verdad nunca está en un único sitio, cada doctrina tiene su parte de ella y ninguna puede encapsular toda la verdad por la sencilla razón de que es inefable. ¿Es vana por ello la filosofía? ¿Debemos abandonar las opiniones, como sugería Nāgārjuna? En absoluto, hay que seguir intentándolo, aunque siempre es saludable guardar cierta distancia con las opiniones propias y ajenas (que no sean fardo, y mucho menos arma arrojadiza). En línea con ese empeño deportivo, el libro propone una visión que puede resumirse en la frase: “Todo percibe y siente”. Esta doctrina, claro está, tiene su nombre técnico: pampsiquismo.

El caso es que el privilegio de percibir ya no sólo es nuestro. El mineral percibe, de un modo frío y lento, tanto como la planta, de un modo luminoso y húmedo (brote y raíz), o el ser humano (ávido o contemplativo). El impacto del deseo y la impresión alcanza a todas las cosas. El modelo que propone De Quincey es antiguo, su principal referencia es Plotino y, entre los modernos, Whitehead y David Ray Griffin. Otros de sus aliados son Leibniz, Goethe y Coleridge. Una excelente familia, pagana, que revive la cosmovisión del sāmkhya (que no se menciona, aunque hay varias referencias al pensamiento védico), pero que está presente en aquel egipcio que impartía clases en Roma.

Descartes fue el primer moderno porque se atrevió a reírse de Aristóteles. Muchos lo celebraron, pues asociaban al Estagirita con la escolástica, que era una filosofía de clérigos. No sabían que, con esa precipitación, enterraban el legado más valioso de aquella Academia en la colina de un bosque sagrado, extramuros de Atenas, y de aquel alumno aventajado del divino Platón. El mundo de Aristóteles era un mundo de cualidades, donde algunos cuerpos caen y otros, como el vapor o el fuego, ascienden, donde las cosas tienen cualidades (cálido, frio, húmedo, seco) y un principio interno de movimiento. La materia está, en cierto sentido, viva, y puede realizar movimientos sin ser empujada o forzada por algo externo. Lo que define la physis aristotélica es esa dinámica interna de la materia. De ahí que Descartes la llame “física animista” y la sustituya por una “física mecanicista”, donde lo que cuenta ya no es la cualidad, sino la cantidad. El mundo queda matematizado. Ese paso de gigante torpón hace posible la Revolución científica. Y todo sigue su curso hasta la teoría cuántica, en las primeras décadas del siglo XX. Por aquel entonces Paul Valéry decía que la Física debería recuperar la sensación. No llegó hasta ese punto, pero al menos recuperó el propósito, la intencionalidad (tan fenomenológica). Esa reconquista todavía no ha sido asimilada.

De Quincey se propone revolucionar la epistemología de la ciencia moderna. Un giro que permita percibir la naturaleza como algo sagrado. Para ello hay que desarticular el reduccionismo del materialismo y el mecanicismo, que también es, como ustedes saben, metafísica (aunque no quiera serlo). Se pretende salvar la escisión moderna entre physis (naturaleza) y psyché (mente o alma). Una patología moderna profundamente arraigada en la ciencia, la medicina, la educación, las leyes y las relaciones interpersonales. De Quincey propone materializar la mente y mentalizar la materia. Tapar la zanja que excavó Descartes hace cuatrocientos años. Una trinchera que sigue vigente y resulta esencial en la guerra ininterrumpida contra la naturaleza. Francis Bacon sugería poner a la naturaleza en el potro de tortura para que revelara sus secretos. No sabía entonces que lo que ella dice no hace sino reflejar nuestra actitud (violenta o contemplativa). “Cuando el científico va a la caza de la verdad, siguiendo una vía única y continua, se expone a no capturar más que su sombra”. Valéry está diciendo lo mismo que dirá su contemporáneo Niels Bohr. El lenguaje que elegimos (que somos) se refleja en las respuestas que recibimos (de la Naturaleza). Ella no hace sino reflejar nuestra propia sombra, teórica, instrumental.

Juan Arnau, Christian de Quincey, o la insobornable ambigüedad del ser, El País 19/04/2023






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