Saber de política.
Nos guste o no nos guste, la gente más cualificada, con mayor acceso a los centros de creación de opinión y poder, de hecho ya influye más que la menos cualificada. Lo que un sistema democrático implica es la corrección de este privilegio de los supuestamente más sabios o poderosos. Pero el principal argumento para esto es que, aunque se diga que la política debería estar hecha por los mejores, primero: ¿cómo los identificamos? ¿Qué criterios hay para establecer que uno es mejor que otro para acceder a un cargo de Gobierno? Y, segundo, suponiendo que hubiéramos acertado y estuvieran los mejores en el Gobierno, ¿se gobernaría mejor? Tengo mis dudas. Y por si fuera poco tenemos experiencias históricas de crisis –la más reciente, la de 2008— que han sido causadas por errores de los expertos. En la crisis económica hubo muchos fallos de muchas gentes, pero hubo malísimas previsiones por parte de agentes económicos que se suponía que tenían unos mecanismos de anticipación del futuro que superaban a todos los demás.
En la universidad se aprenden cosas que son muy útiles para la política, pero lo necesario para hacer buena política –que, no olvidemos, hay muchos más políticos en las instituciones locales y los ayuntamientos— es capacidad de trabajo, una visión de conjunto, una sensibilidad por los más desfavorecidos, un sentido de la justicia… Eso no te lo garantizas pasando por la universidad.
Saber de política, para un ciudadano medio, no significa conocerse las leyes, las disposiciones, y saber cómo se hace un presupuesto. Cosas que, por cierto, no conocen la mayor parte de nuestros representantes. Se trata de tener una visión de conjunto de las cosas y, sobre todo, en tener una empatía, una educación emocional que a uno le lleve a desear vivir en una sociedad equilibrada, igualitaria, sensible ante el sufrimiento, respetuosa con las diferencias, dispuesta al diálogo… Todo esto es muchísimo más importante para que cumplamos con nuestros deberes de ciudadanía que el conocimiento legislativo.
Si recordamos aquello de que para educar a un niño hace falta una tribu entera, algo parecido podríamos decir aquí: para educar a un ciudadano o una ciudadana, hace falta una tribu entera. Es decir, hace falta una comunidad política entera actuando en un sentido adecuado: hacen falta unas instituciones educativas, unas familias, unos medios de comunicación que colaboren en esa dirección. Por tanto, aunque a mí me parece una idea estupenda, y siempre lo he defendido, que haya asignaturas concretas en el currículum educativo que enseñen a nuestros hijos e hijas la organización de las instituciones, me parece que eso es una parte nada más de la solución. Se aprende de política cuando uno va y ve cómo sus padres hacen la compra, porque con el carro de la compra se hace política. Se aprende de política cuando, en la familia o en el colegio, uno ve de qué manera se configura la relación con aquellos que no piensan como nosotros. Y por supuesto se aprende mucho de política, o se desaprende, en lo que uno encuentra en los medios de comunicación. Cómo tratan la política, qué tipo de mensajes, qué tipo de emociones nos transmitan es decisivo para nuestra formación.
Dicen algunos estudiosos que, efectivamente, entre la gente más comprometida con la política suele estar la gente menos proclive al acuerdo. Y a veces hay un cierto sesgo dogmático precisamente entre aquellos a quienes más interesa la política, mientras que la gente más despolitizada suele ver con más agrado los acuerdos en política. Esto tendría que llevarnos a revisar nuestro modo de comprometernos con una causa o con un partido, que muchas veces nos ciega al punto de vista y los intereses de quienes no comparten nuestra posición.
Si nos formamos políticamente en modos de pensar más abiertos, probablemente ese sesgo sectario no se suscite.
El problema no es la falta de información, sino la desorientación. Como ciudadano, no distingues el ruido de la información relevante. Cómo conseguimos evitar las distracciones, es una cosa en la que pienso mucho últimamente. Como sujetos individuales y como sociedades somos distraídos. ¿Estamos mirando a lo importante? ¿La agenda política recoge las grandes cuestiones que nos deberían preocupar? ¿No será que somos sociedades tremendamente agitadas, incapaces de detectar los movimientos de fondo o los intereses latentes o los derechos de aquellos que no hacen ruido y no tienen capacidad de presión? Este es el drama en el que estamos. Por eso la agitación política es perfectamente compatible con que no cambie nada, y se convierte muchas veces en un grito improductivo, como en buena medida fue la fase de indignación.
Clara Morales, entrevista a Daniel Innerarity: "La agitación política es perfectamente compatible con que no cambie nada", infoLibre 22/11/2018
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