L'època medieval i el situacionisme.
Hace una generación, un oscuro grupo revolucionario cuyos miembros se autodenominaban “situacionistas” inspiró unos disturbios anticapitalistas que agitaron las capitales europeas. Los situacionistas eran una secta pequeña y exclusiva que afirmaba poseer una perspectiva única acerca del mundo. En realidad, su visión era una mezcla de las teorías revolucionarias del siglo XIX con el arte vanguardista del siglo XX. Tomaron muchas de sus ideas del anarquismo y del marxismo, y del surrealismo y del dadaísmo. Pero su fuente de inspiración más audaz la encontraron en una hermandad de anarquistas místicos de la Baja Edad Media: los Hermanos del Espíritu Libre.
Los situacionistas eran herederos de una fraternidad de iniciados que se extendió por buena parte de la Europa medieval y que, a pesar de una persecución incesante, sobrevivió en forma de tradición reconocible durante más de quinientos años. El sueño de los situacionistas era el mismo que el de esa otra secta milenarista: una sociedad en la que todo fuese poseído en común y en la que nadie fuese obligado a trabajar. A principios de la década de 1960, animaron las protestas estudiantiles en Estrasburgo con citas tomadas de los revolucionarios medievales. Durante los acontecimientos de 1968, garabatearon pintadas similares por las paredes de París. Una de las más memorables rezaba: “¡No trabajéis jamás!”.
Al igual que los Hermanos del Espíritu Libre, los situacionistas soñaban con un mundo en el que el trabajo cediera su lugar al juego. Tal como uno de ellos (Raoul Vaneigem) escribió: “Teniendo en cuenta mi tiempo y la ayuda objetiva que este me proporciona, ¿he dicho algo en el siglo XX que los Hermanos del Espíritu Libre no hubieran ya declarado en el XIII?”. Vaneigem estaba en lo cierto cuando tomaba los movimientos revolucionarios modernos por herederos de las sectas anarquistas místicas de la Edad Media. En ambos casos, sus objetivos no procedían de la ciencia, sino de las fantasías escatológicas de la religión.
Marx mostró su desdén hacia los utópicos tachándolos de acientíficos. Pero si a alguna ciencia se asemeja el “socialismo científico” es a la alquimia. Al igual que otros pensadores ilustrados, Marx creía que la tecnología podía transmutar el metal de baja ley del que estaba hecha la naturaleza humana en oro. En la sociedad comunista del futuro, ni el crecimiento de la producción ni la expansión de la población tendrían límites. Una vez abolida la escasez, también desaparecerían la propiedad privada, la familia, el Estado y la división del trabajo.
Marx imaginó que el fin de la escasez comportaría el fin de la historia. No fue capaz de darse cuenta de que ya había habido un mundo sin escasez –en las sociedades prehistóricas que él y Engels agruparon bajo la etiqueta de “comunismo primitivo”–. Los cazadores-recolectores tenían una carga menor de trabajo que la mayoría de los seres humanos de cualquier fase posterior, pero sus escasamente pobladas comunidades dependían por completo de la munificencia de la Tierra. Las catástrofes naturales podían erradicarlos en cualquier momento.
Marx no podía aceptar las limitaciones que los cazadores-recolectores pagaban como precio por su libertad. Así, llevado por la convicción de que los seres humanos estaban destinados a dominar la Tierra, insistió en que estos podían conseguir liberarse del trabajo sin poner restricciones a sus deseos. Esto no era más que el regreso, en forma de utopía ilustrada, de la fantasía apocalíptica de los Hermanos del Espíritu Libre. Los situacionistas, más aún que Marx, soñaron con un mundo –por citar las palabras de Vaneigem– sin “tiempo para el trabajo, el progreso y el rendimiento, la producción, el consumo y la programación”. Se aboliría el trabajo y la humanidad sería libre de dejarse llevar por sus caprichos. Este sueño es deudor de Marx en buena medida, pero guarda mayor parecido aún con las fantasías de Charles François Fourier, el utópico francés de principios del siglo XIX. Fourier propuso que, en el futuro, la humanidad viviera en instituciones de corte monástico, los falansterios, en las que se practicaría el amor libre y nadie estaría obligado a trabajar. En la utopía de Fourier, la figura imperante es la del Homo ludens.
