L'intel.lectual, aquesta merdeta.
El poder y los intelectuales: «Vamos a matar a todos los que lleven gafas»
Stalin amb Gorki |
Pierde
usted los nervios. Llega a la conclusión de que la revolución no se
puede hacer sin los intelectuales (…). Esos intelectualillos, larvas del
capital, que se creen el cerebro de la nación. En realidad no son el
cerebro, sino la mierda… (Carta de Lenin a Gorki, citada por Vitali Chentalinski en su libro De los archivos literarios del KGB, ed. Anaya/ Mario Muchnik, 1994).
De
ahí a matar a los que lleven gafas no hay tanto trecho como se piensa.
De la Rusia de 1919 a la Camboya de 1975 las líneas generales de los
gobernantes comunistas siempre han sido las mismas: los intelectuales
solo son necesarios si ponen su pluma al servicio del poder. Y solo
durante momentos muy concretos (por ejemplo cuando la revolución está en
marcha o aún no está suficientemente asentada). Después se convierten
en un elemento molesto, inservible, peligroso.
Pero, ¿qué pasa en el resto del mundo? ¿Cuál es la relación del poder con los intelectuales? Dejemos que el profesor Benedetti nos lo explique:
El
poder de los gobernantes nunca se siente influenciado por los
intelectuales o artistas. En la extrema derecha generalmente los
expulsan, torturan y matan. El neoliberalismo, en cambio, cree que
artistas e intelectuales son objetos decorativos. A los políticos les
gusta hacerse fotos al lado de un pintor o un escritor, pero no le dan
la menor importancia. Y hasta la propia izquierda usa a intelectuales y
artistas. En el terreno político nadie da importancia a lo que piensan.
Eso no quiere decir que uno no hace lo que puede. Podemos cambiar la
mentalidad de la gente, pero no vamos a liderar ninguna transformación.
Nunca supe de una revolución hecha con un soneto, con una obra de
teatro. Ni se derrocó ninguna dictadura con un cuento. Los intelectuales
participan en los movimientos, pero no pueden cambiar la vida. El poder
siempre desprecia al intelectual y lo considera peligroso.
«Pero no pueden cambiar la vida», a mí esta frase, cuando la leí por primera vez, me recordó inmediatamente unas palabras de Haroldo Conti: «Tarde o temprano la vida se me pondrá delante y saltaré al camino. Como un león».
A
Haroldo Conti la vida se le puso delante la madrugada del cinco de mayo
de 1976. Y se lo tragó. Se lo tragó tan bien tragado que hoy en día aún
está (y estará, me temo, tal vez para siempre) en la lista de
desaparecidos de la dictadura militar argentina. El escritor se quiere
comer la vida. Pero la vida se come al escritor. Por desgracia es más
que una metáfora y por desgracia casos como el de Conti hay muchos,
muchísimos. Y en esto parece que todas las dictaduras del mundo compiten
entre ellas por ver quién hace la lista más larga. Y en esto (en el
fondo es muy lógico) no hay diferencias ideológicas. «Terrorista no es
solo el que pone bombas. El que escribe libros también es terrorista»,
decían Videla y su chusma. Y Pinochet se reía y aplaudía repantigado en su sillón.
Y mientras el intelectual, esa mierdecilla,
¿quién se cree que es? Cuando Lenin se ponía muy borde, al final, la
única excusa de Gorki y la única manera de evitar más broncas era: «Los
artistas son unos locos». Curiosamente esa fue la misma frase con la que se defendió el Veronés
de las acusaciones de la Inquisición en 1573. Si bien en este caso el
pintor incluyó en el grupo a los poetas, supongo porque pensó que la
unión hace la fuerza.
