Mil milions de balcons orientats al sol





Los días en que la economía estaba dominada por la agricultura quedaron atrás hace tiempo. Los de la industria casi han tocado a su fin. La vida económica ya no está orientada principalmente a la producción. ¿Y a qué se orienta, entonces? A la distracción.

El capitalismo contemporáneo es un prodigio de productividad, pero lo que lo impulsa no es la productividad en sí, sino la necesidad de mantener a raya el aburrimiento. Allí donde la riqueza es la norma, la amenaza principal es la pérdida del deseo. Ahora que las necesidades se sacian tan rápido, la economía ha pasado a depender de la manufacturación de necesidades cada vez más exóticas.

Lo que es nuevo no es el hecho de que la prosperidad dependa del estímulo de la demanda, sino que no pueda mantenerse sin inventar nuevos vicios. La economía se ve impulsada por el imperativo de la novedad perpetua y su salud depende ahora de la fabricación de transgresión. La amenaza que la acecha a todas horas es la superabundancia (no solo de productos físicos, sino también de experiencias que han dejado de gustar). Las experiencias nuevas se vuelven obsoletas con mayor rapidez que las mercancías físicas.

Los adeptos a los “valores tradicionales” claman contra el libertinaje moderno. Han preferido olvidar lo que todas las sociedades tradicionales comprendían sobradamente: que la virtud no puede sobrevivir sin el consuelo del vicio. Más concretamente, no quieren ver la necesidad económica de nuevos vicios. Las drogas y el sexo de diseño son productos prototípicos del siglo XXI. Y no porque, como dice el poema de J. H. Prynne, …la música, los viajes, el hábito y el silencio no son más que dinero (que lo son), sino porque los nuevos vicios sirven de profilaxis contra la pérdida de deseo. El éxtasis, la Viagra o los salones sadomasoquistas de Nueva York y Fráncfort no son simples materiales de placer. Son antídotos contra el aburrimiento. En una época en la que la saciedad es una amenaza para la prosperidad, los placeres que estaban prohibidos en el pasado se han convertido en materias primas de la nueva economía. Puede que, en el fondo, seamos afortunados encontrándonos, como nos encontramos, privados de los rigores de la ociosidad. En su novela Noches de cocaína, J. G. Ballard nos presenta el Club Náutico, un enclave exclusivo para ricos jubilados británicos en la localidad turística española de Estrella del Mar: [L]a arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto casi africano, pero de un África del Norte inventada por alguien que nunca había visitado el Magreb; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería esto a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.

Para conjurar la entropía psíquica, la sociedad recurre entonces a terapias poco ortodoxas: Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo. […] La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gente seguirá trabajando, pero solo durante un década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante. […] Mil millones de balcones orientados al sol.

Solo la emoción de lo prohibido puede aliviar un poco la carga de una vida de ocio.

Solo queda una cosa capaz de estimular a la gente: […] [e]l delito y la conducta trasgresora… es decir las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad.

La posibilidad que preveía Ballard de “mil millones de balcones orientados al sol” ha resultado ser engañosa. En el siglo XXI, los ricos trabajan más de lo que nunca han trabajado. Incluso los pobres han sido preservados de los peligros de disponer de demasiado tiempo para sí mismos. Pero los problemas de control social de una sociedad que padece de sobreexplotación laboral no difieren en nada de los de un mundo de ocio forzado. En una novela posterior, Super-Cannes, Ballard retrata la comunidad empresarial modelo de Edén-Olimpia, donde la apatía de los ejecutivos “quemados” por el trabajo se combate con un régimen de “violencia medida, a microdosis de locura como las pizcas de estricnina de un tónico nervioso”.[5] El remedio contra el trabajo sin sentido es un régimen terapéutico de violencia sin sentido: peleas callejeras, atracos, robos, violaciones y otras formas de esparcimiento aún más desviadas, cuidadosamente coreografiadas.

El propio psicólogo residente que organiza dichos experimentos de psicopatía controlada explica la lógica de semejante régimen: “La sociedad de consumo ansia lo anómalo y lo inesperado. ¿Qué otra cosa podría impulsar si no los extraños cambios que se producen en el mundo del entretenimiento con tal de obligarnos constantemente a comprar?”.

Actualmente, las nuevas tecnologías son las que nos proporcionan las dosis de locura que nos mantienen cuerdos. Cualquier persona que se conecte en línea tiene a su disposición una oferta ilimitada de sexo y violencia virtuales. Pero ¿qué ocurrirá cuando ya no nos queden más vicios nuevos? ¿Cómo se podrá poner coto a la saciedad y a la ociosidad cuando el sexo, las drogas y la violencia de diseño dejen de vender? En ese momento, podemos estar seguros, la moralidad volverá a estar de moda. Puede que no estemos lejos del momento en el que la “moral” se comercialice como una nueva marca de transgresión.


John GrayPerros de paja. Reflexiones sobre los humanos y los animales, fronterad.com 19/10/2023


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