Francis Bacon, saber és poder.






En la base de la ciencia moderna hay un mito hebreo. El hombre está hecho a imagen de Dios, no así la naturaleza, que es mera creación. El mandato divino consiste en que el hombre disponga de ella. Esta consigna bíblica marca el destino de la civilización occidental. El hombre se distingue de la naturaleza, de hecho, puede decirse que no es naturaleza. Quien hace efectivo ese mandato en la época moderna es un político inglés con ambiciones filosóficas: Francis Bacon.

Otra idea complementa la anterior. La separación entre el estudio de la naturaleza y el estudio de lo divino. Como si fueran cosas separadas. Dar al César lo que es del César. “Dios no actúa en la naturaleza más que mediante causas segundas”. Esto quiere decir que la naturaleza es un sistema cerrado del cuál no se puede inferir nada acerca de Dios. Bacon lo afirma con claridad: “No pretendemos llegar mediante la contemplación de la naturaleza a los misterios de Dios”. Esa actitud supondría caer en la herejía. Ese hiato, esa partición, que refrendarán Descartes y Kant, es la esencia del pensamiento moderno. “Cuando se mezclan religión y filosofía, el engendro es una religión herética o una filosofía imaginaria”. Con ese movimiento se clausura definitivamente la antigüedad pagana. Entonces Dios estaba en todas partes, en los animales, en la planta y el mineral, que eran emanaciones suyas. Ahora ya sólo está en el hombre. De este último reducto será desalojado por Darwin. Nietzsche firmará el certificado de defunción. Así se deshace el pensamiento científico de Dios. Quedan los privilegios. El derecho, inalienable y teológico, a la explotación del mundo natural.

Dentro de su plan general de ordenación del conocimiento, Bacon distingue tres tipos de filosofía: la divina (teología), la natural (lo que más tarde se llamará física, química y biología) y la humana (lo que hoy llamamos filosofía). Lo que puede saber la teología de Dios es a través de sus criaturas, de su moral (una idea que hereda Kant). El conocimiento de la naturaleza “basta para refutar el ateísmo, pero no para informar la religión”. Los milagros (en los que Bacon parece creer) no los ha hecho Dios para convertir al ateo. Los milagros pretenden convertir a idólatras y supersticiosos, persuadirles de cuál es la verdadera fe. ¿Y qué tiene de particular esa fe? El episodio original de la expulsión del paraíso. Y la renovación de la alianza de Dios con el pueblo elegido, que ahora pasa a ser toda la humanidad, pudiente y colonial. Quizá por primera vez, la naturaleza, que los humanistas han ignorado, pasa a ser un campo de usos y manipulaciones, un ámbito ajeno al hombre que hay que someter, burlar e interrogar. En este sentido, Bacon muestra su afinidad con la vieja manía gnóstica que hereda la Edad Media, donde la naturaleza no era más que una trampa, algo con vocación de putrefacción, afín al demonio y a la carne.

La religión verdadera se distingue de la de los paganos. Los paganos creen que el mundo es imagen de Dios (y el hombre una imagen condensada del mundo). Mientras que cristianos y hebreos creen que sólo el hombre es imagen divina. El resto de la naturaleza no lo es. “Creo Dios a los hombres a imagen suya. Los bendijo y les dijo: “Henchid la tierra y someterla. Dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo, el ganado y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra” (Génesis 1. 27-28). Bacon insiste en que “las Escrituras nunca atribuyen al mundo el honor de ser imagen de Dios”. Ese privilegio otorga una prerrogativa: la explotación de la naturaleza para acrecentar el bienestar material de los pueblos. La legitimidad para someter la tierra es de origen divino. La reforma del conocimiento pretende recuperar el terreno perdido por la Caída y restaurar el dominio sobre la naturaleza. Como “señor de la tierra” (dominus terrae) el hombre es “ministro e intérprete de la naturaleza”, a la que entiende observando sus leyes. Pero mediante la inventio, el científico se convierte en creador. Bacon confiere el rango de héroes a los creadores de inventos nobles “cuyo beneficio puede extenderse a todo el género humano” (aquí nace el falso mito de la democratización de la ciencia). Esos inventos imitan la creación divina. “Eso diferencia la vida en Europa de la vida en las regiones salvajes y bárbaras del Nuevo Mundo”. Hasta el punto que, al compararlas, se podría decir que “el hombre es un Dios para el hombre”. El proyecto es claro: restaurar el poder perdido con el pecado original. Si la humanidad se reconcilia con el creador mediante la fe y la religión, la pérdida de saber y poder se supera mediante la ciencia y las artes. La ciencia se convierte así “en un fin grato y querido por Dios”. Bacon cambia la relación de la religión con la ciencia (que para muchos teólogos constituía una amenaza para la fe). Y se apoya en la Biblia para hacerlo: la religión exhorta a la ciencia a dominar la naturaleza. Mediante ese dominio la sociedad humana llegará al descanso sabático (milenio o utopía). El milenarismo cristiano, reformado, puritano y radical, se asocia con la reforma del saber y el advenimiento de una nueva época.