La utopía de los situacionistas es una versión de la de Fourier puesta al día, pero, en un lapso mental del que nunca parecieron darse cuenta, ellos acababan encomendando la administración de esta sociedad sin trabajo a los comités de trabajadores. Ahora bien, dichos comités no eran concebidos como órganos de gobierno, puesto que –según nos aseguraban– ningún gobierno sería necesario. Yendo aún más lejos que Fourier (que había propuesto que los niños hicieran el trabajo sucio), los situacionistas declararon que la automatización haría innecesario el trabajo físico. Sin escasez de trabajo, no habría necesidad alguna de conflicto. Al igual que en la visión utópica de Marx, el Estado acabaría desvaneciéndose.
Toda la confianza inquebrantable que los situacionistas tenían en el futuro se tornaba en sombrío pesimismo en lo que concernía al presente. Según ellos, se había llegado a una nueva forma de dominación en la que todo acto de disensión aparente se transformaba, de hecho, en una atracción mundial. La vida se había convertido en un espectáculo y ni siquiera los que organizaban el show podían escapar a él. Los movimientos de revuelta más radicales pasaban enseguida a ser parte de la actuación. Por una ironía tantas veces repetida, eso fue exactamente lo que les ocurrió a los situacionistas. Sus ideas resurgirían enseguida bajo una nueva apariencia: la del nihilismo tan inteligentemente comercializado de las bandas de punk rock. Muy a su pesar, los situacionistas pasaron rápidamente a convertirse en un producto más del supermercado cultural.
La revolución que soñaron nunca llegó siquiera a vislumbrarse. Pero siempre hicieron gala de un convencimiento inamovible. Su pensador de más talento, Guy Debord, insistía al respecto: “Estamos ante un relevo inminente e inevitable […] como el rayo, que no se ve sino cuando fulmina”.[7] En la más pura tradición milenarista, Debord creía que unas fuerzas tenebrosas gobernaban el mundo, pero que su poder estaba a punto de diluirse de la noche a la mañana. Esa serenidad apocalíptica suya no duró. Quizás acabase cayendo en la cuenta de lo obviamente disparatadas que eran sus esperanzas de una revolución proletaria mundial contra la cultura de consumo. O puede que intervinieran factores de carácter más personal. El caso es que en 1984, el editor de Debord murió asesinado y, en 1991, su viuda trató de vender la empresa. Debord no sabía qué hacer. En un episodio memorablemente absurdo, este adversario inflexible del espectáculo acabó poniendo un anuncio de solicitud de un agente literario en el Times Literary Supplement. No se sabe si obtuvo respuesta. En cualquier caso, Debord firmó con una nueva editorial, Gallimard, y su obra consiguió una mayor difusión; pero su estado de ánimo no mejoró. Su afición de toda la vida a la bebida indujo en él una creciente depresión. En 1994, se pegó un tiro. Tenía 62 años.
Los situacionistas y los Hermanos del Espíritu Libre están separados por siglos de distancia, pero su visión de las posibilidades humanas es la misma. Los seres humanos son dioses abandonados a su suerte en un mundo de oscuridad. Sus esfuerzos no son consecuencia natural de sus necesidades desmedidas, sino de la maldición de un demiurgo. Todo lo qu se necesita para liberar a la humanidad del trabajo es derrocar a ese poder maligno. Esa visión mística es la verdadera fuente de inspiración de los situacionistas, como también la de todos aquellos que hayan soñado alguna vez con un mundo en el que los humanos puedan vivir sin limitaciones.
John Gray, Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y los animales, fronterad.com 19/10/2023
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