Ni tecnòfils, ni tecnòfobs.
Estamos dejando que otros tomen las decisiones por nosotros, decisiones que van a afectar de forma importante a nuestro futuro. Estamos dejando que la tecnología se haga autónoma, convencidos de que es imposible su control y regulación. El imperativo tecnológico, según el cual lo que puede hacerse se hará, se ha convertido en un dogma que pocos recusan. El resultado es una amenaza para la libertad. Sin embargo, la tecnología puede controlarse y regularse. Lo hemos venido haciendo hasta ahora, de forma más o menos exitosa, porque, obviamente, no es algo fácil. No solo lo dificulta la complejidad y opacidad creciente de los sistemas técnicos, con un número de intervinientes que no siempre pueden determinarse, sino que también hay fuerzas poderosas que se oponen a ese control, incluida la voluntad de los propietarios y directivos de las grandes empresas tecnológicas. Los intentos todavía incipientes de control de la IA están siendo una buena prueba de esas dificultades. Pero no debemos cejar en el empeño, si es que nos preocupa la calidad de la democracia. La dejadez o la desesperanza con la que muchos se toman este asunto está contribuyendo a que no estemos aún adecuadamente preparados para gestionar el desarrollo de tecnologías tan transformadoras como la IA y las biotecnologías. Cuando ni siquiera se cree que eso sea factible, difícilmente se verá como una demanda social.
Sin embargo, para afrontar esta tarea con alguna solvencia es necesario empezar por comprender los aspectos fundamentales de la tecnología actual y por establecer debates públicos sobre sus fines, sobre su diseño y sobre su uso. Es necesario conocer igualmente el esfuerzo cultural que todo esto supone, y cuáles son los beneficios a alcanzar, pero también los riesgos y los posibles perjuicios. Y, por supuesto, es necesario estar informados de cuáles son los intereses comerciales que puede haber detrás de algunos discursos tecnológicos. Aquí tampoco son pequeñas las dificultades. Ya en los años 30 del siglo pasado hizo notar Ortega en La rebelión de las masas que el desarrollo tecnológico hipertrofiado propicia la obnubilación y el desinterés por las propias condiciones culturales que lo hacen posible. Esta obnubilación se agrava debido al efecto más preocupante que tiene en nosotros, según Ortega, dicha hipertrofia de la técnica: la crisis de los deseos. No saber qué desear, no saber qué fines elegir. En sus reflexiones sobre la tecnología esboza un camino que sigue siendo útil: ni tecnofilia ni tecnofobia, sino conocimiento y atención a los fines.
Ahora bien, cuanto más se desarrolla la tecnología, más impredecible se vuelve el futuro y más esfuerzo y rigor se requiere, por tanto, para cualquier intento de predicción. Por eso no habría que tomar como verdades indiscutibles los discursos apocalípticos que empiezan a proliferar en relación con el futuro de la tecnología y a los que tan dados son los transhumanistas. A veces, como señaló de forma certera en junio de 2023 un editorial de la revista Nature, esos discursos lo que hacen es ocultar los verdaderos problemas que plantea el desarrollo de las tecnologías más disruptivas. En dicho editorial, que debería haber sido más difundido por los medios de comunicación, se nos decía: “Muchos investigadores en IA y expertos en ética con los que ha hablado Nature se sienten frustrados por el discurso catastrofista que domina los debates sobre la IA. Es problemático al menos en dos sentidos. En primer lugar, el fantasma de la IA como máquina todopoderosa alimenta la competencia entre naciones para desarrollar la IA de modo que puedan beneficiarse de ella y controlarla. Esto favorece a las empresas tecnológicas: fomenta la inversión y debilita los argumentos a favor de regular la industria. […] En segundo lugar, permite que un grupo homogéneo de ejecutivos de empresas y tecnólogos domine la conversación sobre los riesgos y la regulación de la IA, mientras que otras comunidades quedan al margen”.
La tarea educativa, tanto a través de la divulgación científica, como en los centros de enseñanza, es aquí fundamental. Precisamente por ello, sería un error retirar las tecnologías de la enseñanza, como algunos proponen. Lo que sería aconsejable, por el contrario, es proporcionar a los alumnos una buena información acerca de lo que la tecnología es y el modo en que transforma a los seres humanos y conforma la realidad en la que nos movemos, entrelazando así, como hace Pirsig en su novela, la tecnología con la cuestión de los valores y los fines. Esto haría que los alumnos cobraran mayor consciencia del enorme poder adquirido con la tecnología actual y del consiguiente grado de responsabilidad que debe asumirse en su desarrollo y uso. Se intentó con la asignatura Ciencia, Tecnología y Sociedad, pero no se diseñó de forma correcta, y fue un fracaso.
Para ello, una condición previa sería que en las facultades de humanidades y de filosofía se diera una formación que proporcionara a los futuros profesores de bachillerato conocimientos adecuados sobre la tecnología, y que, simultáneamente, en las facultades tecnológicas se diera a los ingenieros una formación suficiente en los problemas éticos, políticos y sociales que presenta la tecnología, de modo que conocieran bien, por ejemplo, las necesidades y los derechos de los usuarios. Pero esto, por lo general, no es lo que sucede. En su lugar, en las humanidades se toman con frecuencia como dogmas oraculares las disquisiciones de algunos autores que no tuvieron conocimientos profundos sobre la tecnología de su tiempo o no vieron en ella más que una amenaza a todo aquello en lo que creían, y en las carreras de ingeniería, al menos en las universidades españolas, los planes de estudio solo incluyen asignaturas especializadas.
Aclaremos, no obstante, que en las actitudes ante la ciencia y la tecnología no es todo cuestión de conocimiento. Muchas personas que aceptan las pseudociencias o que mantienen actitudes anticientíficas y tecnofóbicas tienen un nivel educativo por encima de la media. El conocimiento no inmuniza frente a esos posicionamientos reactivos, pero sí ayuda a clarificar ideas si no se está dispuesto a dejarse atrapar por corrientes que tienen mucho de reafirmación identitaria. Volviendo para terminar a las enseñanzas de Langdon Winner, el desconocimiento fomenta la ausencia de control y por eso tenemos la percepción de que la tecnología se ha vuelto autónoma.
Antonio Diéguez, En nombre de la libertad, regulemos la tecnología, elconfidencial.com 25/09/2023
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