Moral i ciència.









Cuando se apela a que un asunto compete a nuestra moral, parece que entonces tal asunto es más abstracto, ininteligible, impenetrable por la fría razón. Parece que ello legitima que cualquiera puede no solo opinar, sino ejecutar lo opinado. Parece que la moral no nace del cerebro, sino de las tripas, de los sentimientos, de algo especial que nos define como humanos empáticos y sociales. Y por tanto debe respetarse y tolerarse.

Sin embargo, si despojamos de connotaciones apasionadas a la definición de moral, ésta no es más que una opinión. Una opinión del mismo calibre que cualquier otra. Lo que define la moral del resto de opiniones es que la moral se circunscribe a las opiniones acerca de lo que está bien y está mal. Del mismo modo que opinamos si una película nos ha gustado o nos ha desagradado, también opinamos si un acto nos parece aceptable o reprobable. Es decir, que la moral no tiene nada de especial o trascendente: se limita a ser una manifestación subjetiva de lo que acontece en el mundo (y, en consecuencia, una manifestación sujeta a sesgos diversos, falacias lógicas, malas interpretaciones, malos argumentos… y, a la vez, una manifestación susceptible de cambiar si se reciben nuevos datos que no se conocían).

Podría aducirse entonces que los enjuiciamientos morales son como los enjuiciamientos artísticos. Ajenos a los datos científicos. Una obra de arte te gusta más o menos en función a tu sensibilidad, no en función de los detalles técnicos de cómo se obtuvo tal o cual pigmento. Pero, como se ha dicho antes, la ciencia no trata de definir la moral o, en este caso, la sensibilidad artística personal. 

Todo el mundo es libre de opinar si Pollock era un buen pintor o un mercachifle, al igual que si el apuñalamiento asestado por un adolescente afroamericano a una mujer blanca en un apartamento de Nueva York es moralmente reprobable o no. La diferencia entre ambos ejemplos estriba en que la manifestación artística no está describiendo la realidad (entendiéndola ésta no como un constructo filosófico, sino como una idea jurídica) ni tampoco nuestro enjuiciamiento depende de los detalles finos de lo enjuiciado. Es decir, al contemplar una obra artística opinamos lo primero que se nos viene a la mente. Las sensaciones que nos produce. Y si la contemplación de la obra de arte requiere de adiestramiento previo, entonces tal adiestramiento también se basa en opiniones variopintas. Una misma película o novela puede recibir opiniones diametralmente opuestas acerca de su calidad plástica por críticos adiestrados diferentes. 

Cuando enjuiciamos un asesinato podríamos emplear el mismo conjunto de opiniones: si nos ha parecido bello, execrable o armónico, si bebe de otras fuentes, si podemos emparentarlo con otra clase de asesinatos. Pero el enjuiciamiento moral de un asesinato acostumbra a depender de evidencias físicas. No solo si estaba el rojo del semáforo en rojo o en verde, sino si realmente el afroamericano fue el causante de la muerte, si en realidad se estaba defendiendo de una agresión, si se trataba de un robo, si la mujer blanca en realidad ya estaba muerta antes de ser apuñalada, si fue la mujer la que rogó al afroamericano que acabara con su vida porque estaba deprimida, si el afroamericano estaba bajo el efecto de alguna sustancia, si se encontraba bajo alguna clase de enajenación mental, etc. 

Todos estos datos no solo se emplean en la investigación forense: también son los datos que se aducirán frente al jurado para que éste determine el grado de inmoralidad del hecho descrito.

La ciencia no puede dictar nuestra moral, pero sin ciencia nuestra moral resulta a menudo ciega e inmadura. Gracias a la ciencia sabemos que las percepciones humanas son falibles, y a menudo se ven influidas por prejuicios otros sesgos, así hemos aprendido a que no es prueba suficiente para enjuiciar moralmente a alguien aunque una, diez o cien personas aseguren que un afroamericano asestó tres puñaladas a una mujer blanca en un apartamento de Nueva York. Cuando el protagonista de la película Doce hombres sin piedad logra convencer a todo el jurado de que está equivocado, de que no podemos afirmar con seguridad que aquel afroamericano adolescente sea culpable de asesinato, en realidad está invocando unas reglas de pensamiento en el que se evita en lo posible el pálpito, la opinión personal; donde nada se da por hecho; donde todo debe demostrarse de forma contundente; donde no importa lo que digan los testigos oculares, sino lo que realmente pasó.


El protagonista de Doce hombres sin piedad está haciendo ciencia. Al menos, está haciendo las mismas preguntas que hace la ciencia. Y esas preguntas sirven para que todos los que hace una hora estaban convencidos de que aquel afroamericano era culpable, dejen de creerlo. La ciencia no nos dice qué está mal o qué está bien: nos ofrece asideros para alcanzar un juicio más certero al respecto.

De acuerdo, frente un asesinato todos estamos convencidos de que es un acto moralmente reprobable: un sólo determinará si ese acto se ha producido o no. ¿Qué pasa con los actos que se muestran ambivalentes? ¿Con los que la mayoría considera reprobables? ¿Con los que la mayoría considera aceptables? Como se ha dicho, las opiniones y las mayorías cuentan poco si no tienen asideros universales en forma de razones lógicas y datos científicos. Imaginemos que una persona quiere matar a su hijo para dañar a su pareja: ¿apelaría a su moral personal para justificarlo? Las leyes articuladas, en ese sentido, sirven para determinar que no. Porque, como decía Jeremy Bentham: "No hay derecho sin ley, ni derecho contrario a la ley, ni derecho anterior a ella".


Sergio Parra, Cuando la moral es mejor que emane de la razón y de la ciencia y no del corazón (I, II; III), Xatakaciencia 28,28,29/10/2014







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