Democràcia i passions.
En la Atenas clásica llegaron a la conclusión de que la mejor manera de gestionar los asuntos públicos, los propios de la polis, en un momento en el que la ciudad era también el Estado, era la participación de todos los interesados (en este caso el masculino no es un sesgo de algún presunto lenguaje sexista, sino una adecuación a lo que era la democracia ateniense, un asunto de hombres (ἀνδροί) libres).
Se instauró así el procedimiento del debate asambleario para tomar decisiones razonadas en asuntos en los que había disparidad de opiniones. La deliberación previa y el debate, cuando ya llegaba el momento de votar por las mejores opciones, exigía isegoria (la misma capacidad de hablar en la asamblea) y parrexía (voluntad de verdad). Otros dos rasgos muy importantes para la democracia, pero de más alcance, eran la isonomía (igualdad ante la ley de todos los ciudadanos) e isocracia (igual poder, o distribución igualitaria del poder).
Ahora bien, ellos tuvieron muy claro que, siendo el objetivo buscar las mejores respuestas a los problemas planteados partiendo de la diversidad de opciones, todas ellas bien argumentadas, lo más importante no era convencer, esto es, plantear la controversia de modo constructivo para resolver los problemas, recogiendo las aportaciones bien argumentadas de todas las partes.
Lo importante era, sobre todo, vencer, ganar la disputa, dejando al margen la limpieza, la validez y el rigor de los argumentos. Cualquier falacia servía si pasaba desapercibida. Mentir no era grave si no se descubría la mentira y debilitar la capacidad de crítica racional apelando a los sentimientos también era un recurso lícito.
Por eso desarrollaron el arte de la retórica en el que terminaba valiendo todo lo que permitía ganar. Y eso más todavía en la retórica judicial, en la que los abogados aprendían a conseguir la victoria de su cliente, al margen de cualquier consideración.
Entre los recursos retóricos tenía especial interés aquello que Aristóteles agrupaba bajo la categoría del pathos: apelar a los sentimientos como instrumento de persuasión y útil herramienta para la acción política posterior. Se puede provocar el rechazo del contrario mediante insultos o sutiles descalificaciones. Se puede excitar los ánimos en contra de alguien o algunos, o a veces lo que conviene es provocar miedo, asociando al rival político con el advenimiento de una etapa de caos e inseguridad.
El abanico de posibilidades es amplio, pero este recurso dificulta el ejercicio sosegado de la razón ilustrada, sin la cual no hay democracia y se abre la puerta a variantes menos saludables y fructíferas del ejercicio del poder.
Quizá no sea posible, incluso ni siquiera necesario, llegar a razonar fríamente como lo hacía el vulcaniano capitán Spock, pero parece claro que dejar que afloren las emociones sin control, o provocarlas con fines de manipulación o control social, es bastante negativo.
La situación, por tanto, tiene precedentes y, además, no es en absoluto exclusiva de nuestro mediterráneo país. Aún así, conviene intentar precisar lo que tiene de novedoso, o lo que es consecuencia de un contexto específico.
Félix García Moriyón, ¿Razonan bien los que se dedican a la política?, Roberto Colom 26/11/2018
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