El debat polític i el poder.




Hace dos años ya publiqué unas reflexiones sobre este tema que, sustancialmente, siguen siendo válidas ahora. Destacaba que habíamos entrado, de nuevo, en una confrontación política en la que domina la interpretación de la política dada por Carl Schmitt:

El debate político no se da entre adversarios que sostienen propuestas alternativas, sino entre enemigos.

Eso lleva a un tipo de controversia conflictiva en la que hay que ganar a cualquier precio y al enemigo, ni agua. El mundo es o blanco o negro, dividido entre ellos (el enemigo) y nosotros (los amigos) y no hay vías de convivencia intermedias en las que nadie tenga que salir derrotado.

Recientemente hubo un lema muy apreciado por muchas personas y coherente con este modelo de debate polémico (no olvidemos que polemos significa guerra en griego):

«Ni olvido, ni perdón».

Guiados por tal lema, solo cabe la rendición total del enemigo y, en casos extremos, de los que afortunadamente por ahora (creo que) estamos muy lejos, su exterminio.

Mientras llega ese momento, podemos ir empezando por llamar, a manera de insulto, a unos fascistas y a otros golpistas, una buena manera de ir banalizando el mal.

Hay otros dos factores que vienen de hace algunas décadas, pero que van arraigando cada vez con mayor fuerza.

Por un lado, los sentimientos se han adueñado de la vida política, dando prioridad a lo que se percibe como argumento definitivo para defender una posición o reclamar un pretendido derecho, sin necesidad de ofrecer ningún argumento, o incluso contradiciendo los datos más evidentes. Con bastante ironía, los Monty Python ya habían abordado esta deriva, y el filósofo español Félix Ovejero lo explica bien, al criticar los cambios políticos de la izquierda que ha entrado en ese sentimentalismo ante el que la razón se apaga , deja campo libre a los sentimientos (esencia, por ejemplo, del populismo o el nacionalismo identitario) y crecen las descalificaciones morales del adversario, dando por supuesta la absoluta honestidad de uno mismo y de los suyos.

Lo que importa ahora, insisto, no es convencer, ni resolver problemas de un modo en el que la gran mayoría puedan sentirse cómodos, aun sabiendo que pierden algo. Lo que importa es ganar las elecciones para conquistar el poder y en eso las aportaciones de las investigaciones psicológicas sobre las motivaciones humanas y sobre el modo de hacer que la gente crea lo que conviene, abonan el terreno para simplificaciones, calificativos de grueso calibre, incluyendo insultos y mentiras gratificantes.

Sentimientos y emociones irrumpen con fuerza en el mundo de la política de la mano de psicólogos y politólogos, como Michael Tomasky, Frank Luntz, Drew Westen o George Lakoff. Estos son la fuente de inspiración de los asesores políticos y directores de campaña, que potencian y refuerzan estos comportamientos.

No soy demasiado optimista a corto plazo, pero confío en que será posible poner coto a este tipo de dialéctica política destructiva. De esta deriva, improbable pero plausible, no solo serían responsables los políticos, sino también quienes les votan o quienes guardan silencio.

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