Pero
volvamos a Gorki; al final Lenin, por no echar más leña al fuego,
aceptaba como buena la excusa de Gorki y después de un «cuánta razón
tienes» se quedaban tan contentos y pasaban a otra cosa. Pero que no
hubiera más broncas y reproches en las cartas no quiere decir que Lenin
estuviera dispuesto a tolerar todos los caprichos y ambigüedades de su
amigo. No. Gorki era, lo dice él mismo, «un mal marxista» y Lenin y Stalin (que le tomó el relevo) lo sabían muy bien. ¿Y cómo no iban a saberlo, si para ellos no había ni un solo escritor que verdaderamente
fuera un buen marxista? Había que tenerlos vigilados. Había que ser
paciente con ellos. Había que ser duro cuando tocaba. Había que
mostrarles el camino, y no una vez, sino muchas. Los escritores, los
intelectuales, eran como hijos tontos. En ningún momento se podía dejar
de estar encima de ellos. Así, cuando en 1918, el diario en el que
trabajaba Gorki como redactor jefe fue prohibido por orden misma de
Lenin, este se apresuró a defender a su amigo diciendo:
—No, Gorki no nos abandonará. Todo esto es marginal, temporal. Ya lo veréis. Estará necesariamente con nosotros.
Gorki
volvió al redil. Pero el hombre es débil y tropieza siempre con la
misma piedra. De manera que, en 1920, muy poco después de la carta con
la que he iniciado el artículo, Lenin sugirió amablemente a su amigo que
se tomara un descanso… en Italia, en Suiza…
Y por si no estaba claro, añadió, concluyente:
—Y si no se va, le obligaremos a exiliarse…
(En
1920 los comunistas aún toleraban el exilio de los intelectuales y de
otros individuos desleales al régimen. Con Stalin las puertas de la
patria se cerrarían y todo el país, como bien dijera el filósofo,
científico y escritor Pável Florenski, se convirtió en
una inmensa cárcel. «Estaba en el destierro. He venido a presidio», se
atrevió a declarar Florenski cuando volvió a Moscú después de un primer
destierro. A lo que le siguió, por supuesto, una nueva y definitiva
detención).
Pero
Gorki no era Florenski. Sabía estar callado cuando tocaba. Y por otra
parte el Partido lo trataba bien, dándole cargos y responsabilidades
(que luego sabía quitarle con mucha diplomacia). Gorki fue obediente y
se exilió. Se estableció en Italia y vivió un periodo de relativo
olvido. Y luego se le pidió que regresara y regresó. Y en todo este
tiempo, en todos estos años, ya dentro o fuera de la URSS, siempre
estuvo sometido a una estrecha pero discreta vigilancia. La mayoría de
las visitas que recibía, la mayoría de las personas que vivían en la
casa o que trabajaban de algún modo con él, eran agentes soviéticos o
colaboraban con el poder soviético. Eran informadores que contaban todo
lo que veían y oían y tenían una misión muy clara: mantener a Gorki
aislado de la realidad y al mismo tiempo evitar que elementos contrarios
al régimen pudieran llegar a él, o pudieran tener alguna influencia
sobre él. Vitali Chentalinski, el primer civil que pudo
conocer los archivos confidenciales de la KGB, cuenta en su libro cómo
se llegaron a imprimir diarios especiales para Gorki, con el fin de que
él no llegara a conocer lo que había publicado la prensa de ese día. ¡Y
la prensa de ese día era una prensa absolutamente controlada y leal al
Partido! Pese a todo, el caso de Gorki, como el caso de Pasternak, como el caso de Bulgakov
son excepciones. Se les vigiló, se les atacó incluso en algún momento,
pero no se les detuvo, no se les metió en una celda ni se les torturó,
se les permitió vivir, y a veces, hasta se les permitió escribir. Todo
un lujo para un escritor.
Franco,
que no entró a la escuela de dictadores con muy buena nota, sino de
rebote y por los pelos, se espabiló al final y supo aprender de Stalin y
de todos los demás. No sabemos qué apuntes tomó pero me atrevo a decir
que serían algo así:
-
Toda dictadura necesita su escritor oficial. (Por ejemplo Gorki para los rojos).
-
Con
un escritor oficial ya es más que suficiente. Los demás solo están para
hacer bulto. (Nota: el escritor oficial también está para hacer bulto,
pero se tiene que notar menos que con los otros).
