Els propietaris dels mitjans de producció de la propaganda.







Como había dicho ya Carl Schmitt, soberano es el que define el estado de excepción. Donald Trump fue el candidato a soberano schmittiano desde la noche electoral. Su afirmación de que le habían robado las elecciones impugnaba la legitimidad y la legalidad del candidato electo. Y sus acusaciones de ocultar el fraude a los gobernadores de los estados en disputa ponía en cuestión la base misma federal de competencias constitucionales de los Estados. Su rechazo de las sentencias de los tribunales que revisaron sus impugnaciones, implicaba declararlos cómplices de ese robo. Al proponer a los legisladores que no verificaran los votos de los estados y al exigir de su vicepresidente que se negara a validar la votación, impugnaba el poder legislativo. En suma, todo el orden constitucional estaba cuestionado desde un juicio personal que elevaba el poder presidencial a único poder, en la medida en que declaraba a todos los demás poderes cómplices de un robo de voto popular. Este hecho era el decisivo porque implicaba una identificación radical entre el pueblo y su presidente, y esa relación esencial era lo único que quedaba en pie.

Lo que tuvo lugar con el asalto al Congreso el pasado seis de enero, con toda su impotente rabia destructora, fue claramente una alegoría de lo que estaba sucediendo en la mente de los actores: la destrucción de los poderes intermedios, de las representaciones partidistas y burocratizadas, para dejar en pie solo la unidad íntima y esencial entre su pueblo de América y el presidente Trump. Era la declaración de un estado de excepción en toda regla. Para los fanáticos que lo realizaron, aquel acto era legítimo, reponía un estado de justicia, neutralizaba un robo y dejaba en pie solo el poder, la autoridad y el juicio del presidente. Jugaba con la idea de que Trump era el soberano.

Sin embargo, al carecer de la propiedad de los medios de producción de la propaganda, Trump fue silenciado por los propietarios de las redes, que en este caso concreto juzgaron que esa declaración de soberanía única de Trump era una incitación ilegal a una rebelión que, de triunfar, implicaba un golpe de Estado. Por tanto, podríamos decir, alterando la vieja tesis de Carl Schmitt, que soberano no es tanto quien define el estado de excepción, sino aquel que todavía puede decidir si se trata de un estado de excepción o de un golpe de Estado. Cuando estas dos decisiones son equivalentes y contrapuestas, entonces tenemos una guerra civil.

Lo más importante de esta situación es que no ha sido otro poder público el que ha tomado la decisión. Por eso los estados de excepción disparan situaciones imprevisibles, ya que revelan el verdadero estatuto del poder real de una sociedad. Aquella noche, el Congreso estaba escondido y sin portavoz, y los jueces de la Corte Suprema no estaban reunidos en sesión. En realidad, operativo solo quedaba el presidente Trump, que en ese momento aún lo era, y por eso no convocó a la Guardia Nacional para proteger el Congreso. Sin embargo, los dueños de Facebook, de Twitter y de Instagram juzgaron que la acción de Trump no era un estado de excepción justificado, ni aceptaron como última instancia que hubiera existido un robo electoral, y decidieron cerrar las cuentas del presidente. Lo que produjeron con ese acto fue la fractura de la unión esencial entre el presidente y su pueblo. Uno quedó impotente en la soledad de la Casa Blanca, el otro quedó desorientado y entregado a su fabulación caótica y delirante. Trump no usó sus poderes constituidos para imponer su juicio porque, sin relación con sus masas, condicionado por sus abogados, evitó una acción claramente delictiva que no podría defender. El diseño del acto consistía en que el presidente no hacía nada sino que todo lo hacía el pueblo. Cuando el hilo se cortó, todo se deshizo.

La descripción de los hechos provoca una pregunta. ¿Qué habría pasado si los dueños de los medios hubieran juzgado que aquella relación entre Trump y su pueblo, que es también el público y los clientes de sus redes, era legítima y formaba parte de los poderes presidenciales? ¿Qué habría pasado si hubieran juzgado que era una expresión genuina del We the People? ¿Qué habría sucedido si para ellos no hubiera sido el inicio de una violación constitucional, sino la actuación adecuada a la situación del supuesto robo presidencial?

Esta vez han estado de la parte del orden constituido. ¿Pero quién garantiza que una próxima vez no se decidan del lado de la producción del estado de excepción? ¿De qué dependerá que se sitúen de una parte o de otra? ¿O qué sucedería si un próximo líder fuera propietario, como Hitler, de los nuevos medios de producción de propaganda? ¿Acaso no es esa la fuerza soberana última de Putin y del Politburó chino?

En realidad, los portavoces del fanatismo se escandalizan por ese acto de arbitrariedad y ahora demandan una ley que garantice justo la libertad de expresión, incluso cuando se pone en cuestión toda ley y se prepara estados de excepción. Su posición está sometida a una contradicción insuperable: una ley para abrir paso con garantías a la destrucción última de toda ley. Los propietarios de las redes no ignoran que un presidente con poderes ejecutivos excepcionales lo primero que haría por decreto sería apropiarse de las grandes redes y asegurarse así su vínculo esencial con su pueblo. El soberano no suele desarmarse del instrumento fundamental de su soberanía.

En todo caso es verdad que, desde el punto de vista clásico, se ha revelado un soberano de nuevo tipo y, si se produjera un estado de excepción, sería inevitable que quien tomase el mando se hiciera con esa arma.

José Luis Villacañas Berlanga, ¿Quién es el soberano?, ctxt 01/02/2021

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