L'odi no violent.






La opinión pública de las democracias avanzadas se ha convertido en un reñidero donde el odio es compatible con la fortaleza institucional. Hay mucha más estabilidad en nuestros sistemas políticos de lo que el espectáculo de la confrontación parece dar a entender. Las democracias del odio son penosas, pero estables. Que el futuro de la democracia así vivida no sea muy halagüeño no quiere decir que se encamine irremediablemente hacia la guerra civil.

Tenemos un espacio público lleno de gesticulaciones sin consecuencias o con menos consecuencias de las que serían esperables a juzgar por los discursos proferidos. Contra la idea de que este aumento de la agresividad pudiera ser el preámbulo de una destrucción de la democracia, cabe sostener que el triunfo del odio en política no viene acompañado por un aumento de la violencia, sino todo lo contrario, es una manifestación de la fortaleza civilizatoria de la democracia. En el fondo, la escalada verbal obedece a la impotencia de unos individuos que se saben contenidos por una estructura institucional o los marcos legales.

Si el recurso a la violencia obedece muchas veces a la desespera ante instituciones que no hacen lo que tienen que hacer, el hecho de sustituirla por el hostigamiento verbal indica que damos por seguro que las instituciones hacen lo que tienen que hacer. Puede considerarse, con independencia de la degradación personal que implica quien la ejerce, un avance de la civilización y de la democracia. Que el odio no pase de la declaración se debe a que hay demasiado que perder, económica y políticamente. Este odio pacífico es, de hecho, profundamente hipócrita; se ejerce en un marco que estas personas fingen querer subvertir.

Podríamos identificar una curiosa ley en virtud de la cual aumenta el odio y se pacifica la protesta. Es posible que las sociedades estén llenas de odio y a la vez sean pacíficas. Son pacíficas en el sentido de que, salvo en momentos puntuales, no recurren a la violencia.

Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia, sino que puede estar sustituyéndola. Probablemente nos permitimos odiar tanto porque sabemos que —por la solidez de nuestras instituciones, el Estado de derecho o la amenaza del castigo de la ley— es muy improbable que ese desprecio mutuo desemboque en violencia. Con esto no queremos subestimar lo que tiene de inaceptable y el riesgo que supone para la convivencia democrática, sino tratar de situar este fenómeno en su verdadera dimensión.

Si algo amenaza nuestras democracias es este odio verbal no violento y no tanto el riesgo de guerra civil. Esta circulación del odio por nuestros espacios públicos no anuncia una guerra civil sino otros regímenes de la democracia. Tenemos, por un lado, la democracia liberal del odio, un sistema que no nos da ninguna razón para considerarlo especialmente inestable (a pesar del penoso final de las recientes elecciones americanas, las instituciones han resistido y la transición pacífica desmiente a todos los que presagiaban una guerra civil), pero que socava el marco fuera del cual es muy difícil elaborar políticas de calidad. Y está, por otro lado, la democracia iliberal pacífica (que se autoproclama pacífica en la medida en que pretende neutralizar el odio, recuperar la concordia social y devolver a la política su eficacia, aunque sella el triunfo odioso de una identidad sobre la otra).

Serge Champeau y Daniel Innerarity, ¿Y si las sociedades con discurso más agresivo fuesen las menos violentas?, El País 08/02/2021


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