-
Toda
dictadura necesita alguna oveja negra. (Cuidado: las ovejas negras
tienen que ser ABSOLUTAMENTE INOFENSIVAS, y solo están para cuándo esos
enemigos extranjeros que se disfrazan de periodistas nos quieran poner
verdes. Entonces enseñamos a la oveja negra y les decimos: «No. ¡Qué va!
Mira… Si toleramos las críticas. Si somos muy demócratas. De hecho,
somos los más demócratas del mundo. ¿No lo ves?». Entonces se le deja
hablar a la oveja negra. Pero poquito, no vaya a ser que la líe…).
-
Toda
dictadura necesita alguien a quien echar la culpa. Y los escritores,
una vez se ha acabado con los enemigos más poderosos, son tan buenos
como cualquiera. Y hacerlos peligrosos no cuesta nada. Se les puede
hacer tan peligrosos como convenga y en el momento que convenga. A un
escritor se le puede acusar de cualquier cosa. Y él mismo se encarga de
fabricar las pruebas… ¡Con sus libros!
¿Recuerdan a un señor llamado José Luis López Aranguren? ¿Recuerdan a un señor llamado Tierno Galván?
¿Y a un señor que cantaba algo de una gallina que ponía huevos y de una
estaca que no sé qué le pasaba? Sí. Sí. Ese que cantaba en catalán pero
pese a todo era prohibido o tolerado según convenía… Revisen las
hemerotecas y las videotecas. Y verán como los protagonistas hablan sin
pelos en la lengua.
Pero
los déspotas también hablan. Por acción o por omisión. Se atreven a
mentir sin vergüenza alguna. Como el mismísimo jefe de la KGB diciéndole
a un cándido escritor francés de visita por la URSS (de visita guiada,
obviamente) que en su país no hay censura… Como Stalin haciéndose el
bondadoso y el comprensivo con Bulgakov (pero no permitiendo que se
estrenaran más obras suyas en el futuro), o bromeando en una cena de
escritores (precisamente en la casa de Gorki) con un poeta un pelín
demasiado «contentito» (el vodka, es lo que tiene) para luego mandarlo
fusilar. Aunque Stalin por lo menos se permitía las bromas, otro día
hablaremos de Hitler…
Decía
que los déspotas manifiestan su poder por acción o por omisión. Acabaré
con una cita que creo que es bastante clarificadora…
Por otra parte, las autoridades todavía veían la revolución según los planteamientos naródnikis
y terroristas, y no les desagradó la aparición de esa nueva secta que
dividía al movimiento revolucionario, que no parecía predicar la acción
inmediata y que se ocupaba sobre todo de analizar el crecimiento del
capitalismo ruso. Durante unos años los escritos de los marxistas,
siempre que se disimularan tras una forma expresiva culta y no usasen
abiertamente un lenguaje provocativo, recibieron el imprimatur de los censores. Fue el periodo que llegó a ser conocido como «marxismo legal». (Estudios sobre la revolución. Edward Hallett Carr, Alianza editorial, 1968).
Carr pone dos ejemplos dentro de la Rusia zarista que me permitiré citar. El caso de La Campana, periódico editado por «un noble con mala conciencia», el reformista (más que revolucionario) Alejandro Herzen.
Este periódico se editaba en Londres pero en ruso y sin censura alguna.
Algo que sí existía en Rusia. Y pese a todo el emperador ruso Alejandro II
llegó a conocer el periódico, y no solo eso, sino que fomentó la
llegada de algunos ejemplares a la misma Rusia durante unos años, hasta
que el periódico atacó directamente su política. En el momento en que
Herzen llegó demasiado lejos con sus críticas, el periódico dejó de
circular en la práctica, puesto que en teoría su circulación nunca había estado permitida.
Y el caso del primer libro editado en Rusia de Plejánov, con el adecuado título de Contribución al problema del desarrollo de la concepción monista de la historia.
