Aquesta piara filosòfica.
En el siglo IV, Gregorio de Nisa comparó a los filósofos epicúreos con los cerdos. La imagen no era nueva. Cuatro siglos antes, Horacio se había presentado a sí mismo como un miembro de la piara de Epicuro. Claro que no se refería al animal obeso y rosado, productor industrial de carne, por la sencilla razón de que este no apareció hasta mediados del siglo XIX. Se refería al jabalí, fuerte, rápido, frugal y libre. Al jabalí que puso en aprietos a Hércules. Al jabalí con el que se compararía Rafael Sánchez Ferlosio, por ser un animal que embiste solo. No obstante, Gregorio de Nisa supo declinar esta imagen de la forma más denigrante para los filósofos epicúreos. En su opinión, la complexión espiritual de estos filósofos era análoga a la complexión física de los cerdos. Y no solo porque el hecho de poseer un menor número de vértebras les condenaba a vivir con el hocico hundido en el lodo del mundo material, sino también porque les impedía alzar la cabeza para contemplar el mundo supralunar de las ideas puras.
Pero las metáforas se pelean. Y los lugares comunes no son bebederos naturales en los que los animales no se atacan. Son arenas en las que diferentes sensibilidades poéticas, filosóficas y políticas luchan por apropiarse de una imagen. Y eso es lo que hizo Cyrano de Bergerac, cuando en 1657 publicó El otro mundo o Los estados e imperios de la luna, que es una de las novelas filosóficas más felices de todos los tiempos (muy por encima de El discurso del método, que peca de inverosímil). En ella, Cyrano se reapropia de la insidiosa metáfora de Gregorio de Nisa, y le da la vuelta, con el objetivo de liberarla de sus efectos perjudiciales para la vida. El protagonista acaba de llegar en globo a la luna, donde viven unos caballos sabios, que lo capturan y discuten acerca de la naturaleza «humana» o «inhumana» de ese extraño ser que acaba de llegar. La cuestión es que, entre las muchas declaraciones que el caballo fiscal alegará para convencer a su auditorio acerca de nuestra naturaleza deficiente, nos encontramos con el siguiente argumento:
«Ved, además de ello, cómo tienen la cabeza vuelta hacia el cielo: es la escasez de todas las cosas a que los ha condenado Dios la que los ha puesto en esta situación, puesto que esta actitud suplicante prueba que buscan el cielo para quejarse a quien los ha creado y pedirle permiso para gozar de nuestras sobras. En cambio, nosotros tenemos la cabeza inclinada hacia abajo para contemplar los bienes de los que somos dueños y debido a que no hay nada en el cielo que podamos considerar con envidia en nuestra feliz condición.»
Es un texto alegre, en el sentido spinoziano, ya que desactiva una metáfora que reduce nuestra potencia, al desconectarnos de esa fuente de conocimiento, placer y acción que es la realidad, al mismo tiempo que activa otra que la amplía, pues nos abre a esa realidad antes negada. Gregorio de Nisa fue un Hércules cristiano, que logró vencer al gigante Anteo estrangulándolo mientras lo sostenía en vilo con sus brazos, pues sabía que su madre Gea le transmitía una fuerza sobrehumana cada vez que su cuerpo tocaba la tierra. Frente a él, Cyrano de Bergerac nos exhorta a clavar de nuevo los pies sobre la tierra, y luego las manos, para que, como los caballos sabios, no perdamos de vista el laberinto, que otros llaman el mundo. El cristianismo debería haber celebrado más la imagen del niño Jesús gateando. O la burro del establo. Relinchemos, hermanos.
«Dulce et decorum est pro patria mori», dijo Horacio en sus Odas. «Es dulce y honorable morir por la patria». Y no lo hubiese escrito nunca si hubiese sabido la cantidad de jóvenes que acabarían alistándose, al inicio de la Gran Guerra, animados por ese verso. Pero habent su afata libelli… «Morir por la patria es vivir», dice el himno de Cuba. Pero ¿vivir dónde, cómo y hasta cuándo? ¿Y eso significa que los que no mueren por la patria sí mueren para siempre? ¿No es eso pura teología? ¿O teología-política? ¿O teratología-política? Spinoza, Spinoza, ¿por qué nos has abandonado?
Ciertamente, la secularización de las sociedades modernas supuso un trasvase simbólico desde el ámbito de la religión al del nacionalismo, que se vio en la necesidad de crear una nueva soteriología, de apariencia laica. Si bien en el fondo era profundamente religiosa. Como dijo Benedict Anderson, en Comunidades imaginadas, el nacionalismo intenta transformar la muerte en continuidad, y la contingencia, en necesidad: «Es accidental que sea Francés, pero Francia es eterna».
La misma guerra (porque todas las guerras son la misma guerra) en la que murió Jack Kipling, el hijo de Rudyard Kipling, quien no solo lo enardeció con poemas belicistas que le mostraban el camino para ser un hombre, sino que también le ayudó a alistarse, a pesar de haber sido declarado no apto. Aquel joven miope murió en su primera batalla. Y su padre, destrozado, buscó en vano su cadáver, y estampó, en sus Epitafios de la guerra, unos versos que son un aviso contra todo idealismo:
«Si alguien pregunta por qué hemos muertodiles que fue porque nuestros padres mintieron».
Me imagino a Jack a cuatro patas buscando sus gafas sobre el fango del campo de batalla. Me imagino a Rudyard a cuatro patas buscando en vano la chapa de su hijo bajo la mirada ausente de su guía francés. Ojalá hubiesen adoptado antes esa postura. Y ojalá hubiesen comprendido a tiempo que, no solo el hombre, sino también las sociedades están hechas de barro, y de hierba, y de abono, y que no hay fronteras divinas ni esenciales, y que morir siempre será morir…
Bernat Castany Prado, Filosofar a cuatro patas, Casapaís
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