Els deures de l'oposició.






Puede haber victorias ilegítimas debidas a fraudes electorales y también puede darse el caso de gobiernos que hagan cosas ilegítimas e incluso que se deslegitimen completamente, aunque para juzgarlo están los organismos competentes, no la oposición, a la que únicamente correspondería en ese supuesto presentar la denuncia correspondiente. En Estados Unidos y Brasil, las autoridades encargadas de supervisar los resultados de las elecciones han acreditado las victorias de Biden y Lula. Las revueltas subsiguientes no son justificables por una trampa que pudieran objetivar en una acusación, sino a la mera insatisfacción con el resultado. Se da la paradoja de que hay en amplios sectores sociales una creciente incredulidad en el funcionamiento ordinario de las instituciones y una desmesurada credulidad ante cualquier explicación conspiratoria. Esta situación pone de manifiesto la naturaleza paranoide de nuestras sociedades, escépticas frente a la normalidad institucional y dispuestas a creerse cosas más increíbles que el hecho de que las cosas funcionen correctamente.

En primer lugar, todo esto no sería posible si no se hubiera producido una perversión de los conceptos y del discurso político. La pretensión de los populistas de hablar en nombre del pueblo les incapacita para aceptar los procedimientos democráticos, establecidos precisamente para impedir que nadie —ni la mayoría triunfante ni la minoría derrotada— lo represente en su totalidad y para siempre. En una democracia, el pueblo es el soberano sí, pero plural, representado parcialmente por los agentes políticos, activo tanto en las mayorías que gobiernan como en las minorías que construyen las alternativas al Gobierno vigente.

En segundo lugar, habría que referirse a una impaciencia que obedece a la aceleración estructural de nuestras sociedades. Antes, con ritmos políticos más lentos, quien perdía unas elecciones sabía que gozaría de nuevas oportunidades en el futuro. Hoy, hemos tensado tanto nuestras demandas de éxito que partidos y electores apenas conceden nuevas oportunidades; al primer fracaso se declara agotado el liderazgo y se lo remplaza. Vivimos en una cultura de la urgencia, de la satisfacción inmediata y las recompensas en el corto plazo que está abreviando despiadadamente la vida política de los candidatos.

Una derivada de esta aceleración es considerar el mandato político como una especie de “última oportunidad” que ha de aprovechar quien gobierna y que debe impugnar quien está en la oposición. Esta prisa explicaría algunos errores de los que han ganado, que gobiernan como si no hubiera un mañana, y de una oposición que actúa confundiendo la construcción de una alternativa con la destrucción de la mayoría gobernante. Se instala así la sensación de que en un mandato electoral se puede hacer cualquier cosa, generando unas expectativas en quien gobierna tan exageradas como los temores de la oposición. Unos y otros parecen desconocer las limitaciones de la acción de gobernar en una sociedad compleja y con constricciones de diverso tipo.

El encarnizado combate político se desliza así con facilidad hacia la descalificación del otro como inelegible, no simplemente como una opción legítima pero peor. El peso de la prueba de la ilegitimidad debería estar en quienes acusan y no en quienes cumplen con la legalidad vigente y han configurado una mayoría suficiente. Por supuesto que puede haber decisiones del Gobierno que se sitúen fuera de la legitimidad constitucional, aunque para declararlo hay órganos competentes, no precisamente la oposición, a la que solo correspondería presentar la correspondiente denuncia. En nuestro caso concreto, creo que la cultura política comenzó a estropearse cuando, sin ningún reproche de los organismos encargados de la vigilancia constitucional, ciertos partidos o gobiernos fueron acusados de actuar al margen de la Constitución (a pesar de que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional acogía en el marco del juego constitucional a partidos que se proponían objetivos políticos contrarios a la vigente Constitución, como la república o la independencia de alguno de sus territorios). El creciente uso del calificativo “constitucionalista” para restringir el radio de los actores legítimos y excluir a otros revela un uso grotesco de las categorías políticas. ¿Qué Constitución es esta que permitiría gobernar contra ella misma? O las críticas de la oposición son exageradas o la Constitución es muy mala y no merece ser defendida...

El primer deber de la oposición es conseguir que la opinión pública perciba como insólito al Gobierno y no le parezca insólito que la oposición pueda arreglar el supuesto desastre. La oposición forma parte del sistema y se neutralizaría a sí misma si pensara o actuara con una lógica similar a quienes actúan fuera de él. Esto tiene un efecto disciplinante para el modo de plantear la confrontación democrática. Una oposición que deslegitima al Gobierno sin ninguna moderación puede terminar careciendo de argumentos creíbles para rechazar las formas injustificables de hacerle frente (como la violencia) y, de paso, situarse fuera de la credibilidad política que necesita para volver a gobernar.

Daniel Innerarity, La oposición al asalto, El País 12/01/2023

https://elpais.com/opinion/2023-01-12/la-oposicion-al-asalto.html?ssm=FB_CC&fbclid=IwAR3bkbD4VuqztX2D_IA4HrNiuLI_nbkMELmmbAMwPaQGGGQQHiAkCdM-L8o

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