Ese libro fue leído por un joven abogado que empezaba a ser conocido en
los círculos marxistas y difundido sin ningún problema. En 1894 la
revolución comunista era un sueño difuso y lo que asustaba al Gobierno
eran los asesinatos anarquistas. Algunos años después, el zar pasó de la
omisión a la acción. Los censores y aduaneros dejaron de hacer la vista
gorda. Los principales teóricos y activistas marxistas o fueron
detenidos o tuvieron que exiliarse, Plejanov y Lenin incluidos. El poder
respiró tranquilo por un tiempo. Y Benedetti tiene razón. No fue un
cuento lo que empezó la revolución. Fue el hambre del pueblo. La
política de seudotolerancia de Alejandro II había fracasado. Pero la
política represiva de Nicolás II no fue, ni mucho menos, una opción mejor.
La mecha y la pólvora
París, 1847. Alejandro Herzen, un aristócrata con mala conciencia
llega a la capital después de un viaje de siete semanas. Se ha exiliado
voluntariamente de Rusia con su familia y criados (un total de trece
personas) porque la política del nuevo zar Alejando II le ha
desilusionado profundamente y porque espera encontrar en París el
ambiente de libertad y cambio que tanto anhela para su país. Se va a
convertir, sin saberlo, en el testigo de la destrucción de eso que tanto
anhela. Y esa destrucción va a ser muy pronto, apenas un año después de
su llegada.
París, 1848. La monarquía de Luis Felipe de Orleans
ha caído súbitamente. Este rey, que acabó definitivamente con los
restos del absolutismo francés al suceder, también mediante una
revolución, a Carlos X, se ha convertido, en sus
dieciocho años de reinado, en el mayor protector de la alta burguesía y
en el enemigo natural del proletariado y la baja burguesía. «El rey
banquero», como lo denominan algunos, ha instaurado un régimen
parlamentario que solo favorece realmente a una minoría de la población.
Mientras la economía va bien, no hay problema, pero en 1847 se produce
una crisis económica, como siempre (las cosas no han cambiado gran cosa)
precedida por un periodo de malas cosechas. Los obreros se quedan en el
paro, los campesinos pasan hambre. Tenemos otra vez el viejo caldo de
cultivo para la revolución.
¿Nadie la vio venir? Sí. Algunas mentes lúcidas, como el gran, el enorme Tocqueville,
del que hablaremos luego. ¿Qué le puede pasar a una revolución que
tiene éxito sin grandes problemas? Que se tuerza. Que se eche a perder…
Al
atardecer del 26 de junio, después de la victoria sobre París,
escuchamos descargas regulares cada poco tiempo… Nos mirábamos unos a
los otros, nuestras caras estaban pálidas… «Son pelotones de ejecución»,
nos decíamos, alejándonos unos de otros. Pegué mi frente a la ventana y
permanecí en silencio: minutos semejantes merecen diez años de odio,
una vida entera de venganza.
Así
termina la revolución de 1848 en Francia. Una revolución que han
empezado los estudiantes y obreros de París, aliados con la baja
burguesía y que acaba con el fusilamiento en masa de los obreros y los
estudiantes de París. ¿Y la baja burguesía? Pues mayormente cambia de
bando. Las cosas se han radicalizado demasiado. Cierran filas con sus
parientes cercanos. La familia está para eso, los primos pobres se van
con los ricos, los primos ricos les abren la mano complacidos. Juntos
pueden defender la propiedad privada, uno de los pilares del nuevo
sistema. Las viejas historias de la lucha común contra los nobles les
enternecen el corazón.
¿Cuánto
ha durado la revolución? Poco, muy poco. Menos de un año. ¿Qué han
conseguido los obreros: su mayor logro resulta su perdición. Para
empezar el sufragio universal. Lo consiguen, ¿Y qué pasa? En las
primeras elecciones los republicanos radicales son derrotados. Los
obreros de París y de las grandes ciudades les votan. Pero los
campesinos no. Y los obreros se quedan solos frente a los republicanos
más tibios y a los monárquicos. La estructura del nuevo parlamento
reproduce la estructura del viejo parlamento. Son los mismos sectores
privilegiados que ya tenían el poder con Luis Felipe de Orleans. Y no se
molestan ni en disimular. Lo primero es cerrar los Talleres Nacionales,
el segundo gran triunfo de los obreros. Los siguiente detener, con
cualquier excusa, a los pocos líderes socialistas que han conseguido
entrar en el parlamento o que están acumulando demasiado poder.
