Un cop a la vida.
No puedo hacer aquí otra cosa que remitir a a los primeros capítulos del “Discurso del Método”, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido y que sigue siendo la más fascinante vía para hacer inmersión en la filosofía. En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo de una decepción, que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: “que para examinar la verdad, es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida”.
Afortunadamente una vez en la vida dudó Descartes de todas las cosas. Y digo afortunadamente, a fin de resaltar el hecho de que sólo el espíritu atravesado por la duda se halla en esa disposición singular que puede ser calificada de filosófica, y cuya reivindicación es tanto más urgente cuanto que todas las razones que inducían a Descartes a desesperar del sistema de creencias que marcaba su mundo son hoy de rigurosa actualidad.
La sentencia radical de Descartes nos pone en la pista de lo que constituiría una disposición de espíritu susceptible de desembocar en la filosofía. La duda es el mecanismo esencial en la confrontación a la verdad, al menos si por “verdad” entendemos levantamiento del velo en relación a lo que cuenta, es decir, respecto a la condición humana y a las leyes que determinan su entorno:
“Una vez en la vida” cuestionar la marcha puramente inercial de nuestra mente; cuestionar el arsenal de pre-juicios (es decir, de convicciones que no han sido sometidas a la prueba de racional criterio) que defendemos como si se tratara de auténtico elemento vital de nuestro espíritu.
“Una vez en la vida” dejar de considerar incuestionable el sistema de jerarquías sociales en el que estamos inmersos.
“Una vez en la vida” dejar de considerar sagradas las “explicaciones” sobre la “naturalidad” de nuestros ritos, costumbres, sistemas de parentesco o lazos sexuales a ellos vinculados, y correlativamente dejar de considera todo ello como bárbaro cuando nos es ajeno.
“Una vez en la vida” dejar de postrarnos como papanatas ante afirmaciones de los eruditos que nuestro espíritu no haya tenido ocasión de contrastar. Dejar por ejemplo de renunciar a pensar uno mismo sobre las cosas de las que tratan los científicos; dejar así de repudiar el espíritu mismo de la ciencia, haciendo de las proposiciones de esta un equivalente de las proposiciones de la religión; dejar en suma de creer lo que no vimos, so pretexto de que otros, supuestamente infalibles, sí lo vieron.
“Una vez en la vida” dejar de dar por supuesto que hay jerarquía natural entre grupos de humanos por lo que a las capacidades de conocimiento y simbolización se refiere, denunciando el orden social que impone tal jerarquía.
En suma: “una vez en la vida” realmente dudar, y en consecuencia, una vez en la vida enfrentarse a la tarea de intentar “salir de dudas”, lo cual no puede hacerse sin un gesto de propia afirmación, sintiendo que la entera potencialidad de la razón pasa (o al menos pasó un día) por uno. “Uno” al igual que cualquier “otro” (no impedido por una desgraciada mutilación en sus facultades, la vejez o una jerarquía social que lo esclaviza) puede llegar a conocer; ciertamente un conocer limitado a lo que es susceptible de ser conocido.
Pues aun asumida la respuesta cartesiana a la cuestión de quién puede conocer (a saber, potencialmente todo ser de razón, sea cual sea la parcela de lo cognoscible) persiste la cuestión de qué cabe conocer, cuáles son los límites de la razón cognoscitiva. Abismal interrogación a la cual nos dice Descartes, hay que enfrentarse asimismo una vez en la vida: “antes de disponernos a conocer las cosas en particular es necesario una vez en la vida buscar cuidadosamente de qué conocimientos es capaz la razón humana” ( “Reglas para la dirección del espíritu”, 8).
Victor Gómez Pin, El hombre cuenta (V): el peso de la duda, El Boomeran(g) 22/02/2021
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