Judith Shklar, un liberalisme de gent normal.

 


Judith Shklar ofrece un liberalismo político igualitarista que dista mucho de lo que se entiende a menudo por liberalismo, estribando precisamente en ello el enorme y polémico valor revitalizador de su propuesta para un liberalismo político a la altura del presente. El verdadero tesoro que nos ofrecen estas pensadoras forjadas a contracorriente (incluso del mismo Isaiah Berlin) es, siguiendo la estela de la propia Judith Shklar, un énfasis en la defensa de un concepto positivo de libertad, una libertad que no solo es arrancada al contexto social, sino, sobre todo y ante todo, ejercida en y gracias a dicho contexto. En esto precisamente se diría que consiste su personal trazado de aquello en lo que consiste practicar un “carácter liberal” y la inspiración que suponen para cualquier librepensador, más allá de una adhesión emotiva autoproclamada a esa etiqueta teórica. Diríamos, en primer lugar, que el pensamiento libre se demuestra pensando con libertad y en segundo, reclamando condiciones para que esa libertad se extienda como principio sin exclusión para todos. Una comprometida –en todos los sentidos– posición epistemológica, ética y política que las reflexiones del presente libro se encargan brillantemente de ilustrar.

En lo primero, pensar con libertad, las tesis de Shklar despliegan y muestran un tipo de temperamento intelectual y político cuyo cultivo consiste en ejercer una inquebrantable independencia de criterio. Para empezar, y de modo decisivo, Shklar tuvo el acierto de no situar el carácter liberal en ningún ideal aristocrático, individualista extremo o ascético, sino, más bien, en la tradición genuina encarnada por Jefferson o Paine, en el potencial que posee el ciudadano más anónimo y corriente para defenderse a sí mismo y, si es necesario, nadar a contracorriente: en primer lugar a título personal, obviamente, pero también en nombre de los demás. Así, Shklar contrasta el ideal aristotélico de formación del “carácter” del buen ciudadano, que hoy asimilaríamos fácilmente al entusiasmo casi “militar” del “militante” de facción, con la sosegada propuesta de ecos kantianos de un gobierno que “en absoluto demanda virtudes particulares, sino que es un gobierno para los seres humanos tal como son, no tal como deberían ser”.

En otras palabras, el gobierno de unos ciudadanos que, sin rasgos notables, tienen una fortaleza moral pacífica pero inquebrantable que pasa casi inadvertida a causa de aproximaciones más viscerales a la vida política como las que hoy nos sacuden.

La paradoja de señalar la deseabilidad de este carácter liberal desde una perspectiva psicopolítica reside en que, a la vez, Shklar sensatamente advierte de que semejante disposición nunca puede ser impuesta desde arriba como un proyecto de Estado educador, pues “es absteniéndose de querer moldear nuestro carácter como los gobiernos proporcionan el marco y las condiciones en las que podemos comenzar nuestra pequeña pero épica batalla contra la maldad”.

Ninguna de estas pensadoras, por tanto, retrata o apela a héroes de la disidencia, sino a gente normal y corriente que no es extraordinaria en ningún sentido, simplemente es lo suficientemente sensata como para pararse a pensar qué están haciendo sus gobernantes y en qué les afecta. Arendt ya argumentó que los Eichmann nazis eran en su mayoría gente anodina, Shklar y Doris Lessing, que los fanáticos no parecen casi nunca psicópatas sino gente respetable, y que los atropellos se producen precisamente allí donde no alcanza la mirada abstracta de los altos ideales de justicia o de legalidad y los ciudadanos, más que psicópatas, son indolentes y desimplicados. Al caracterizar el rasgo cotidiano y trivial de la crueldad y la abyección, más allá de una teorización metafísica sobre ningún mal radical, todas ellas nos ofrecen, a cambio, la posibilidad contraria, su antídoto: que los diques de contención a la destrucción política y moral probablemente residen en gente decente, normal y corriente, con la que uno se cruza por la calle cada día. Es hacia lo ordinario, no hacia lo extraordinario, hacia donde hay que mirar: a lo que hay que temer o en lo que hay que confiar.

Dicho sea de paso, pero sin carecer de cierta importancia en los tiempos presentes, en cierto sentido la propia Shklar sirve de involuntario ejemplo de esta aversión al heroísmo impostado, en lo que se refiere a la reivindicación de su trabajo. Muy lejos de presentarse como una mujer excepcional, las escasas líneas que dedica a su autobiografía nos presentan a una mujer y a una profesora extraordinaria que se limita a dar por sentado que esa excelencia es, sencillamente, “lo que cabe hacer” y nada más. La calidad de la obra de esta pensadora bastaría por sí sola para incluirla sin pestañear en el elenco de las mejores contribuciones a la teoría política del siglo XX. Pero sucede que fue además una mujer notabilísima: se desempeñó como la primera catedrática del Departamento de Ciencia Política de Harvard y, posteriormente, fue la primera presidenta de la Asociación Norteamericana de Ciencia Política. Siempre se resistió, no obstante, a ser valorada por el mérito de representar “la primera mujer” en hacer esto o aquello, porque consideraba que lisonjear a una mujer capaz como si fuera algo excepcional no es hacerle un favor en absoluto, sino más bien mostrar una incapacidad de reconocer que una mujer preparada no es ningún milagro o excepcionalidad alguna sino algo bien frecuente.

Alicia García Ruiz, Judith Shklar: un liberalismo político a la altura del presente, Letras Libres 09/12/2021

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