Evidentemente estas medidas provocan la respuesta de los obreros y evidentemente, esta respuesta es aplastada por la fuerza. Así se empieza y se acaba una revolución.
Y Herzen lo contempla todo horrorizado. Y toma buena nota de ello:
Francia está pidiendo la esclavitud. La libertad es una carga molesta.
Tenemos sus memorias. Pero otros intelectuales también tomaron buena nota de lo sucedido. Marx y Engels los primeros. Pero también Proudhon y Bakunin. Después de 1848 se acabó el socialismo utópico.
La experiencia demuestra que hay que pasar a otra cosa. ¿Cuántos
obreros mueren la noche del 26 de junio, mientras Herzen vaticina
venganza? Se manejan cifras de mil quinientos muertos y veinticinco mil
detenidos. ¿Quién ordenó la represión? ¿El rey, regresado del exilio?
¿Los nostálgicos del Antiguo Régimen? Los propios burgueses, los
miembros del parlamento resultado de las primeras elecciones con
sufragio universal de Francia, los más beneficiados por el Código Civil
napoleónico, por el fin de la propiedad de tipo feudal, por la nueva
estructura de clases resultante de la Revolución francesa… En una
palabra, los viejos revolucionarios, convertidos en conservadores y
aferrados al poder, a un poder que les da una libertad y una posibilidad
de enriquecimiento que jamás hubieran soñado sus antepasados. ¿He dicho
libertad? Por desgracia siempre hay que renunciar a algo. Y, como dijo
alguien, si los burgueses tienen que elegir entre orden y libertad
siempre elegirán orden. Lo más terrible de todo es que la revolución de
1848 desemboca en la dictadura de Luis Napoleón Bonaparte (el emperador Napoleón III)
y todas las conquistas de los obreros, todo lo que se había peleado en
el 48, tendrá que volver a ganarse, y con mucho esfuerzo, a partir de
1870. Cuando el futuro emperador, no contento con ser simplemente el
presidente de la República, da un golpe de Estado en 1851, prácticamente
no encuentra oposición. Los burgueses lo aceptan como un mal menor. Los
obreros son mantenidos a raya (y pobres de ellos como intenten reducir
la jornada laboral, o tratar de hacer cualquier mejora que implique una
pérdida de poder o de beneficios, aunque sea teórica, por parte de los
patronos). Los campesinos van a lo suyo. Y Napoleón III se prepara para
gobernar tranquilamente durante el resto de su vida, y casi lo consigue,
si no se cruza en su camino el trono de España y el puñetero de Bismarck, pero esa es otra historia…
¿Una
frase que resuma la revolución de 1848 en Francia? La revolución que
nadie vio llegar y que nadie despidió. Al menos así fue para los
parlamentarios franceses, los parlamentarios de la monarquía
constitucional de Luis Felipe de Orleans y los parlamentarios de la
nueva, brillante y prometedora, Segunda República francesa. Y
remarquemos lo de constitucional, en su momento, 1830, esto no era moco de pavo.
¿Nadie
la vio llegar? Ya hemos dicho que hubo uno que sí la vio llegar. Un
parlamentario de Bretaña. Alguien que sabía mucho de revoluciones y de
cómo y por qué se producen: Alexis de Tocqueville.
Acabaremos este artículo hablando de él…
Si alguien quiere conocer la historia de la Francia anterior a la revolución de 1789, no tiene más remedio que leerse El Antiguo Régimen y la Revolución.
Es el libro de alguien que ha vivido la Revolución francesa y que ha
tardado casi toda su vida en poder sintetizar en un solo libro todos sus
conocimientos del tema, que son muchos, porque Tocqueville hace algo
que ahora nos parece muy lógico, pero que en su momento nadie hacía: se
mete en los archivos, en todos los archivos, pero sobre todo en los
archivos del Estado, en los archivos administrativos, y no solo en los
archivos de la capital, no solo en los archivos reales, sino en los
archivos de provincias, en los pequeños y discretos archivos locales.
