Vull un país nou.
El voluntarismo revolucionario del siglo XVIII asume determinadas herejías
del pasado, milenarismos o mesianismos, que prometen la inminente
transformación radical del mundo, con la salvedad de que ahora la naturaleza de
estos objetivos es estrictamente secular. Si existe un mesías, es un personaje
colectivo, el pueblo, una abstracción que permite que determinados individuos
se presenten como su encarnación. Renunciar a todo lo sagrado de origen
sobrenatural facilita el ascenso de una nueva esperanza. Los hombres imaginan
que el mundo puede transformarse en función de sus deseos, y su voluntad de
actuar aumenta. En adelante todo está permitido y todo es posible. (…) los
revolucionarios piensan que no debe ponerse la menor traba a la progresión
infinita de la humanidad. (…) Es cierto que las sociedades tienen un pasado,
pero en ningún caso están obligadas a someterse a las tradiciones. Una frase
muy citada de Jean-Paul Rabaut Saint-Étienne, diputado de la asamblea constituyente,
ilustra esta actitud: “Nos apoyaos en la historia, pero la historia no es
nuestro código”. Esto no quiere decir que nuestra conducta deba escapar a toda
reglamentación, son que esa reglamentación debe inspirarse exclusivamente en
los principios de razón y justicia.
El objetivo es conseguir una sociedad nueva y un hombre nuevo. Se considera
que las personas son materia informe que el esfuerzo de la voluntad puede
conducir a la perfección. La tarea de convertir a todos los hombres en
virtuosos y a la vez felices parece de pronto al alcance de la mano. (…) Como
se trata del bien supremo, todos los caminos que se sigan para alcanzarlo son
buenos (…) y se tiene derecho a destruir a los que se oponen a él. Precisamente
por eso se han convertido en una encarnación del mal, ya que los obstáculos
sólo pueden provenir de una mala voluntad. (…)
Vemos que, aunque reivindica el ideal de igualdad y de libertad, lo que
llamo aquí (para recordar sus orígenes religiosos) el mesianismo político –un mesianismo
sin mesías- tiene un objetivo final propio (fundar el equivalente del paraíso
en la tierra), así como medios concretos para alcanzarlo (…). En su búsqueda de
una salvación temporal, esta doctrina no reserva un lugar a Dios, pero conserva
otros rasgos de la antigua religión, como la fe ciega en los nuevos dogmas, el
fervor en sus acciones y en el proselitismo de sus fieles (…).
Imaginar un ideal en nombre del cual se intenta transformar lo real,
plantearse una transcendencia que permite criticar el mundo tal cual es para
mejorarlo seguramente es un rasgo común a toda la especie humana, pero eso no
basta para dar lugar a un mesianismo. Lo que caracteriza concretamente el
mesianismo es la forma que adopta la tendencia al perfeccionamiento. Todos los
aspectos de la vida de un pueblo están implicados. No basta con modificar las
instituciones, sino que aspira a transformar también los seres humanos (…)
Tzvetan Todorov, Los
enemigos íntimos de la democracia, Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores,
Barna 2012, pàgs. 37, 38, 48
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