Lucreci i el renaixement de la ciència.
Muchos grandes pintores recrean la imagen de Demócrito riendo, sin embargo, fue Epicuro el primero que relacionó los átomos con la alegría de vivir. La historia de esta extraña concordancia, tan sorprendente este tórrido verano cuyo colofón ha sido la tremenda película sobre Oppenheimer, seguramente la inició Zenón de Elea al poner de manifiesto que ni el espacio ni el tiempo podían dividirse infinitamente. El atlético héroe Aquiles jamás alcanzaría a la parsimoniosa tortuga.
Primero Leucipo y luego Demócrito concluyeron que con la materia debería suceder lo mismo, y lo mínimo en que se podía dividir se denominaría átomo. Y, lógicamente, tiene que haber un vacío en el que se muevan esos átomos. El tiempo permite que estos generen paso a paso o, mejor, golpe a golpe entre ellos, todo lo que llamamos mundo. Estamos entre 400 y 500 años antes de Cristo.
Un siglo más tarde, Epicuro estableció una relación pasmosa: los átomos permitían alcanzar la ansiada alegría de vivir. Al morir, el cuerpo y el alma se extinguen esparciéndose en el vacío los átomos que agrupados los formaban; no hay nada más allá de la muerte salvo la reagrupación de los átomos dando lugar a nuevas cosas en danza perpetua de la naturaleza. Mucho menos hay premios o castigos. Conclusión: no hay que temer a la muerte sino al dolor y, por lo tanto, a vivir que son dos días, dicho todo esto en unas 42 obras escritas de mayor o menor extensión. Al parecer, porque se perdieron casi todas. Hasta que llegó Tito Lucrecio Caro un par de siglos después con su grandioso poema de 7.400 versos: De rerum natura, aunque también se perdió (lo perdieron), pudo llegar íntegro a nosotros.
El físico matemático italiano Lucio Russo publicó en 1996 La revolución olvidada, cómo la ciencia nació en 300 a. C. y por qué tuvo que renacer. Demuestra, con todo rigor científico, que la ciencia griega y la tecnología romana del siglo V estaban preparadas para dar lugar a la ciencia moderna incluidos el uso del vapor y la electricidad. El historiador estadounidense Stephen Greenblatt ganó el Premio Pulitzer en 2011 con The Swerve (en español se tradujo como El giro) sosteniendo que lo que hizo renacer la ciencia 1.000 años después de que se extinguiera fue la recuperación del poema de Lucrecio.
Tras la caída de Constantinopla, al esparcirse por Europa, los monjes romanos más ilustrados vieron horrorizados que el latín de las copias de los textos clásicos era un desastre. Se desató una noble cacería de obras ilustres y uno de los más afortunados ojeadores fue Gianfrancesco Poggio. Encontró De rerum natura, lo copió y tradujo apropiadamente. La imprenta de Gutenberg hizo el resto, es decir, que llegara a sabios inquietos como Bruno, Galileo, Copérnico, Kepler, seguidos por muchos más. Y la ciencia renació.
La formidable teología que construyeron era opuesta de raíz a lo que se desprendía de De rerum natura: el universo no tiene creador y todo es resultado de los movimientos y agrupaciones de los átomos que suceden al azar sin causa (aunque pueda sorprender, Lucrecio no era ateo, pues el poema empieza invocando a Venus); el universo no se generó para los humanos y por eso no son únicos; las sociedades humanas y las especies animales no empezaron siendo tranquilas y felices, sino que hubieron de entablar batallas por la supervivencia; el alma muere, no hay vida más allá de la muerte; todas las religiones son supersticiones organizadas e inevitablemente crueles; no hay ángeles, demonios y fantasmas; entender la naturaleza de las cosas genera profundo asombro y bienestar; el mayor objetivo de la vida humana es aumentar el placer y disminuir el dolor; los deseos inalcanzables y el miedo a la muerte son los principales obstáculos para alcanzar la felicidad, pero pueden superarse ejercitando la razón.
Manuel Lozano Leyva, Los átomos y la alegría de vivir, El País 30/09/2023
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