Tocqueville se mete en la parte aparentemente aburrida de la historia,
no busca a los héroes y sus batallas, no habla de masas populares
cantando La Marsellesa y degollando a diestro y siniestro. Él
simplemente estudia las leyes, los decretos, las normas, la labor diaria
de los funcionarios del Antiguo Régimen, las quejas de los campesinos y
de los burgueses y… ¡sorpresa!, las quejas de los propios nobles, las
quejas de los que están arriba, en lo más alto de la sociedad
estamental. Tocqueville llega a conclusiones sorprendentes, tan
elementales como desconocidas en 1856, año de publicación del libro. No
parte de ideas preconcebidas. Deja que hablen los documentos. Que le
cuenten hasta qué punto estaba podrido el Antiguo Régimen, hasta qué
punto era ineficaz y perverso hasta para los que durante siglos se
habían beneficiado de él, para sus propios creadores. Descubre que la
revolución no era inevitable, pues el sistema ya estaba mudando la piel
desde dentro, por propio instinto de supervivencia.
Su
lúcida mente ya había avisado públicamente al rey y a sus compañeros
parlamentarios. En 1848, muy poco antes de la revolución que acabará con
Luis Felipe de Orleans, que sacudirá momentáneamente la paz burguesa,
les dice: «Cambien de política, ¿no ven que van al abismo?, ¿no ven que
sus antiguos aliados, los obreros, ya no van con ustedes, no ven que
están CONTRA USTEDES?, ¡hagan algo, ustedes pueden hacerlo!». Nadie le
escucha. Nadie se toma en serio su amenaza. Tocqueville sigue
obsesionado con las revoluciones. La del 48 está muy reciente. Se pone a
estudiar la primera de todas, la madre de todas las revoluciones. Y
encuentra lo mismo: nadie se lo esperaba, nadie supo ver lo que le venía
encima. ¿Cómo se pare una revolución? ¿Cómo se concibe? ¿Cuál es su
periodo de gestación? ¿Se puede abortar? ¿Se podía haber evitado? Todas
las preguntas se van respondiendo una a una. Y la respuesta cae por su
propio peso… Y así, su libro, involuntariamente, se convierte en un
manual para revolucionarios, en un libro fundamental sobre lo que los
gobernantes despóticos, absolutos, dictatoriales, deben hacer y no debe
hacen si quieren conservar el poder. Y lo más curioso es que leído
ahora, después de tantas revoluciones, el libro sigue siendo tan actual
como entonces. Tan lúcido. Tan desolador…
Citar
un párrafo de este libro resulta difícil… ¡Hay tantos para escoger!
Pero si tengo que resumir el pensamiento y los hallazgos de Tocqueville
en unas cuantas líneas, ahí van dos ejemplos:
Hay
que estudiar en sus detalles la historia administrativa y financiera
del Antiguo Régimen para comprender a qué prácticas violentas o
deshonestas puede llevar la necesidad de dinero a un gobierno benigno,
pero que no tiene publicidad ni control, una vez que el tiempo ha
consagrado su poder y le ha librado del miedo a las revoluciones, la
última salvaguarda de los pueblos.
Estar
continuamente alerta para que las clases permanecieran separadas las
unas de las otras, para que no pudieran acercarse y entenderse en una
resistencia común, y que el gobierno nunca tuviera que entenderse a la
vez más que con un número muy pequeño de hombres separado de todos los
otros (…) en eso consiste la política real.
Afán recaudatorio, separación, desunión, vigilancia permanente, falta de transparencia y de control… ¿Quieren más?
Lean el libro. Entenderán por qué, a veces, los pueblos se ven obligados a recurrir a esa última salvaguarda de su dignidad, de su propia existencia. Los papeles no son como los hombres: no tienen vergüenza de mostrar sus miserias.
Alonso Vila Francés, Teoría y práctica del poder, jot down, 18/10/2013
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