Catalunya i el futur de l'esquerra.
La crisis actual del Estado en Cataluña se llama independentismo: es
su metáfora más altisonante porque es tanto su expresión sentimental
como la presunta solución definitiva para que tanto la crisis como el
Estado se disuelvan. El independentismo es, me parece, la forma que ha
adoptado en Cataluña la denuncia y la desesperación ante males
compartidos por el resto de España. Pero precisamente por ser gravísima
la quiebra financiera de la Generalitat y astronómica la cifra de
parados (más de 600.000), esa crisis de Estado se ha reconvertido, desde
el poder y desde la calle, en solución liberadora de los males actuales
y al mismo tiempo liquidadora de los males históricos. En ambos casos,
el mal es España.
El relato catalán, por tanto, ha alcanzado la perfección del círculo
político. Ha aliado a la derecha en el poder, el Govern de la
Generalitat (10 de sus 12 consejeros estuvieron en la Via Catalana por
la Independencia), y a buena parte de la contestación radical de
izquierdas, con expresión parlamentaria o sin ella. Y en medio se
instala el resto de partidos de la izquierda, cada vez menos seguros en
la defensa de un proyecto distinto a la independencia, cada vez más
olvidadizos de los compromisos contraídos como partidos en los últimos
treinta años, cada vez más sintonizados con la vasta onda general en que
se mueven los medios públicos y políticos de Catalunya. En ese
electorado, con el indesmayable apoyo de los últimos Presupuestos,
también empieza a calar el mensaje de que la independencia conducirá por
fin a la justicia y a la riqueza mientras que el federalismo o la
reforma del Estado de las Autonomías equivale a aferrarse a un fósil
ideológico. Pura inadaptación al aire de los tiempos.
Lo doblemente preocupante es sin embargo esa renuncia ideológica de
las izquierdas, catalana y española, a leer la crisis catalana bajo el
paraguas de una crisis de Estado. Creo que este enfoque emplaza el
asunto en un ángulo más productivo e incluso más apto para concebir
soluciones duraderas no sólo para Cataluña sino para el futuro político
de la izquierda. Para empezar, lo sitúa en el ámbito de las
responsabilidades políticas compartidas y neutraliza tanto la propensión
catalana a endosar a España sus males como neutraliza la tentación
española de culpar de todo a la avidez insaciable de los catalanes. Así,
el nuevo relato en Catalunya se desmorona como una ilusión óptica
porque ella misma ha sido parte fundamental en la construcción del mal,
el actual Estado, con sus propios votos —tanto del PSC como aliado del
PSOE como de CiU como aliada coyuntural de quien hiciese falta—. Que
ahora la derecha nacionalista en Cataluña finja que el Estado actual no
es cosa suya ni tiene nada que ver en su crisis es un modo de lavarse
las manos poco respetable, pero es tan poco respetable como obviar las
obscenas campañas anticatalanas promovidas por el PP.
Hoy España no es la madre de todos los males catalanes pero sí es un
Estado en crisis de legitimidad auspiciada por la crisis social y
económica y por el repudio creciente que encuentra el Estado fabricado
en la transición, hace treinta años. Los ribetes incluso pornográficos
de esa crisis empiezan por el pitorreo del Estado consigo mismo (y el
caso del presidente del Tribunal Constitucional parece hecho a medida).
Esta percepción me parece que compromete también y gravemente a la
izquierda en la búsqueda de una respuesta propia, singular, no calcada o
derivativa de propuestas de otros. La evidencia de la inadaptación
morfológica del Estado a una sociedad que ya no es la que era ha
cristalizado en Catalunya con el apoyo popular al independentismo.
Interpretar su empuje como una forma de egoísmo cantonalista o de
reacción emocional minimiza el problema y desenfoca la cuestión central,
que es esa inadaptación de la estructura del Estado a la sociedad
española de principios del siglo XXI, incluida la catalana. Y da la
impresión de que cuanta más lentitud mantengamos en esa reconsideración
de estructuras y poderes, partidos y leyes de financiación, impunidad
del fraude y otras permisividades hoy ofensivas, más difícil será
reafirmar a los sectores catalanes todavía de izquierdas en un modelo de
Estado revitalizado y dispuesto a encarar su propia adaptación al
futuro. Al PSOE particularmente, como parte de su profunda y propia
crisis, parece corresponderle imaginar ese programa de reformas creíble y
verosímil, sí, pero también valiente y moderado, es decir, moderado por
valiente.
Una propuesta política de ese calado en la izquierda de ambos lados
puede disipar espejismos y convencer a muchos contra la
descapitalización social, cultural, económica y política que significa
para España y Cataluña la independenica real e incluso el mismo proceso
que vivimos ahora. Pero atraerá a los electores no por la vía del porque
sí o porque España ha de seguir siendo una y Cataluña es España, y
punto. El problema es estructural porque los cambios de la sociedad
española son estructurales y no meramente de forma, estilo o
temperatura. La alternativa de la izquierda al proceso independendista o
es parte de su respuesta a la crisis del Estado o no será más que una
gasa intangible de fantasías. Pero sobre todo no debería ser hermana de
las soluciones de la derecha ideológica, al margen de si es tan
provincianamente españolista como provincianamente catalanistas son
muchos independentistas.
Los votantes de la izquierda en España y en Catalunya deberíamos
saber por qué en lugar de soportarnos impacientemente, preferimos seguir
explotando sin complejos las sinergias de un proyecto federal y
socialdemócrata adaptado al siglo XXI. Desde Catalunya la izquierda
estará encantada de activar la reforma de un Estado destartalado y
descompuesto por tantos lados. Y sin duda preferiría que la
descomposición no llegase a la mera disolución por pasividad, por inopia
o por resignación. Y ese no parece trabajo ajeno a un PSOE con voluntad
de liderar de nuevo una reforma del Estado mientras agoniza maltrecho,
renqueante, el que fue afortunado Estado de la transición.
Jordi Gracia, El Estado de la izquierda, El País, 14/10/2013
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