Santificar la indignació.
—Pero, ¿tú crees que basta que alguien pierda su empleo, su automóvil o su piso para que vote, por ejemplo, al Front National?
—Yo creo –dijo su interlocutor- que de estos desgraciados se aprovechan los nuevos arribistas, como esas aves selváticas que se alimentan limpiando los restos de comida que quedan en la dentadura de los hipopótamos. Convierten su dolor en combustible para sus propios fines.
Esto podrían haberlo corroborado, de haber querido pensar con claridad, los pocos “perdedores” que se encontraban en el bar. Cuando a uno le quitan lo que creía suyo, uno se siente humillado, se indigna, se enfada, se ofusca, pero la ofuscación es ciega, incluso puede que uno esté dispuesto a matar por ello, como el personaje que encarna Sean Penn en Mystic River (Clint Eastwood, 2003) cuando se entera de que han asesinado a su hija, pero uno no sabe a quién ha de matar, uno no sabe quiénes son sus enemigos, quiénes son los que le han quitado lo que más quería, a menos que alguien le señale la dirección contra la que tiene que dirigir su rabia y el canal por el que tiene que encauzarla. No, no basta con que alguien pierda su trabajo o su casa para que vote al Front National, hace falta —aceptando este ejemplo— que el propio Front National indique a los humillados que los culpables de sus desgracias son, pongamos por caso, los inmigrantes que destruyen las raíces morales de su modo de vida tradicional, y entre los cuales se ocultan esos “hombres de negro” que son los terroristas islámicos, que no son sino el brazo armado de esas fuerzas anónimas de destrucción del espíritu de la nación. Hace falta que alguien santifique la indignación ofreciéndole una causa justa, que alguien transforme la tristeza en cólera, como decía el hombre que hablaba con el camarero. ¿Estaban ellos, los “perdedores”, de acuerdo con esos a quienes se había llamado “nuevos arribistas”? Pero, realmente, ¿era cuestión de estar de acuerdo? ¿Había algún punto en el que se pudiera estar de acuerdo o en desacuerdo? ¿Quién habría aceptado reconocerse (al menos parcialmente) responsable de su desdicha, lo que añadiría una condena moral a su penuria material, cuando podía reclamar el estatuto de víctima engañada e invertir su sufrimiento en la empresa política que acusaba con el dedo a los auténticos culpables —aquellos cuyo hálito voraz y mortíferamente helado fue la causa del enfriamiento del crédito— y exigía venganza contra ellos, abriendo la posibilidad de que, por primera vez en la historia, los verdaderos villanos y sus lacayos fueran castigados? ¿Quién puede decirle a cada cual cómo rentabilizar su aflicción? ¿No es mejor invertir el dolor en una empresa moralmente intachable, en una causa políticamente superior, que consumirse en él hasta el final de sus días? ¿No es la selva africana un bello ejemplo de simbiosis entre las especies animales? ¿Por qué descalificar tan pronto a los recién llegados como “nuevos arribistas”?
—Según dice la radio, no son sólo los “perdedores” de la crisis los que votan contra el sistema. Hay mucha más gente. Es algo transversal.
Cada uno de los presentes, que después de todo era también votante, reflexionó sobre la transversalidad del descontento. En efecto, además de unos pocos “perdedores”, había también en el bar gente más mayor y más joven, de aquellos que habían oído describir la crisis económica como la causa de que “por primera vez” (nadie añadió: “en la vida”, pero parecía como si se diese por supuesto) “los hijos tuvieran que resignarse a vivir peor que sus padres”: a los hijos en cuestión, algunos de los cuales estaban presentes, esto les había parecido realmente mal (“¡Qué bonito! Habéis estado disfrutando tranquilamente de vuestro bienestar, y cuando llegamos nosotros a pedir la ración que nos corresponde por herencia, resulta que se ha acabado. Pues ahora nos vais a dar lo que nos merecemos por las buenas o por las malas”), pero a los padres de estos hijos, que también estaban representados en la clientela, también les pareció indignante que a sus descendientes les hubiesen “robado el futuro” (ellos, como no podía ser de otra manera, querían lo mejor para sus hijos), y apoyaron (financieramente, sin aparecer en el escenario por temor a la vergüenza y el escarnio) su sublevación. Los hijos no tenían dudas acerca de su propio comportamiento, como podía sucederles a los “perdedores” de la crisis; ellos sabían con absoluta certeza que tenían razón. Su cólera estaba iluminada por el intelecto, y no únicamente santificada por la justicia. Los padres sabían, con la misma certeza inconcusa, que sus hijos tenían razón y que ellos —sus padres— se habían equivocado, que su vida había sido un cúmulo de traiciones, de concesiones, de dejaciones, de apostasías con respecto a los grandes ideales de su juventud. Claro que había algo más. Podían preguntárselo, en caso de duda, a otro grupo, más heterogéneo, que también se encontraba distribuido por la sala: no eran ni jóvenes ni viejos, tenían la mediana edad de los “perdedores” pero no lo eran en realidad, o no del mismo modo. Todos ellos eran profesionales más o menos liberales, algunos empresarios autónomos, otros asalariados, otros incluso funcionarios, y estaban seguros de que “el sistema”, “el régimen” y, en definitiva, “los hombres de negro”, les estaban hurtando una vida mejor. Unos achacaban su falta de prosperidad o de reconocimiento simplemente al estado de corrupción reinante y de colusión entre poderes económicos, poderes políticos y poderes mediáticos, que estrangulaba todo progreso de los espíritus libres. Otros, en un análisis más fino y detallado, interpretaban su lucro cesante como una consecuencia del modo de funcionamiento que la globalización capitalista imponía al mercado de trabajo, y encontraban en esa misma causa el origen de su infelicidad personal y de su insatisfacción afectiva. Y un tercer grupo, disperso por definición, veía claro que el atasco público y privado de su medro se debía específicamente a su identidad (sexual, lingüística, étnica, etc.), y que por tanto no podría esperar ningún progreso que no supusiera una aceptación generalizada del pluralismo “moral” que tuviera traducción política en la protección de los derechos de las minorías en la legislación positiva, que sólo podría imponerse mediante el abandono del modelo “masculinizado” del sujeto autónomo moderno, abandono que, desde luego, era incompatible con el imperio de los hombres de negro. Había muchísimo más. Y aún eso no era todo.
José Luis Pardo, facebook 23/05/2018
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