La naturaleza se presenta en tres estados. El libre o natural, donde los acontecimientos siguen su curso ordinario. El extraordinario, donde la naturaleza se sale de su curso habitual debido a “perversidades e insubordinaciones de la materia, o por la violencia de los obstáculos”. Y el modificado, cuando es constreñida o moldeada por la ciencia. En este último, la naturaleza es “encadenada y vejada, el ministerio humano la saca de su curso habitual, la oprime y da forma” sometiéndola al yugo de sus intenciones, “pues tales cosas nunca se hubieran realizado sin el hombre”. Y añade: “esperamos mucho más de esta parte en lo que se refiere a ayudas y resultados, pues la naturaleza de las cosas se revela más a través de las vejaciones de la ciencia que cuando actúa libremente”. La naturaleza tortuosa del laboratorio será la nueva pasión moderna. Los signos en rotación. El antiguo sacrificio se traslada al tubo de ensayo. En ese yoga (yugo) llevamos tres siglos. Algunos pensaron que culminaba con la bomba atómica y las armas biológicas, cuyo antídoto sólo conoce el fabricante (y a veces ni eso). Hoy, con la irrupción de la IA, vemos que aquello fue sólo la obertura. La acción y el ministerio humano muestra otro rostro de las cosas (que pasan a reflejar nuestras intenciones y ambiciones), “una faz de los cuerpos completamente nueva, otro universo, otro teatro del mundo”. Nuestras pasiones y mentalidades, lo denso y fluido, lo caliente y lo frio, lo pesado y lo ligero, se reflejan en la naturaleza y pasan a constituirla. Esa es la magia de la mente del mundo. Nace así el híbrido naturaleza-cultura.

Los paganos meridionales, claro está, hemos de protestar. El relato bíblico es demasiado antropocéntrico. Bacon creyó, como creen hoy algunos ingenieros, que el poder humano podía emanciparse del curso general de la naturaleza. Como si el cuerpo y la mente no fueran naturaleza y fuera posible desembarazarse de ésta. No saben que reeditan la vieja manía de los gnósticos, que aborrecían la naturaleza. La soberbia tecnológica puede asumir con facilidad estos desvaríos. Saber es poder. Esa asociación crea algunos espejismos. Utopías mal concebidas que derivan en distopías.

Aunque no faltan importantes excepciones, pueden decirse que las gentes del norte carecen de imaginación. Todos los calvinismos y determinismos tienen origen septentrional. Imaginan un mundo ahí fuera, que sigue su marcha al margen de nuestras intenciones. Toda la mística de la imaginación, desde la hebrea al sufismo, es de origen meridional. Recordemos que la cábala es un asunto peninsular, como también lo es el sufismo. Desafortunadamente, el modelo septentrional se ha impuesto y hoy nos gobierna el algoritmo, engendro ciego e incoloro, que amenaza con someter a las energías melódicas y coloristas de la imaginación.

La soberbia colonial ha marcado el destino de nuestra civilización. Bacon tuvo algunas ideas brillantes, que tendrán una influencia decisiva en ese destino (a través de Kant y la Ilustración francesa). Establece una serie de categorías para los ídolos de la mente (de tono muy budista), y clasifica las ciencias en función de las facultades: la historia es memoria, la poesía imaginación y la filosofía razón (una idea brillante pero falsa). Respecto a sus debilidades: no hace ninguna aportación significativa a la investigación científica, no es capaz de reconocer el genio de su médico, William Harvey, desprecia la cosmología de Copérnico y no reconoce la importancia que las matemáticas tendrán para la ciencia moderna. Bacon no sólo no sabía matemáticas, sino que las consideraba peligrosas por su proximidad al ocultismo (cábala, astrología, milenarismo). Le parece que las matemáticas “buscan a tientas un saber fantástico” y que “es mejor seccionar la naturaleza que resolverla en abstracciones”. Peirce comentaría después que ningún sistema mecánico (como las tablas baconianas de exclusión), puede producir un conocimiento científico importante. Popper que la especulación imaginativa (para Bacon un vicio intelectual heredado del escolasticismo), era el nervio del progreso científico. La posibilidad de un teorizar científico susceptible de ser mecanizado, en la que no cuentan las dotes de quien hace las clasificaciones, resulta muy dudosa. La teoría cuántica sería un buen ejemplo.

Bacon no otorgó importancia a la concepción de hipótesis o de teorías imaginativas. Pese a ello, aportó sesgos y orientaciones decisivos para la mentalidad moderna. Entre ellos destaca la idea de aprender de la naturaleza (obedecerla) que hoy desarrolla el llamado “diseño ecológico”. Pero también la idea de que ciencia y poder son una misma cosa, “dos objetivos gemelos, que vienen a ser lo mismo”. Frente a las divagaciones escolásticas, propone una inducción metódica y cautelosa. Frente al individualismo elitista de los humanistas, una experimentación mecánica y colectiva. Frente al secretismo de alquimistas y herméticos, una investigación abierta a la crítica pública e institucional. Ese cambio de mentalidad impulsará el desarrollo de la ciencia moderna. El nuevo ídolo empieza a erigirse: “Muchos pasarán y crecerá la ciencia” (Daniel 12.4). Bacon es quizá el primero que propone la estatalización de la ciencia. Un nuevo pacto entre Ciencia y Estado que sustituya al anterior de Religión y Estado. Así se hace tras la cruenta lucha entre jesuitas e ilustrados. Pero más tarde, en el capitalismo desarrollado, entrará en liza un nuevo factor: los intereses de las grandes compañías tecnológicas y farmacéuticas. Los frutos de la ciencia activa son el único criterio de verdad. La tecnología ha dejado de ser la sierva de la ciencia. El que propicia ese cambio de mentalidad es Bacon, cuya vida está dominada por la voluntad de poder.

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