Allò racional de la irracionalitat.







El romanticismo quiso trastocar la jerarquía, proclamando la preeminencia del sentimiento. «La razón es enemiga de toda grandeza», dice Leopardi. Pero lo dice en el siglo positivista por excelencia, en que la razón empieza a domar la naturaleza. Mejor encaminadas iban las investigaciones de la Ilustración escocesa: Adam Smith y David Hume intuyeron, con dos siglos de adelanto a la neurociencia, que la moralidad arraiga primero en el sentimiento. Todas nuestras acciones, incluso las razonables, son dictadas por las pasiones. La mayoría de crímenes son cometidos sin premeditación, pero igual ocurre con los actos heroicos de altruismo. El afán por comprender es antes un afán, un ahínco, una inclinación que enciende el motor. La fe en la razón es una fe.

La moderna investigación, por lo demás, rebaja bastante lo que de racional hay en nuestra toma de decisiones. Somos torpes procesando información, remisos a incluir nuevos datos que rebaten creencias previas, y proclives a tomar atajos. La facultad para calcular cursos óptimos de acción se atasca en la sala de máquinas de un inconsciente cognitivo en el que interfieren no poco los sentimientos. Sirva de ejemplo el movimiento antivacunas: no se presenta tanto como la expresión de un capricho, como de un cálculo defectuoso: la sobreponderación de los efectos secundarios, favorecida por una disposición anímica: la suspicacia. Para colmo, somos más racionales en el ámbito privado, donde las consecuencias del error son inmediatas (escogemos con cuidado la casa o el coche que compramos) que en el ámbito colectivo, donde los efectos y la responsabilidad se diluyen. En la jerga de economistas, en política preferimos la expresividad (de una creencia sobre nosotros mismos o sobre los demás) a la utilidad. Se puede votar a favor de imponer aranceles para ayudar la producción nacional y luego adquirir productos extranjeros con mejores prestaciones. Y es que consumir irracionalidad puede ser racional en la medida que la gratificación que comporta no eleve demasiado el coste material.

Como explica Arias Maldonado en La democracia sentimental, el liberalismo clásico desconocía estas patologías de la racionalidad. «No somos quienes creíamos ser». Al proponer un entramado institucional basado en el imperio de la ley y sustraído de las pasiones pasajeras, ya fueran del monarca del pueblo, los teóricos liberales se fiaron, paradójicamente, de su intuición: una pertinaz desconfianza misantrópica hacia el género humano. El corazón, a fin de cuentas, es una víscera. Pero al final de las discusiones aparece una certeza difícil de eludir: la razón no informa de las metas a las que debemos orientar las acciones. Solo traza la ruta. Es instrumental, no teleológica. Para Platón la razón era el jinete de la pasión, para Hume su esclava, y para Simon, Nobel de Economía, un pistolero a sueldo cuyos servicios pueden contratarse para cualquier causa, noble o repugnante. Quizá podamos concluir diciendo que el consenso es cosa de la razón; la concordia, como su nombre sugiere, tarea del corazón. Y que juntas, razón y emoción forman el consorcio llamado ser humano.

Juan Claudio de Ramón, La razón y la pasión, The Objetive 15/10/2021

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