Post-veritat i àgora pública.



Fue René Descartes quien en el siglo XVII acuñó “cogito ergo sum” (pienso, luego existo), pero somos nosotros, los posmodernos, quienes asumimos que es el hábitat en el que debemos (con)vivir. Mientras que para el pensador francés la duda se encontraba al inicio del proceso de conocimiento, para nosotros la falta de fiabilidad se ha convertido en la última palabra, quizás consecuencia de tantos desengaños acumulados.

De este modo, en el plano de lo público asistimos a una creciente y extendida mutación de su naturaleza: lo verdadero es cada vez más sinónimo de verosímil. Lo que importa es vender una idea, que simule ser veraz e ingeniosa. ¿A cambio de qué? Múltiples son las respuestas. No es algo nuevo, ciertamente, ya que por algo los textos ­clásicos se referían a la sofistería y a la retórica con tanta recurrencia. Pero a dife­rencia de entonces, hoy es más urgente oponer la finitud de no saber a ciencia cierta qué es verdadero a la mentira de hacer creer que no se sabe lo que es manifiestamente falso. Lo primero es ignorancia; lo segundo, impostura.

Con la así llamada posverdad se están homologando las medias verdades y las medias mentiras como elementos naturales del debate público, lo que comporta el peligro de hipotecar dicho espacio. Porque, hablando de clásicos, en el ágora se discutían argumentos, no argumentarios, de forma que sin pretensión de verdad no hay ágora, y sin ágora no hay vida pública. ¿Acaso aspiramos a esto?
Miquel Seguró, Verdad, mentira, posverdad, La Vanguardia 5/11/2018

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